Authors: Neil Gaiman
Cada vez que jugaba con las gemelas —mis dos niñas casi idénticas (truco para distinguirlas: Amanda tiene un lunar diminuto justo encima del labio superior y la mandíbula de Jessica es algo más redondeada que la de su hermana), que tienen el cabello de color miel, como su madre, sólo que un poco más claro—, siempre que las llevaba al parque, las bañaba o las acostaba, sentía una punzada de dolor. Pero estaba decidido a hacer lo que tenía que hacer; sabía que, muy pronto, el dolor sería reemplazado por la felicidad absoluta que me produciría el hecho de vivir con Becky, de poder amarla libremente, de pasar a su lado cada minuto de mi vida.
Faltaba menos de una semana para que llegara la Navidad, y los días eran cada vez más cortos. Llevé a Becky a cenar al tailandés de siempre y, mientras ella lamía la salsa de cacahuete de una brocheta de pollo, le dije que estaba profundamente enamorado de ella y que iba a abandonar a mi mujer y a mis hijas. Esperaba que una sonrisa iluminara su rostro, pero no dijo nada, y tampoco sonrió.
Esa misma noche, al llegar a su casa, no quiso acostarse conmigo. En lugar de eso, me dijo que todo había terminado entre nosotros. Yo me emborraché, lloré por última vez en mi vida de adulto y le supliqué que no me dejara.
—Es que ya no resultas tan divertido —me dijo, simple y llanamente. Yo estaba sentado en el suelo del salón, destrozado, con la espalda apoyada en el brazo del destartalado sofá—. Antes eras un tipo divertido y alegre. Ahora pareces un alma en pena todo el tiempo.
—Lo siento —supliqué, patéticamente—. Lo siento mucho, de verdad. Pero puedo cambiar. Te prometo que voy a cambiar.
—¿Lo ves? —replicó—. Eres cualquier cosa menos divertido.
A continuación, abrió la puerta de su dormitorio y, una vez dentro, volvió a cerrar y echó el pestillo. Yo me quedé allí sentado hasta beberme todo el whisky de la botella y, después, borracho como una cuba, empecé a deambular por el piso, acariciando sus cosas y lloriqueando. Leí su diario. Fui al cuarto de baño, saqué del cubo de la ropa sucia unas bragas suyas y enterré mi cara en ellas, aspirando su aroma. En un momento dado, fui hasta la puerta de su dormitorio y me puse a aporrearla mientras gritaba su nombre, pero ella no respondió, y tampoco abrió la puerta.
Eran ya las tantas, y me puse a modelar una gárgola con plastilina gris.
Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Estaba completamente desnudo. Encontré un trozo de plastilina sobre la repisa de la chimenea y estuve manoseándola un rato, hasta que se quedó blanda y maleable. Luego, en un arrebato de locura, borracho perdido, salido y furioso, me masturbé sobre la plastilina y la amasé de nuevo, mezclándola con mi semen.
Nunca se me ha dado bien la escultura, pero aquella noche mis dedos consiguieron dar forma a una figura: tenía unas manos robustas y una amplia sonrisa en la cara, alas pequeñas y recias y las piernas retorcidas: estaba hecha de mi lujuria, mi autocompasión y mi rencor, así que decidí bautizarla con las últimas gotas que quedaban en la botella de Johnny Walker Etiqueta Negra y la coloqué sobre mi corazón. Era mi pequeña gárgola, ella me protegería de las bellas mujeres con ojos de color azul verdoso y de volver a sentir nada parecido a lo que había sentido por Becky.
Me tumbé en el suelo, con la gárgola sobre mi pecho y, de cuando en cuando, dormí.
Cuando me desperté, unas horas más tarde, la puerta de su dormitorio seguía cerrada. No había amanecido todavía. Me arrastré hasta el cuarto de baño y vomité sobre la taza del retrete, no me dio tiempo a abrir la tapa. Lo puse todo perdido: el suelo, el retrete y la ropa sucia que había sacado del cubo. En cuanto me hube repuesto un poco, me marché de allí.
No recuerdo qué fue lo que le conté a mi mujer cuando llegué a mi casa. Puede que hubiera cosas que ella prefería no saber. Como dice el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». O a lo mejor creyó que venía de una de esas cenas navideñas en las que todo el mundo termina por agarrarse una buena curda. Ya casi ni me acuerdo.
Jamás volví al piso de Battersea.
Volví a cruzarme con Becky en alguna que otra ocasión —en el metro, o en la City—, pero siempre resultaba violento. Ella se mostraba fría e incómoda conmigo, y seguramente a mí me pasaba lo mismo. Nos saludábamos y me felicitaba por cualquiera que fuera mi último éxito en ese momento, pues, después de lo sucedido, me volqué por completo en mi trabajo y conseguí levantar, si no un imperio (tal como solía calificarlo la gente), al menos un pequeño principado dentro de la industria del entretenimiento, sobre todo en el ámbito musical y teatral y en el de los juegos interactivos.
