Authors: Neil Gaiman
Entonces, abrieron la puerta principal, y dos de los hombres encendieron dos enormes hogueras.
Abrieron las bolsas de cuero, y cada uno de los invitados cogió un palo negro de madera labrada, como un garrote, nudoso y recio. A Sombra le vinieron a la mente los hijos de Sawney Beane, saltando desde los árboles con sus garrotes hechos de fémures humanos...
Los invitados se colocaron en las orillas del patio y empezaron a tocar los tambores con los palos.
Al principio, los golpes eran lentos y suaves, como los latidos de un corazón. Luego empezaron a tocar más fuerte, siguiendo un extraño ritmo, una especie de
staccato
en el que un ritmo se contraponía a otro, cada vez más fuerte, hasta que el sonido se apoderó por completo de Sombra y de su mente. Le pareció que la luz de las hogueras oscilaba al ritmo de los tambores.
Y, de repente, se oyeron unos aullidos que venían del exterior de la casa.
Eran aullidos de dolor, y de angustia, y resonó sobre las colinas superponiéndose al ritmo de los tambores; un llanto de dolor, de pérdida y de odio.
La figura que atravesó tambaleándose la puerta principal se agarraba la cabeza con ambas manos, tapándose los oídos, como si quisiera acallar el estruendo de los tambores.
La luz de las hogueras lo iluminó por fin.
Era gigantesco: más grande que Sombra, y también estaba desnudo. No tenía un solo pelo en el cuerpo y sudaba profusamente.
Se quitó las manos de las orejas y miró a su alrededor, con la cara desfigurada por la locura.
—¡Parad! —gritó—. ¡Parad ese ruido!
Y los invitados, con sus elegantes trajes, golpearon los tambores con más fuerza aún, cada vez más deprisa, hasta que los golpes resonaron en el interior del pecho de Sombra y en su cabeza.
El monstruo llegó hasta el centro del patio y miró a Sombra.
—Tú. Te lo dije. Te dije lo del ruido. —Y aulló. Fue un aullido ensordecedor, lleno de odio y desafío.
La criatura se acercó un poco más a Sombra. Vio el cuchillo y se detuvo.
—¡Enfréntate a mí! —gritó—. ¡Pero en una pelea limpia! ¡No con el frío hierro! ¡Enfréntate a mí!
—Yo no quiero luchar contigo —dijo Sombra. Y soltó el cuchillo. Le enseñó sus manos desnudas.
—Demasiado tarde —dijo aquel ser lampiño que no era un hombre—. Demasiado tarde para eso.
Y se abalanzó sobre Sombra.
Más tarde, al pensar en aquella pelea, Sombra no recordaría más que algunos fragmentos: recordaría cómo le había derribado, y cómo le había esquivado. Recordaría el estruendo de los tambores, y la expresión que había en los rostros de los invitados mientras observaban ávidamente a los dos hombres que peleaban entre las dos hogueras.
Lucharon, retorciéndose y machacándose el uno al otro.
Unas lágrimas saladas rodaban por la cara del monstruo mientras forcejeaba con Sombra. Sus fuerzas estaban compensadas, pensó Sombra.
El monstruo golpeó la cara de Sombra con su brazo, y éste sintió el sabor de su propia sangre. Sentía que la furia empezaba a crecer en su interior, como un rojo muro de odio.
Estiró una pierna, enganchó al monstruo por detrás de la rodilla y, cuando empezó a tambalearse, Sombra le pegó un puñetazo en la barriga, haciendo que el monstruo gritara y rugiera de furia y de dolor.
Miró de reojo a los invitados: Sombra percibió la sed de sangre en sus rostros.
Se había levantado un viento frío que venía del mar, y a Sombra le pareció ver en el cielo unas sombras inmensas, sombras que había visto antes, en un barco hecho de uñas de muertos. Le pareció que le miraban, que aquella pelea era lo que les retenía en aquel barco en mitad del gélido mar, sin poder zarpar.
