Authors: Neil Gaiman
Entonces llegó el hombre de las gafas con montura de concha y entró como Pedro por su casa. Echó un vistazo a su reloj.
—Muy bien —dijo—. Hora de ponerse en marcha. Vas a pilotar una nave casi idéntica al PL-47.
Se suponía que nadie —ni siquiera quienes gozábamos de un pase Especial— debía saber lo que era un PL-47, pero yo ya había pilotado uno de los prototipos en varias ocasiones. Tenía la forma de una taza de té, y volaba como las naves de
La guerra de las galaxias.
—¿No debería dejarle una nota a Sandra, o algo? —le pregunté.
—No —la respuesta fue rotunda—. Siéntate en el suelo y respira hondo, a intervalos regulares. Inspira, espira, inspira, espira.
Jamás se me hubiera ocurrido discutir con él y, mucho menos, desobedecerle. De modo que me senté en el suelo y empecé a respirar lentamente; inspirar, espirar, inspirar, espirar, inspirar...
Inspirar.
Espirar.
Inspirar.
Un tirón. Un dolor insoportable. Me asfixiaba.
Inspirar.
Espirar.
Estaba gritando, pero oía mi voz y no estaba gritando. Lo único que oía era una especie de gemido borboteante.
Inspirar.
Espirar.
Era como asistir a mi propio nacimiento. No era agradable, ni cómodo tampoco. Parecía como si el ritmo de mi propia respiración me empujara a atravesar el dolor y la oscuridad y el burbujeo de mis pulmones. Abrí los ojos. Estaba tendido sobre un disco de metal de unos dos metros y medio de diámetro. Estaba desnudo, mojado y lleno de cables por todas partes. Los cables se retorcían y se apartaban de mí, como gusanos asustados o nerviosas serpientes de brillantes colores.
Estaba desnudo. Observé mi cuerpo. No tenía vello, ni pelo, ni cicatrices, ni arrugas. Me pregunté qué edad tendría, en términos reales. ¿Dieciocho? ¿Veinte años? No tenía la menor idea.
Había una pantalla de vidrio encastrada en la superficie del disco. Parpadeó un momento y, luego, cobró vida. Tenía delante de mí al hombre de las gafas con montura de concha.
—¿Te acuerdas de mí? —me preguntó—. Por el momento, deberías tener acceso a la mayor parte de tu memoria.
—Creo que sí —respondí.
—Vas a pilotar un PL-47 —me dijo—. Acabamos de construirlo. En gran medida, hemos tenido que partir de cero y modificar algunas fábricas para poder construirlo. Mañana mismo tendremos otra partida completa. Pero en este momento sólo disponemos de uno.
—O sea, que si esto no funciona, tendréis preparado un sustituto para mí.
—Si es que logramos sobrevivir hasta entonces —replicó—. Hace quince minutos empezó otro bombardeo de misiles. Ha arrasado la mayor parte de Australia. Pero sospechamos que todo esto no es más que un preludio del auténtico bombardeo.
—¿Qué es lo que están lanzando? ¿Bombas nucleares?
—Rocas.
—¿Rocas?
—Ajá. Rocas. Asteroides. Muy grandes. Creemos que, a menos que nos rindamos, mañana podrían lanzar la luna contra nosotros.
—Es una broma, ¿verdad?
—Ojalá —la pantalla se apagó.
El disco de metal avanzaba a través de un laberinto de cables y un mundo de personas desnudas y dormidas. Se deslizaba sobre altas torres de microchips y espirales de silicona tenuemente iluminadas.
En lo alto de una montaña de metal me esperaba ya el PL-47. Unos diminutos cangrejos metálicos desplegaban a su alrededor una actividad frenética, comprobando una y otra vez cada remache y cada tornillo.
Entré en la nave. Mis piernas, recias como el tronco de un árbol, temblaban aún por la falta de uso. Me senté en el asiento del piloto y me emocioné al comprobar que la cabina estaba hecha a mi medida. Esta vez no tenía problemas de espacio. Mis manos se movieron por el cuadro de mandos para programar la secuencia de calentamiento. Los cables se me enredaban en los brazos. Notaba como si tuviera un enchufe en la base de la médula espinal, y algo que se movía y que estaba conectado a mi nuca.
Mi percepción de la nave se expandió de manera radical. Tenía una visión completa, de 360°. Yo era la nave pero, al mismo tiempo, estaba sentado en la cabina, activando los códigos de lanzamiento.
—Buena suerte —dijo el hombre de las gafas de montura de concha, que apareció de repente en una pequeña pantalla situada a mi izquierda.
—Gracias. ¿Puedo hacerle una última pregunta?
—No veo por qué no.
—¿Por qué yo?
—Bueno —dijo—, la versión corta es que fuiste diseñado para hacer esto. Aunque en tu caso hemos tenido que mejorar un poco el modelo humano básico. Eres más grande y mucho más rápido. Hemos aumentado la velocidad de tu procesador y disminuido el tiempo de reacción.
—No soy más rápido. Y sí, soy más grande de lo normal, pero muy torpe.