De cuando en cuando salía con alguna chica; todas ellas eran listas, guapas y maravillosas. Con el tiempo, incluso salí con algunas mujeres de las que podría haber llegado a enamorarme; mujeres a las que podría haber amado. Pero no las amé. Nunca me enamoré de ninguna.
Razón y sentimiento: yo trataba de no pensar en Becky, intentaba convencerme a mí mismo de que no la quería, de que no la necesitaba. Pero había momentos en que no podía evitar pensar en ella, y eso me dolía; me dolía recordar aquella sonrisa, aquellos ojos. En esos momentos de debilidad sentía como una punzada en mi interior, un dolor concreto y real, como si algo me atenazara el corazón.
Y era en esos momentos cuando me imaginaba que sentía otra vez la gárgola contra mi pecho. Mentalmente, visualizaba la gárgola rodeando mi corazón con sus fríos brazos de piedra, protegiéndome, hasta que el dolor cedía y, entonces, ya no sentía nada en absoluto; después, volvía a centrarme sólo en mi trabajo.
Pasaron los años: las gemelas se hicieron mayores y, un buen día, se fueron de casa para ir a la universidad (una en el norte de Inglaterra y la otra en el sur; mis gemelas, que nunca fueron realmente idénticas). También yo me marché de casa, rompí con Caroline y me fui a vivir a Chelsea, a un piso bastante grande donde, si no feliz, al menos me sentía a gusto.
Pero ayer por la tarde sucedió algo. Becky me vio primero, en Hyde Park. Estaba sentado en un banco, leyendo un libro de bolsillo mientras disfrutaba del cálido sol primaveral, y ella corrió a mi encuentro y me tocó la mano.
—¿Ya no quieres nada con tus viejos amigos? —me dijo.
Levanté la vista del libro y dije:
—Hola, Becky.
—No has cambiado nada.
—Tú tampoco —respondí.
La verdad es que tenía la barba llena de canas y había perdido mucho pelo, y ella era una mujer de treinta y tantos que aún estaba de muy buen ver. No obstante, lo que dije era verdad, y ella tampoco mentía.
—Las cosas te van realmente bien —me dijo—. Los periódicos hablan de ti un día sí y otro también.
—Eso sólo prueba que los chicos de mi gabinete de prensa saben cómo ganarse el sueldo que les pago. ¿En qué trabajas ahora?
Me contó que precisamente dirigía el gabinete de prensa de una televisión independiente. Me dijo que ahora lamentaba haber dejado las tablas porque, de haber seguido, a estas alturas seguramente estaría actuando en los escenarios del West End. Cerré el libro y lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta.
Dimos un paseo por el parque, cogidos de la mano. Todo estaba lleno de flores —amarillas, naranjas y blancas— que parecían inclinar la cabeza a nuestro paso, como si nos saludaran.
—Mira, narcisos —le dije—. Como en el poema de Wordsworth.
—Son junquillos —me corrigió—. Los dos pertenecen al género
Narcissus,
pero son especies diferentes.
La primavera estaba en pleno apogeo en Hyde Park, y casi logramos olvidar la ciudad que lo rodeaba. Nos paramos en un quiosco de helados y compramos dos sorbetes de chillones colores.
—¿Había alguien más en tu vida? —le pregunté como de pasada, mientras chupaba mi sorbete—. ¿Me dejaste por otro hombre?
Ella negó con la cabeza.
—Te estabas volviendo demasiado serio —me contestó—, no fue más que eso. Y yo no era una destrozahogares.
Varias horas después, por la noche, volvió a repetir lo mismo:
—Yo no era una destrozahogares —y, estirándose lánguidamente, añadió—, por aquel entonces. Ahora ya no soy tan tiquismiquis.
No le había dicho nada de mi divorcio.
Habíamos cenado sushi y sashimi en un restaurante de Greek Street. El sake nos había puesto a tono y la noche estaba empezando a tomar un cariz más íntimo. Cogimos un taxi y nos fuimos a mi casa, en Chelsea.
Sentía la calidez del vino en mi pecho. Fuimos directamente a mi dormitorio y, entre risas, empezamos a besarnos y a abrazarnos. Becky revisó cuidadosamente mi colección de cedés y, finalmente, puso
The Trinity Sessions,
de los Cowboy Junkies. Todo esto ocurrió hace apenas unas cuantas horas, pero no recuerdo exactamente el momento en que ella empezó a desnudarse. Lo que sí recuerdo perfectamente son sus pechos que, pese a haber perdido algo de su antigua firmeza, seguían siendo tan bonitos como cuando todavía era casi una niña: sus pezones eran muy oscuros y estaban erectos.
Con los años, yo había cogido algo de peso. Ella no.
—Házmelo ahí abajo... —me susurró cuando llegamos a mi cama, y yo la complací. Su vulva se había vuelto carnosa y casi púrpura, y sus labios se abrieron como una flor cuando empecé a acariciarlos con mi lengua. Su clítoris se iba espigando bajo mi boca y el salado jugo de su cuerpo se apoderó de mi mundo. Sin prisas, seguí lamiendo, succionando y mordisqueando su sexo a mis anchas.
