Impaciente, lo agarré más fuerte por el cuello y me volví a subir a la cómoda haciendo fuerza contra él. Sus manos recorrieron mis curvas hasta llegar a la cintura y luego más arriba. Dejé salir un gemido de placer cuando él bajó la cabeza. Me acarició un pecho con una mano mientras pasaba los labios sobre el otro, tirando de él y jugando. Me estaba mostrando con sus dientes lo que podría hacer si se lo permitiese, casi prometiéndomelo.
Si no hubiera tenido las fundas puestas me habría mordido. La adrenalina me invadió hasta lo más profundo y yo bajé las manos para tocar su piel tersa y suave. Se restregó con fuerza contra mí y yo le correspondí. Dio un tirón repentino y se inclinó para pasarme los labios por la base del cuello. Aquella necesidad contenida lo convertía en un salvaje.
Los sentimientos surgieron a chorro desde mi cicatriz. Me habría desplomado si él no me hubiera estado sujetando. Él aflojó el ritmo y, con el corazón desbocado, recuperé el aliento. Al acariciarlo sentí la suavidad y la calidez de su piel, que contrastaban en gran medida con la piel callosa de sus manos. Su respiración se agitó y sus dientes juguetearon con la piel alrededor de la cicatriz. Aquello me volvió loca de deseo, quería que me tomase por completo. Cerré los ojos y los apreté al sentir la llegada del éxtasis. Di un grito ahogado, sobresaltada, cuando dejó de provocarme y me mordió sin rasgarme la piel, pero con mucha fuerza. Lo único que lo detenía eran sus dientes enfundados.
Me puse tensa y gemí. Aquello lo encendió.
Me agarró con más fuerza los hombros y, con una rapidez vampírica, me acercó más a él. Yo volví a soltar otro grito ahogado. Entonces volví a agarrarlo por el cuello, cambié de postura para ponérselo más fácil y me sujeté a él sin apoyarme en la cómoda. Él penetró en mí con una exquisita lentitud que remplazó la razón con una necesidad desesperada. Tomé aire entrecortadamente. Con los labios separados, inhalé su aroma hasta mi interior mientras él llenaba tanto mi mente como mi cuerpo.
Nos movimos juntos mientras él me sujetaba. Yo lo tenía agarrado por el cuello para mantenerme aferrada a él y me di cuenta de que, aparte de lo que era evidente, solo podía tocarle con los labios. Me di cuenta de la restricción que me había puesto a mí misma y, con una desesperación frustrada, busqué su cuello y recorrí las viejas cicatrices, sintiendo un deseo cada vez más embriagador con cada movimiento.
Kisten respiraba agitadamente y me sostenía contra él con una ferviente necesidad, avanzando hacia el clímax. Me estaba besando y apretando con la boca. Entonces me vino a la cabeza la imagen de Ivy clavándome los dientes. El miedo a lo desconocido descendió hasta mi ingle y Kisten gimió al sentirlo.
Quería que Ivy me mordiese, quería sentir aquella dicha absoluta consciente de que aquel acto era una afirmación de que por ella valía la pena sacrificarse, y todo ello cubierto con la embriagadora emoción del riesgo que yo tanto ansiaba. Aun así, confiaba en que no me obligaría a atarme a ella. Pero Kisten… En lo más profundo de mi corazón seguía siendo un desconocido, el aliciente del subidón de adrenalina que me llevaba a arriesgarlo todo. La protección de Ivy era como un apoyo que me permitía ser vulnerable sin arriesgarme a que me atase a él. No me podía morder. Pero quizá… yo sí lo podía morder a él.
Al pensar en aquello la adrenalina me recorrió las venas y me aferré a él mientras obligaba a sus labios a unirse a los míos.
Oh, Dios, quiero morderlo
, me di cuenta. No quería hacerle sangrar ni probar su sangre. Pero podría llenarle con aquella ola de éxtasis embriagadora que estaba justo debajo de su piel. El sentimiento de dominio sobre él era casi tan fuerte como el miedo. Y no estaba acostumbrada a decirme que no a mí misma.
—Kisten… —dije respirando con fuerza mientras me separaba—. ¿Prometes no morderme si yo te muerdo?
A él le temblaron las manos.
—Lo prometo —susurró—. Tú me lo has pedido y yo te he dicho que sí. Oh, Dios, Rachel. Puede que sientas algún vestigio de mi hambre. Pero no es tuya. No temas.
Ambos notamos de repente una oleada y yo sentí la fuerza y la satisfacción del poder. Se me pasó fugazmente por la cabeza el miedo a lo que ocurriría mañana. Lo agarré por el cuello y me moví contra él y sentí como me invadía la dominación y deseo.