—No en la vida real —replicó—. Sólo en el mundo.
Y despegué.
Nunca llegué a ver a los extraterrestres, si es que había extraterrestres, pero vi su nave. Tenía el aspecto de un hongo, o de un alga: era algo orgánico, una cosa enorme y luminiscente, que orbitaba alrededor de la luna. Era como esas cosas que crecen sobre los leños podridos que se ven flotando en el mar, y tan grande como la región de Tasmania.
Unos tentáculos pegajosos de más de trescientos kilómetros arrastraban tras de sí asteroides de diversos tamaños. Me recordaban un poco a los filamentos de la carabela portuguesa
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: cuatro organismos inseparables que sueñan ser uno solo.
Cuando estaba a unos trescientos kilómetros de ella, empezaron a lanzarme asteroides.
Mis dedos se movieron por el cuadro de mandos para activar los misiles y dirigirlos hacia el núcleo flotante mientras yo me preguntaba qué demonios estaba haciendo. No estaba salvando el mundo, eso lo tenía claro. Aquel mundo era imaginario: una mera secuencia de unos y ceros. En todo caso, estaba salvando una pesadilla...
Pero si la pesadilla moría, el sueño también.
Me vino a la mente una chica llamada Susan. Recordaba haberla conocido en una vida fantasma que terminó hace ya mucho tiempo. Me preguntaba si aún seguiría viva. (¿Sucedió hace dos horas? ¿O hace dos vidas?) Imaginé que estaría en alguna parte, colgada de unos cables, sin recuerdo alguno de este gigante miserable y paranoico.
Estaba tan cerca de la nave alienígena que podía distinguir los pliegues de su piel. Las rocas eran cada vez más pequeñas, pero los disparos eran cada vez más precisos. Viré bruscamente mi nave y navegué en zigzag para esquivar los disparos. Una parte de mí no podía evitar admirarse ante la economía de aquella cosa: nada de sofisticados explosivos cuidadosamente diseñados y construidos, nada de láseres, ni de bombas nucleares; sólo energía cinética, simple y llanamente: pedruscos enormes lanzados a gran velocidad.
Si alguno de esos asteroides llegaba a chocar contra mi nave, estaría muerto. Así de simple.
No había otro modo de evitarlos que el de ser más rápido que ellos, así que seguí avanzando a toda velocidad.
El núcleo de la cosa me estaba observando. Tenía una especie de ojo, de eso no me cabía la menor duda.
Estaba a unos diez metros del núcleo cuando solté los misiles e, inmediatamente, me alejé lo más rápido que pude.
Todavía no me había alejado lo suficiente cuando la cosa implosionó. Parecían fuegos artificiales, un espectáculo espantosamente hermoso. Y, al terminar, no quedó más que una estela de luminiscente polvo...
—¡Lo conseguí! —grité—. ¡Lo conseguí! ¡Soy el puto amo!
La pantalla situada a mi izquierda empezó a parpadear. Unas gafas con montura de concha me observaban desde la pantalla. Tras ellas ya no había ningún rostro, tan sólo una vaga expresión de interés y de preocupación, como un dibujo borroso.
—Lo conseguiste —dijo.
—Y ahora, ¿dónde aterrizo este cacharro? —le pregunté.
Hubo un instante de vacilación, y luego:
—En ninguna parte. No fue diseñado para regresar. Esa función nos pareció innecesaria y redundante. Habría elevado demasiado los costes de fabricación.
—¿Y qué voy a hacer? ¿Acabo de salvar el planeta Tierra y pretenden dejarme aquí para que acabe muriendo por falta de oxígeno?
Asintió.
—Ésa es más o menos la situación. Sí.
Las luces empezaron a atenuarse. Uno por uno, los controles dejaron de funcionar. Perdí mi percepción de 360°. Estaba solo en el interior de una taza volante, atrapado en aquella silla, en mitad de ninguna parte.
—¿Cuánto tiempo me queda?
—Estamos cerrando todos los sistemas, pero aún te quedan un par de horas, como mínimo. No pensamos evacuar lo que queda de aire. Sería algo inhumano.
—¿Sabe qué? En el mundo en el que yo me crié, me habrían concedido una medalla.
—Obviamente, le estamos muy agradecidos.
—¿Y no se le ocurre un modo más concreto de expresar su gratitud?
—Pues la verdad es que no. Usted es un elemento prescindible. Una simple unidad. No podemos lamentar su pérdida, del mismo modo que un avispero no puede lamentar la pérdida de una sola avispa. No es razonable, ni tampoco viable, que intentemos traerle de regreso.
—Y tampoco quieren arriesgarse a que este arsenal regrese a la Tierra, ¿quizá temen que alguien pueda utilizarlo en su contra?
—Usted lo ha dicho.
Y, entonces, la pantalla se apagó, sin tiempo siquiera para una despedida. «No intentes ajustar los controles —pensé—. Es la realidad la que falla.»
Cuando sabes que no te queda oxígeno más que para dos horas, te vuelves consciente de todas y cada una de las veces que respiras. Inspirar. Esperar. Espirar. Esperar. Inspirar. Esperar. Espirar. Esperar...