Becky se corrió, una vez, y después tiró de mí hacia arriba y nos besamos un rato más. Finalmente, me guió hasta que estuve dentro de ella.
—¿Ya tenías la polla tan grande hace quince años? —preguntó.
—Supongo que sí —le respondí.
—Mmm.
Pasados unos minutos, me dijo:
—Quiero que te corras en mi boca.
Y no tardé en complacerla.
Nos quedamos tumbados y en silencio, uno junto a otro, y entonces me dijo:
—¿Me odias?
—No —respondí, adormilado—. Antes sí. Te odié durante muchos años. Y al mismo tiempo te quería.
—¿Y ahora?
—No, ya no te odio. Eso es agua pasada. Mi odio se lo llevó el viento, como si fuera un globo. —Según hablaba me di cuenta de que lo que estaba diciendo era la verdad.
Ella se acurrucó a mi lado, apretando su cálida piel contra la mía.
—Aún no me creo que te dejara escapar. No volveré a cometer el mismo error. Te quiero.
—Gracias.
—¿Cómo que «gracias»? ¡Serás idiota! ¿Por qué no pruebas con «yo también te quiero»?
—Yo también te quiero —repetí y, casi dormido, la besé en los labios, todavía pegajosos.
Y a continuación me dormí del todo.
Soñé que algo se desenroscaba en mi interior, algo que se movía y cambiaba. Aquel frío sepulcral, una vida entera de oscuridad. Un desgarro, una grieta, como si el corazón se me estuviera rompiendo; un momento de intenso dolor. Negrura, extrañeza y sangre.
Aquel grisáceo amanecer debió de ser también un sueño. Abrí los ojos y lo alejé de mí, pero sin despertarme del todo. Tenía el pecho abierto, con una negra raja que iba desde el ombligo hasta el cuello, y de ella salía una mano gigantesca y deforme, de plastilina gris. Entre sus dedos de piedra había un cabello largo y oscuro. Al mirarla, volvió a esconderse en el interior de mi pecho, como el insecto que corre a esconderse en una grieta cuando las luces se encienden. Seguí observando, adormilado, aceptando la extrañeza de toda la situación y, de pronto, el único indicio de que aquello no era más que otro sueño, la raja de mi pecho comenzó a cerrarse, como si nunca hubiera existido, y la gélida mano desapareció para siempre. Sentí que los ojos se me cerraban de nuevo. Estaba cansado, así que me dejé arrastrar hacia la reconfortante oscuridad con sabor a sake.
Volví a quedarme dormido, pero si hubo más sueños los he olvidado.
Me desperté —del todo— hace apenas unos segundos, con el sol dándome de lleno en la cara. En la cama, a mi lado, no hay más que una flor de color púrpura apoyada en la almohada. En este momento la tengo en mi mano. Me recuerda a una orquídea, aunque la verdad es que no entiendo mucho de flores, y tiene un perfume extraño, salado y femenino.
Debe de haberla dejado Becky para que yo la viera nada más despertar.
Dentro de poco tendré que levantarme. Me levantaré de la cama y seguiré con mi vida.
Me pregunto si alguna vez volveré a verla, e inmediatamente me doy cuenta de que, en realidad, no me importa demasiado. Puedo sentir las sábanas bajo mi cuerpo, y el aire frío sobre mi pecho. Me siento bien. Me siento realmente bien.
No siento nada en absoluto.
¿Mi vida? Dudo que quieras oír
la historia de mi vida. Dios, tengo la garganta seca...
¿Una copa? Bueno, ya que invitas tú, la verdad es
que hoy hace mucho calor. Por qué no. Un traguito nada más.
Quizás una cerveza. Y un chupito de whisky. Es
bueno beber en un día tan caluroso. Lo malo
Es que el alcohol me hace
recordar. Y a veces prefiero
No recordar. Sobre todo, a mi madre: había una
mujer. Nunca la conocí como mujer
Pero he visto fotos suyas, antes de
la operación. Decía que me hacía falta un padre,
Y viendo que mi padre la había abandonado
al recuperar la vista (fue por culpa
De un gato birmano que saltó
desde la ventana del ático en una caída
De treinta pisos con tan buena suerte que le dio a mi padre en la cabeza
y el golpe le devolvió la vista,
El gato aterrizó en la acera, pero sólo estaba herido, lo que
demuestra que es cierto eso
De que los gatos siempre caen de pie) con la excusa de que
él creía haberse casado con su hermana melliza
A la que no se parecía en absoluto, pero tenía, sin embargo, por
algún milagro de la biología, exactamente la misma voz que ella,
Razón por la cual el juez le concedió el divorcio, cerró
los ojos y ni siquiera él pudo distinguirlas.
Así que mi padre se convirtió en un hombre libre, y al salir
del juzgado le cayó en la cabeza
Una bolsa de detritus; algunos dijeron
que eran excrementos procedentes de un avión en vuelo
Pero el análisis químico reveló la existencia de
ciertos elementos desconocidos para la ciencia,