Aquella era una lucha antigua, pensó Sombra, mucho más antigua incluso de lo que creía el señor Alice, y pensaba esto mientras los talones del monstruo le golpeaban en el pecho. Era la lucha del hombre contra el monstruo, era tan antigua como el propio tiempo, era Teseo enfrentándose al Minotauro, era Beowulf contra Grendel, era la lucha de todos y cada uno de los héroes que habían estado entre la luz del fuego y la oscuridad y que habían tenido que limpiar sus espadas de la sangre de alguna criatura inhumana.
El fuego seguía ardiendo en las hogueras, y los tambores seguían tronando como el latido de mil corazones.
Sombra se resbaló sobre la hierba húmeda cuando el monstruo se acercaba a él, y cayó al suelo. Los dedos de la criatura se cerraron sobre su garganta y la estrujaron; Sombra sintió que todo empezaba a desvanecerse, a alejarse cada vez más.
Cerró su mano sobre una porción de hierba y tiró de ella, clavó los dedos en la tierra, agarrando un puñado de hierba y de tierra húmeda y fría, y lo aplastó contra la cara del monstruo, dejándole momentáneamente ciego.
Se incorporó un poco y se puso encima de la criatura. Le clavó la rodilla en la ingle, con rabia, y el monstruo se encogió en posición fetal, aullando y gimiendo.
Sombra se dio cuenta de que había cesado el ruido de los tambores, y alzó la vista.
Los invitados habían dejado los tambores en el suelo.
Se estaban aproximando a él, rodeándolo en círculo, hombres y mujeres, con los palos aún en la mano, agarrándolos como si fueran garrotas. Sin embargo, no era a Sombra a quien estaban mirando: miraban fijamente al monstruo, y alzaron sus negros garrotes, cercándolo, a la luz de las hogueras.
Sombra dijo:
—¡Deteneos!
Una garrota golpeó la cabeza del monstruo. La criatura gimió y se retorció, alzando un brazo para protegerse del siguiente golpe.
Sombra se arrojó sobre la criatura para cubrirla con su cuerpo. La mujer morena que le había sonreído el día anterior le atizó un golpe en el hombro, con indiferencia, y uno de los hombres le asestó un fuerte golpe en la pierna, y un tercero le atizó en el costado.
«Van a matarnos a los dos —pensó—. Primero le matarán a él, y luego a mí. Es lo que hacen. Es lo que hacen siempre. —Y entonces—: Ella dijo que vendría, si la llamaba.»
Sombra susurró:
—¿Jennie?
No hubo respuesta. Todo sucedía muy despacio. Vio venir otro golpe, esta vez, directo hacia su mano. Sombra lo esquivó como pudo, y vio cómo el grueso palo se estrellaba contra el suelo.
—Jennie —repitió, visualizando mentalmente sus cabellos de lino, su delgado rostro, su sonrisa—. Te estoy llamando. Ven ya. Por favor.
Una ráfaga de aire frío.
La mujer morena tenía la garrota alzada hasta arriba, y la descargó con todas sus fuerzas apuntando a la cara de Sombra.
El golpe nunca llegó. Una manita atrapó al vuelo la pesada garrota como si fuera un junco.
Los cabellos de lino se arremolinaban delante de su cara, agitados por el frío viento. No habría sabido decir qué ropa llevaba puesta.
Ella lo miró. Sombra pensó que parecía decepcionada.
Uno de los hombres intentó golpear a Jennie en la nuca. No lo consiguió. Ella se dio la vuelta...
Se oyó algo como un desgarro...
Y, a continuación, las hogueras explotaron. O eso pareció. El patio entero se llenó de llameantes astillas, incluso la casa. Y la gente comenzó a gritar en medio del gélido viento.
Sombra se levantó, tambaleándose.