Seguía atrapado en mi asiento, en penumbra, esperando, y me puse a pensar. Luego, pregunté en voz alta:
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Un latido. La pantalla se encendió de nuevo, pero sólo se veían unas rayas.
—¿Sí?
—Querría hacer una última petición. Escuchen: Ustedes (máquinas, personas o lo que demonios sean) me deben una, ¿vale? Les he salvado la vida.
—Continúe.
—Todavía me quedan un par de horas, ¿verdad?
—Exactamente, cincuenta y siete minutos.
—¿Podrían volver a conectarme a... al mundo real? Me refiero al otro mundo. Al mundo que yo conozco.
—Mmm... No lo sé. Veré lo que puedo hacer. —Y la pantalla se volvió a apagar.
Mientras esperaba su respuesta, seguí respirando: inspirar, espirar, inspirar, espirar. Sentía una gran paz interior. De no ser porque me quedaba menos de una hora de vida, incluso podría decirse que me sentía realmente bien.
La pantalla se iluminó de nuevo. No había ninguna imagen, ni rayas siquiera: nada. Tan sólo un leve resplandor. Entonces, una voz que parecía resonar a un tiempo dentro y fuera de mi cabeza, dijo:
—Trato hecho.
Sentí una punzada de dolor en la base del cráneo y, por unos minutos, todo se volvió negro.
Y, a continuación, sucedió lo siguiente.
Estábamos en 1984, hace quince años. Volvía a dedicarme otra vez a la venta de ordenadores. Pero ahora tenía mi propia tienda en Tottenham Court Road. Escribo estas líneas cuando estamos a punto de entrar en el nuevo milenio. Esta vez, me casé con Susan. Tardé un par de meses en localizarla. Tenemos un niño.
Tengo casi cuarenta años. Por lo general, la gente como yo no suele vivir mucho más. Se nos para el corazón. Cuando leas esto, ya estaré muerto. Tú ya sabrás que estoy muerto. Habrás visto enterrar mi ataúd, tan grande que habría suficiente espacio como para enterrar a dos personas de tamaño normal.
Pero quiero que sepas una cosa, Susan, mi amor: mi verdadero ataúd sigue orbitando alrededor de la luna. Tiene la forma de una taza volante. Tan sólo me devolvieron el mundo —y a ti— por unos minutos. La última vez que hablé contigo, o con alguien idéntico a ti, te conté toda la verdad, o al menos cuanto yo sabía de ella, y entonces me abandonaste. O quizá no fueras tú, y a lo mejor tampoco era yo, pero no pienso volver a arriesgarme. De modo que voy a dejarlo todo por escrito para que lo encuentres entre mis otros papeles y puedas leerlo cuando ya me haya ido. Adiós.
Puede que no sean más que unos cabrones computerizados, desalmados e insensibles, parásitos que viven a costa de lo que queda de la humanidad. Pero, a pesar de todo, les estoy muy agradecido, no puedo evitarlo.
Sé que moriré pronto. Pero estos últimos veinte minutos han sido los mejores años de mi vida.
Lunes 28
Supongo que hace ya mucho tiempo que vengo siguiendo a Scarlet. Ayer estuve en Las Vegas. Al pasar por el aparcamiento de un casino, me encontré una postal. Tenía una palabra escrita con lápiz de labios rojo. Una sola palabra: «Recuerda». En el dorso se ve la foto de una autopista de Montana.
No recuerdo qué es lo que se suponía que debía recordar. Estoy otra vez en la carretera, rumbo al norte.
Martes 29
Estoy en Montana, o puede que sea Nebraska. Escribo estas líneas en la habitación de un motel. Fuera sopla el viento en ráfagas, y estoy tomándome un café de motel, igual que haré mañana por la noche y la noche siguiente. Hoy he comido en una taberna local y he oído que alguien pronunciaba su nombre: «Scarlet está de viaje», dijo aquel hombre. Era un policía de tráfico, y cambió de tema en cuanto me acerqué para escuchar mejor lo que decía.
Se puso a hablar de un choque frontal. Los pedacitos de cristal que habían quedado esparcidos por el asfalto brillaban como si fueran diamantes. Me llamó «señora»
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y me habló con mucha educación.
Miércoles 30
—No es el trabajo lo que se hace tan cuesta arriba —dijo la mujer—. Es el modo en que te mira la gente.
Estaba temblando. La noche era muy fría y no llevaba ropa de abrigo.
—Busco a Scarlet —le dije.
La mujer me estrechó la mano y luego acarició mi mejilla con mucha delicadeza.
—Sigue buscando, cielo. La encontrarás cuando estés preparada para ello —me respondió, y a continuación se alejó calle abajo con aire majestuoso.
Luego me encontré en otro lugar, pero no era un pueblo. Puede que fuera Saint Louis. ¿Cómo puede saber una si está en Saint Louis? Miré a ver si encontraba un arco del tipo que fuese, algo que conectara el este y el oeste, pero si había alguno por allí, debió de pasarme inadvertido. Después, crucé un río.