Objetos frágiles (18 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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Todavía apestaba a pis y a desinfectante para suelos con olor a pino. Pasillos largos, oscuros y mal iluminados con habitaciones tan pequeñas como celdas. Si fueras buscando el infierno y llegaras a Saint Andrews, no te llevarías ninguna desilusión.

Según sus informes médicos, mi madre se abría de piernas ante cualquiera, pero dudo que sea cierto. Por aquel entonces estaba internada, y cualquiera que quisiera follársela habría necesitado una llave para entrar en su celda.

Cuando tenía dieciocho años, dediqué mis últimas vacaciones de verano antes de irme a la universidad a perseguir a los cuatro tipos entre los cuales pensaba que podía encontrarse mi padre: dos enfermeros, el médico encargado del pabellón de máxima seguridad y el director del centro.

Mi madre no tenía más que diecisiete años cuando la ingresaron allí. Tengo una foto suya —pequeña, en blanco y negro— que le hicieron poco antes de internarla. Está apoyada en un Morgan deportivo, en mitad de una comarcal, y sonríe al fotógrafo con coquetería. Una mujer de rompe y rasga, mi madre.

Como no sabía cuál de los cuatro era mi padre, me los cargué a todos. A fin de cuentas, todos se la habían tirado: les obligué a admitirlo antes de liquidarlos. Con el que más disfruté fue con el director, un viejo gordo y rijoso, con la jeta colorada y un mostacho de general como no he vuelto a ver desde hace veinte años. Le estrangulé con la corbata de su uniforme de la Guardia Real. Le salió espumilla por la boca, y se puso azul como una langosta antes de echarla al puchero.

Había más hombres del entorno de Saint Andrews que podían haber sido mi padre, pero después de cargarme a esos cuatro me dio pereza seguir. Llegué a la conclusión de que ya había liquidado a los candidatos más firmes, y de que si tenía que quitar de en medio a todos los que podrían haberse tirado a mi madre, aquello se iba a convertir en una verdadera masacre. Así que lo dejé correr.

A mí me trasladaron al orfanato local para que se encargaran allí de mi educación. Según su historial médico, a mi madre la esterilizaron nada más nacer yo. No querían que ningún otro desagradable incidente volviera a aguarle la fiesta a nadie.

Tenía diez años cuando ella se suicidó. Fue en 1964. Yo tenía diez años, y todavía jugaba a la peonza y mangaba golosinas en las tiendas mientras ella, sentada en el suelo de linóleo, se cortaba las venas con un trozo de cristal que Dios sabe de dónde habría sacado. También se cortó los dedos, pero se salió con la suya. La encontraron a la mañana siguiente, fría y llena de sangre.

Tropecé con los chicos del señor Alice cuando tenía doce años. El subdirector del orfanato nos había convertido en su harén personal de esclavos de amor con rodillas despellejadas. Si te plegabas a sus deseos, salías con el culo escocido y una chocolatina Bounty. Si te resistías, te encerraba un par de días, salías con el culo muy escocido y, además, te llevabas una buena paliza. Le llamábamos Viejo Moco porque se hurgaba la nariz cuando creía que no le veíamos.

Lo encontraron en su Morris Minor de color azul, en el garaje, con las puertas cerradas y una goma verde que iba desde el tubo de escape hasta la ventanilla delantera. El juez de instrucción dijo que había sido un suicidio, y setenta y cinco niños empezaron a respirar algo más tranquilos.

Pero el Viejo Moco le había hecho al señor Alice algún que otro favor —cuando había que agasajar a un jefe de policía o a un político extranjero aficionado a los niños—, así que envió a un par de sus hombres para asegurarse de que no había gato encerrado. Cuando comprendieron que el único culpable posible era un chaval de doce años, casi se mearon de risa.

El señor Alice sentía curiosidad, y ordenó que fueran a buscarme. En aquella época tenía mucha más influencia de la que tiene hoy en día. Supongo que esperaba que yo fuera guapo, pero se iba a llevar una gran decepción. Por aquel entonces tenía el mismo aspecto que tengo ahora: demasiado flaco, narigudo y con las orejas desabrochadas. Recuerdo que lo que más me impresionó de él entonces fue lo grande que era. Un armario. Imagino que debía de ser casi un chaval, pero no era así como yo lo veía: era un adulto y, por tanto, un enemigo.

Un par de matones vinieron a por mí a la salida del colegio. Al principio, iba cagado de miedo, pero aquellos dos matones no tenían pinta de polis —llevaba cuatro años desafiando a la ley y podía oler a un pasma a más de cincuenta metros, aunque fuera de paisano—. Me llevaron a una oficina no muy grande y prácticamente vacía cerca de Edgware Road.

Estábamos en invierno, y fuera era casi de noche, pero la oficina estaba prácticamente a oscuras. La única luz provenía de un pequeño flexo que había encima de un escritorio, y sentado tras él un tipo muy grande. El tipo estaba escribiendo algo al pie de una hoja de télex. Al terminar, levantó la vista y me miró de arriba abajo.

—¿Un cigarrillo?