Tenía el corazón acelerado. El olor a cuero y a vino me trajo recuerdos y me apreté contra él. Sus labios se separaron y, al sentir que su ímpetu resonaba en mi interior y despertaba todas y cada una de mis células, ignoré la parte de mí que se negaba a probar la sangre de otro y uní sus labios a los míos.
Kisten exhaló con una euforia afligida. Disminuí la presión del beso recorriendo con indecisión sus dientes con mi lengua mientras nos movíamos juntos, doblemente unidos. Me latía con fuerza el corazón y ya no me importaba lo que pudiese pasar. Si movía las manos para tocarlo me caería y, además, quería quedarme donde estaba, sujetándolo con mis piernas, sintiéndolo en mi interior. Nuestras bocas se movieron al compás, embriagadas por el deseo y, en un descuido, le mordí los labios. No duró mucho.
La sangre fluyó. Mi cuerpo sufrió una sacudida con un espasmo. Oh, Dios. Aquello era increíble. Lo era todo.
Rebosante y viva, probé la sangre de vampiro. Al saborearla me aferré a Kisten, incapaz de respirar, incapaz de separarme debido al éxtasis que me envolvía. De repente me sobrevino el hambre y entonces comprendí lo que Ivy y Kisten luchaban por contener cada día y lo bien que sentaba saciarla. Era el reflejo del hambre de Kisten lo que sentía, sin miedo.
Esto no está mal
, pensaba mientras Kisten me agarraba con fuerza. El hambre demandaba más y aumenté la intensidad de nuestro beso. Solo existía esto. Esto era todo. Era la chispa de la vida, agrupada y seleccionada, destilada en un sentimiento. Y con el hambre de Kisten resonando en mi interior, le extraje sangre haciéndola mía. La sangre de vampiro no me haría más fuerte, más rápida ni me haría vivir para siempre. Pero era como una descarga. Un subidón único. Sentí como su aura se mezclaba con la mía, compartiendo el mismo espacio mientras le chupaba la sangre.
Su sangre me transmitió un torbellino de necesidad y dolor. Él gimió y, mientras volvía a succionar su sangre, lo agarré más fuerte y no lo solté. Podía sentir que estábamos llegando al clímax. Estaba allí, casi lo tocaba con la punta de mis dedos.
Él sacudió los brazos. Yo respiré con dificultad, intentando tomar aire. Él emitió un sonido salvaje y me apretó más contra él. Su sangre era pensamiento líquido que corría a toda velocidad para encenderme. Podía sentir a Kisten dentro de mí y me apreté más contra él, desesperada.
Y entonces llegó.
Eché la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. No pude hacer nada mientras un baño de sensaciones me invadía, nos invadía. Todas mis células zumbaron al liberarse, dejando tras de sí un clímax tan intenso que lo único en que pensábamos era en que no terminase.
Kisten se sacudió y se tambaleó. Desapercibidos de todo, nos quedamos suspendidos en el delirio que nos invadía.
—Dios mío —gimió él, satisfecho y desesperado al mismo tiempo, intentando alargar aquella sensación. Y al decir aquellas palabras, desapareció. Se fue.
Yo intenté coger aire y me desplomé. Mis músculos no me sostenían y empecé a caer.
—Dios mío —repitió, esta vez preocupado mientras me agarraba y me llevaba a la cama. Yo sentí como mi cuerpo se relajaba y él se acercó a mí.
—Rachel… —dijo mientras me sostenía la cabeza entre sus manos.
—Estoy bien —dije jadeando, temblando mientras buscaba a tientas la cama y estiraba un brazo para mantenerme erguida. Me estremecí de frío mientras mi cuerpo intentaba recuperarse, y Kisten me acercó a él. Sangre de vampiro y sexo.
Joder, pues no bromeaban. Era tan bueno como para matar a alguien para conseguirlo.
Él se acercó a la cabecera y nos colocamos en una postura casi erguida, con sus cálidos brazos a mi alrededor.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí. —No me podía mantener de pie, pero estaba bien. Estaba mejor que bien. ¿
Y le había tenido miedo a esto
?
Yo le puse la mano en el pecho, al descubierto por la camisa abierta. Con el pulso más calmado, le acaricié la piel, sintiendo su suavidad. Busqué mis pantalones y los vi tirados delante de la cómoda. Kisten todavía llevaba puestos los suyos. Más o menos. Me invadió una gran felicidad y sonreí, cansada y exhausta. Podía oír como los latidos de su corazón se volvían más lentos.
—¿Kisten?
—¿Mmm?
El sonido retumbó en su pecho y luego en mi interior. Rebosaba paz, y me acurruqué más cerca de él. Kisten buscó a tientas la colcha y nos cubrió con ella.
—Ha sido increíble —dije, y me dio un escalofrío al sentir el contacto de la seda de la colcha—. ¿Cómo… cómo consigues trabajar y hacer una vida normal sabiendo que esto está ahí?