El monstruo yacía en el suelo, ensangrentado y retorcido. Sombra no sabía si estaba vivo o muerto. Lo levantó, se lo echó al hombro y, con paso vacilante, salió del patio con el monstruo a cuestas.
Arrastrando los pies, salió hasta la entrada de gravilla y, tras ellos, las gigantescas puertas de madera se cerraron de golpe. Nadie más saldría de allí. Sombra descendió por la pendiente, avanzando los pies de uno en uno, y se dirigió hacia el lago.
Al llegar a la orilla, se detuvo y cayó de rodillas. Depositó al hombre sin pelo sobre la hierba, con cuidado.
Oyó un estrépito y se volvió a mirar hacia la colina.
La casa estaba en llamas.
—¿Cómo está? —preguntó una voz femenina.
Sombra se volvió a mirar. La mujer se había metido en el agua hasta las rodillas, la madre de la criatura, y avanzaba hacia la orilla.
—No lo sé —respondió Sombra—. Está herido.
—Ambos estáis heridos —replicó ella—. Estáis llenos de golpes y de sangre.
—Sí —dijo Sombra.
—Al menos —dijo ella—, no está muerto. No está mal, para variar.
Había llegado ya a la orilla. Se sentó y apoyó la cabeza de su hijo en su regazo. Sacó un paquete de Kleenex del bolso, escupió sobre un pañuelo de papel y se puso a frotar enérgicamente la cara del hombre para limpiar la sangre.
La casa de la colina rugía. Sombra nunca había imaginado que una casa en llamas haría tanto ruido.
La anciana alzó la vista al cielo. Emitió un sonido gutural, un cloqueo, y luego sacudió la cabeza de un lado a otro.
—¿Sabes? —dijo—. Les has dejado volver. Han estado sojuzgados mucho tiempo, y tú les has dejado volver.
—¿Y eso es bueno? —preguntó Sombra.
—No lo sé, cielo —dijo la anciana, y sacudió de nuevo la cabeza. Acunó a su hijo como si aún fuera su bebé, y le limpió las heridas con su saliva.
Sombra estaba desnudo a la orilla del lago, pero el calor que desprendía la casa le mantenía caliente. Contempló las llamas reflejadas en las cristalinas aguas del lago. Una luna amarilla se elevaba ahora en el cielo.
Empezaba a dolerle el cuerpo. Sabía que mañana le dolería mucho más.
Oyó pasos a su espalda. Levantó la vista.
—Hola, Smithie —dijo Sombra.
Smith los miró a los tres.
—Sombra —dijo, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. Sombra, Sombra, Sombra, Sombra, Sombra. No es así como tenían que salir las cosas.
—Lo siento —replicó Sombra.
—Has metido al señor Alice en un buen aprieto —dijo Smith—. Esa gente eran sus huéspedes.
—Eran animales —sentenció Sombra.
—Puede que sí —dijo Smith—, pero unos animales muy ricos y muy influyentes. Habrá viudas y huérfanos y Dios sabe qué más, y el señor Alice tendrá que ocuparse de todos ellos. No le va a gustar nada. —Pronunció esa última frase como si fuera un juez dictando una sentencia de muerte.
—¿Le está amenazando? —preguntó la anciana.
—Yo no amenazo —dijo Smith, en un tono carente de cualquier emoción.
La anciana sonrió.
—Ah —dijo ella—. Pues yo sí. Y si usted o ese gordo hijo de perra mueven un solo dedo para hacer daño a este joven, lo pagarán muy caro. —La anciana sonrió, mostrando unos dientes afilados, y Sombra sintió que se le erizaban los pelos de la nuca—. Hay cosas mucho peores que la muerte, y yo las conozco casi todas. No soy una jovencita, y no hablo por hablar. De modo que yo, en su lugar, cuidaría muy bien de este chico.
La mujer levantó a su hijo con un solo brazo, como si fuera un muñeco de trapo, y agarró su bolso con la otra mano.