Asentí. Me alargó un paquete de Peter Stuyvesant y cogí un cigarrillo. El tipo me lo encendió con un mechero negro y dorado.

—Has matado a Ronnie Palmerstone —me dijo. No era una pregunta.

Me quedé callado.

—¿Qué? ¿No piensas decir nada?

—No tengo nada que decir —respondí.

—No me cosqué hasta que me dijeron que estaba en el asiento del copiloto. Si hubiera querido suicidarse, no se habría sentado en el asiento del copiloto. Se habría sentado en el del conductor. A ver si lo adivino: le pusiste algo en la bebida y, después, lo metiste en el Mini (debió de costarte lo tuyo, el tío no era precisamente una sílfide); después, te lo llevaste a casita, metiste el coche en el garaje y, como para entonces ya debía de estar frito, lo preparaste todo bien preparado para que pareciera un suicidio. ¿No tenías miedo de que alguien te viera al volante del coche? ¿Un chaval de doce años?

—En esta época anochece temprano —le dije—. Y entré por detrás.

Se rio entre dientes. Me hizo algunas preguntas más sobre el colegio, el orfanato, mis inquietudes, y cosas por el estilo. Luego entraron otra vez los matones y me llevaron de vuelta al orfanato.

A la semana siguiente, me adoptaron los Jackson. Él era un especialista en Derecho Mercantil Internacional, y ella una experta en defensa personal. Creo que ni siquiera se conocían antes de que el señor Alice los eligiera para sacarme del orfanato.

Me pregunto qué vería en mí aquel día. Aptitud para algo, supongo. Para la lealtad. Y es cierto que soy leal. No os equivoquéis. Soy fiel al señor Alice, en cuerpo y alma.

Obviamente, Alice no es su verdadero nombre, pero en realidad da igual. Si utilizara su verdadero nombre tampoco os sonaría de nada. El señor Alice es uno de los diez hombres más ricos del mundo. Y, ¿sabéis qué?: los otros nueve os resultarían igualmente desconocidos. No veréis sus nombres publicados en ninguna de esas listas de los cien hombres más ricos del mundo. Olvidaos de Bill Gates y del sultán de Brunéi. Os estoy hablando de dinero de verdad. Y hay gente por ahí que cobra más pasta de la que vosotros veréis en toda la vida para garantizar que jamás oigáis una sola palabra sobre el señor Alice ni en la tele ni en la prensa.

Al señor Alice le gusta ser propietario. Y, como ya os he dicho, yo soy una de sus propiedades. Es el padre que nunca he tenido. Fue él quien me consiguió el historial médico de mi madre y toda la información sobre mis posibles padres.

Después de licenciarme en la universidad (soy licenciado en Ciencias Empresariales y Derecho Internacional), me hice a mí mismo un regalo de fin de carrera: me fui a conocer a mi-abuelo-el-médico. Había querido aplazar el encuentro hasta ese momento. Como una especie de incentivo.

Le quedaba un año para jubilarse. Era un anciano narigudo y llevaba una chaqueta de
tweed.
Corría el año 1978, y ya quedaban pocos médicos que hicieran visitas a domicilio. Le seguí hasta un edificio de apartamentos en Maida Vale. Esperé fuera mientras impartía su sabiduría médica y le abordé a la salida.

—Hola, abuelito —le dije.

No habría tenido mucho sentido hacerme pasar por otra persona. No con esta nariz. El viejo era clavado a mí, sólo que con cuarenta años más. Igual de feo, el cabrón, pero con menos pelo y más canas. Me preguntó que qué quería.

—Encerrar a mamá de aquella manera —le dije—, ¿te parece bonito?

Me dijo que le dejara en paz, o algo por el estilo.

—Acabo de licenciarme —continué—. Deberías estar orgulloso de mí.

Me dijo que sabía quién era yo y que, o me largaba inmediatamente, o llamaría a la policía y haría que me encerraran.

Le clavé la navaja en el ojo izquierdo y la hundí hasta llegar al cerebro, y mientras él intentaba gritar, le quité su vieja billetera de piel; por aquello de tener un recuerdo de familia y, de paso, hacer que pareciera un atraco. Ahí fue donde encontré la foto de mi madre, en blanco y negro, sonriendo y coqueteando con la cámara, veinticinco años antes. Me pregunto de quién sería aquel Morgan.

Le encargué a un tipo que no me conocía que empeñara la billetera. Cuando venció el plazo para redimirla, fui a la casa de empeños y la compré. Así de fácil y así de limpio. Más de un listo ha terminado en el talego por culpa de un pequeño trofeo. A veces me pregunto si aquel día maté a mi padre, además de a mi abuelo. Seguro que no me lo habría dicho, por mucho que se lo hubiera preguntado. En el fondo, tampoco importa, ¿no?

Después de aquello empecé a trabajar para el señor Alice a tiempo completo. Durante un par de años, llevé sus asuntos en Sri Lanka; luego estuve un año en Bogotá, ocupándome de importaciones y exportaciones, era como un agente de viajes de altos vuelos. Pero regresé a Londres en cuanto tuve oportunidad. Durante los últimos quince años he sido sobre todo un «apagafuegos», mi trabajo consiste en resolver problemas y allanar el terreno allá donde haga falta.

Como ya he dicho, hay que tener muchísimo dinero para poder garantizar que tu nombre no salga nunca a relucir en los papeles. Muchísimo más que uno de esos mindundis rollo Rupert Murdoch, que se pasan la vida lamiéndoles el culo a los banqueros. Jamás veréis al señor Alice en una revista del corazón, presumiendo ante un estúpido fotógrafo de su nueva mansión.

Aparte de los negocios, lo que más le interesa al señor Alice es el sexo. Y ésa era precisamente la razón por la que yo le estaba esperando en la boca de metro de Earl's Court con cuarenta millones de dólares en diamantes blanquiazulados repartidos por los bolsillos interiores de mi gabardina. Más concretamente, y para ser exactos, al señor Alice le interesa el sexo con hombres jóvenes y atractivos. Pero, ojo: no vayáis a pensar que el señor Alice es maricón o algo por el estilo. No es una loca. El señor Alice es un tío. Un tío al que le gusta follar con tíos, así de sencillo. Es lo que yo digo, en esta vida tiene que haber de todo, y así tengo menos competencia. Como en un restaurante, uno coge el menú y elige lo que más le gusta.
Chacun à son goût,
si me perdonáis la cursilada. Todos salimos ganando.

Esto fue hace un par de años, en julio. Recuerdo que estaba en Earls Court Road, en Earls Court, mirando el letrero de la boca de metro de Earl's Court y preguntándome por qué el nombre de esa estación se escribe con apostrofe cuando en todos los demás casos se escribe sin apostrofe. Luego, me quedé mirando a los yonquis y a los borrachos congregados en la acera, pero siempre atento al Jaguar del señor Alice.

No me preocupaba llevar encima los diamantes. No tengo pinta de llevar nada por lo que merezca la pena atracarme y, además, sé cómo defenderme. Así que me quedé mirando a los yonquis y a los borrachos, para matar el tiempo mientras llegaba el Jaguar (que seguramente estaba atascado en el tramo en obras de Kensington High Street) y preguntándome qué demonios tendría el metro de Earl's Court para que hubiera por allí tanto yonqui y tanto borracho.

En cierto modo, entiendo lo de los yonquis: están esperando para pillar su dosis. Pero ¿qué coño pintan aquí los borrachos? Digo yo que no hará falta que un camello te pase una pinta de Guiness o una botella de whisky barato en una bolsa de papel de estraza. No debe de ser muy cómodo pasar el rato sentado en la acera o apoyado contra la pared. «Si yo fuera un borracho, y con un día tan bueno como el de hoy —pensé—, me iría al parque.»

A mi lado, un pakistaní de dieciocho o veinte años empapelaba el interior de una cabina telefónica con anuncios de putas: T
RANSEXUAL ¡CURVAS DE VÉRTIGO!
y E
NFERMERA TITULADA RUBIA EXPLOSIVA, COLEGIALA PECHUGONA
y P
ROFESORA ESTRICTA NECESITA CHICO PARA ENSEÑARLE DISCIPLINA.
Cuando se dio cuenta de que le estaba observando, me miró con cara de mala hostia y, al terminar, se fue a la siguiente cabina.

El Jaguar del señor Alice se paró junto a la acera y me subí atrás. Es un buen buga, de hace un par de años. Elegante, pero discreto.

El señor Alice iba sentado delante, con el chófer. A mi lado, en el asiento de atrás, iba un tipo gordo con el pelo al rape y un traje de cuadros muy hortera. Me recordó al típico novio panoli de las películas de los cincuenta; el que la chica deja tirado al final de la peli para casarse con Rock Hudson. Le saludé haciendo un gesto con la cabeza. Él me ofreció su mano, pero me hice el sueco y la retiró enseguida.

El señor Alice no se molestó en presentarnos, pero no me importó, porque sabía de sobra quién era. De hecho fui yo quien lo encontró y lo reclutó, aunque él no tenía ni idea. Era profesor de lenguas muertas en una universidad de Carolina del Sur. Él creía que lo había contratado el Departamento de Estado para colaborar con los servicios de Inteligencia británicos. Lo creía porque eso era lo que le había dicho alguien del Departamento de Estado. El profesor le había contado a su mujer que iba a presentar una ponencia en un congreso de estudios hititas que se celebraba en Londres. Y lo del congreso era verdad. Yo mismo lo había organizado.

—¿Por qué cojones vas en metro? —me preguntó el señor Alice—. No me dirás que necesitas ahorrar.

—Teniendo en cuenta que llevo veinte minutos esperándole en esa esquina, yo diría que es fácil entender por qué no he venido en coche —le respondí. Le gusta el hecho de que no me comporte como un perrito faldero. Soy un perro con carácter—. La velocidad media del tráfico diurno en el centro de Londres sigue siendo la misma desde hace cuatrocientos años: unos quince kilómetros por hora. Si hay trenes, prefiero coger el metro, gracias.

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