Luego se despidió de Sombra con un gesto de la cabeza, y se alejó por el agua. Al cabo de unos segundos, ella y su hijo habían desaparecido en las profundidades del lago.
—Joder —murmuró Smith.
Sombra no dijo nada.
Smith rebuscó en su bolsillo. Sacó la petaca y se lió un cigarrillo. Luego, lo encendió.
—Muy bien —dijo.
—¿Muy bien? —preguntó Sombra.
—Será mejor que te limpiemos un poco y te busquemos algo de ropa. Si no, te morirás de una pulmonía. Ya la has oído.
ϒ
IX
Aquella noche, al volver al hotel, le tenían preparada la mejor habitación. Y, menos de una hora después, Gordon, el del mostrador de recepción, le trajo una mochila nueva, una caja de ropa completamente nueva y unas botas nuevas. No hizo preguntas.
Había un sobre grande sobre el montón de ropa.
Sombra rasgó el sobre. En su interior estaban su pasaporte, un tanto chamuscado, su billetera y dinero: varios fajos de billetes de cincuenta libras sujetos con una goma.
«Dios Santo, qué manera de hacer caja», pensó sin entusiasmo, y trató de recordar, sin éxito, dónde había oído antes aquella canción.
Se dio un largo baño para mitigar el dolor.
Y luego se durmió.
A la mañana siguiente se vistió, y enfiló la calle que subía hasta la colina y llegaba hasta las afueras del pueblo. Estaba seguro de que antes hubo una casa allí, con un arbusto de lavanda en el jardín, y una encimera de pino en la cocina, y un sofá de color púrpura, pero por más que miraba, allí no había ninguna casa, ni el más mínimo rastro de que hubiera habido allí otra cosa más que hierba y un espino.
Pronunció su nombre en voz alta, pero no obtuvo respuesta, sólo el viento que soplaba del mar, trayendo consigo las primeras promesas del invierno.
Sin embargo, cuando volvió a su habitación, ella le estaba esperando. Estaba sentada en la cama, con su sempiterno abrigo marrón, examinándose las uñas. No levantó la vista cuando él abrió la puerta y entró en la habitación.
—Hola, Jennie —saludó.
—Hola —dijo ella. Hablaba en voz muy baja.
—Gracias —le dijo Sombra—. Me has salvado la vida.
—Me llamaste —dijo ella, con voz neutra—, y fui.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
Ella le miró.
—Podía haber sido tuya —le dijo, con lágrimas en los ojos—. Pensé que podrías amarme. Quizás. Algún día.
—Bueno —replicó él—, todavía estamos a tiempo de averiguarlo. Podríamos dar un paseo juntos mañana. No muy largo, me temo, estoy un poco hecho una mierda, físicamente hablando.
Ella negó con la cabeza.
Lo más extraño, pensó Sombra, es que ella ya no parecía humana: ahora parecía exactamente lo que era, un ser salvaje, una criatura de los bosques. Su rabo se movía sobre la cama, bajo su abrigo. Era muy hermosa y Sombra se dio cuenta de pronto de que la deseaba con toda su alma.
—Lo más duro de ser una huldra —dijo Jennie—, incluso estando tan lejos de mi hogar, es que, si no quieres estar sola, tienes que querer a un hombre.
—Pues quiéreme a mí. Quédate conmigo —le dijo Sombra—. Por favor.
—Tú —respondió ella, con tristeza y de manera rotunda— no eres un hombre.
Se puso en pie.
—De todos modos —dijo ella—, todo está cambiando. Quizás ahora pueda regresar a casa. Después de mil años, ni siquiera sé si sabré hablar noruego.
Cogió las manos de Sombra entre sus pequeñas manos —manos que podían doblar una barra de hierro, que podían convertir en arena las piedras—, y las apretó muy suavemente. Y desapareció.
Sombra se quedó en el hotel un día más, y luego cogió el autobús que iba a Thurso, y después el tren hasta Inverness.