Kisten me abrazó más fuerte. Levantó una mano y detuvo el movimiento de la mía sobre su piel.
—No lo piensas —dijo en voz baja—. Y tú eres un sabroso tentempié. Inocente y complaciente.
—Déjalo ya… —protesté—. Haces que parezca una… una… —No sabía cómo calificarme a mí misma y zorra sonaba demasiado mal.
—¿Zorra de sangre?
—¡Cállate! —exclamé y él gruñó cuando le di un codazo al moverme.
—Estate quieta —dijo abrazándome y sujetándome donde estaba, contra él—. No lo eres.
Lo perdoné y me dejé arrastrar de nuevo a su cálido abrazo. Me pasó la mano por el pelo, acariciándome, y observé las luces de la ciudad reflejadas en el techo bajo mientras me invadía una profunda languidez. Pasé la lengua por la parte interior de las fundas y sentí su sabor hasta la garganta, pero no podía concentrarme lo suficiente para decidir si me gustaba sentirlo allí o no. Mi pulso disminuía llevándose con él mis pensamientos. Sabía que debería estar preocupada por Ivy, pero lo único que pude decir fue un somnoliento:
—Ivy…
—Shhh —susurró él sin dejar de mover la mano para calmarme—. No pasa nada. Me aseguraré de que lo entienda.
—No te voy a abandonar, Kisten —dije, pero sonó como si estuviese intentando convencerme a mí misma.
—Ya lo sé.
Y en el silencio que acompañó a esa frase oí los ecos de las mujeres que habían pasado antes que yo por sus brazos y que le habían dicho lo mismo.
—No ha sido un error —susurré cerrando los ojos. Sabía que estaba glucémica. Probablemente sus feromonas me habían afectado especialmente por haber bebido su sangre—. No he cometido un error.
Él seguía acariciándome la cabeza a la misma velocidad, ni más lenta ni más rápidamente.
—No es un error —asintió.
Más tranquila, me apoyé en él e inhalé su aroma en busca de consuelo. No iba a abandonar ese sentimiento, pasase lo que pasase.
—¿Y ahora qué hacemos? —murmuré mientras empezaba a quedarme dormida.
—Lo que nos salga de las narices —respondió él—. Venga, duérmete.
Me destensé por completo y me pregunté si debería quitarme las fundas.
—¿Lo que queramos? —susurré, sorprendida por lo naturales que parecían. Me había olvidado de que las llevaba puestas.
—Sí, lo que queramos —dijo él—. Descansa. Hace días que no duermes como Dios manda.
A salvo en los brazos de Kisten, cerré los ojos sintiéndome segura, más segura que nunca desde la muerte de mi padre. En ese momento noté el suave movimiento del barco meciéndome hacia la inconsciencia. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban saciados. Kisten me pasó el brazo por encima. Era como el edredón más cálido en la mañana más fría. Exhalé y encontré una paz que no sabía que añoraba.
En una extraña mezcla entre el sueño y la consciencia, oí a Kisten suspirar mientras me acariciaba el pelo de alrededor de la frente.
—No nos dejes, Rachel —susurró. Estaba claro que no sabía que seguía despierta—. Ni Ivy ni yo podríamos superarlo.
De pie, a la puerta de la iglesia bajo el sol de primera hora de la tarde, cambié de mano la bolsa de papel brillante con bollos de tres dólares y me metí el vaso de delicioso café debajo del brazo. Con la mano que tenía libre, agarré la manilla y empujé la pesada puerta. Me resbaló el asa del bolso hasta el hombro y perdí un poco el equilibrio, pero solté el aliento que había contenido cuando se abrió. Afortunadamente, no habían echado el pestillo. Ivy me oiría seguro si hubiese entrado por detrás.
Escuché y abrí más la puerta. Tenía el estómago revuelto. Me gustaría decir que era por la falta de sueño, pero sabía que era porque sabía cómo se iba a desarrollar la próxima hora. Kisten ni me había rasgado la piel, pero Ivy iba a estar cabreada, especialmente después de haber sido tan clara ayer. De un modo u otro mi vida iba a cambiar… en los siguientes sesenta minutos.
Tampoco iba a permitir que Kisten presenciase la pelea. Ivy era mi compañera de piso, había sido decisión mía. Y una vez sofocado mi leve ataque de pánico en el cuarto de baño de Kisten esta mañana, lo había convencido para que me dejase contárselo a mí. Ella quería una relación conmigo y, si yo actuaba con toda naturalidad y sin arrepentirme, ella ocultaría sus sentimientos hasta que pudiese afrontarlos. Si él se le acercaba con una actitud sumisa y culpable, ella se volvería loca y quién sabe lo que podría hacer. Además, Ivy me había mostrado lo que podía ofrecer y luego se había marchado. ¿Qué esperaba que hiciese yo? ¿Qué no me acostase con Kisten mientras me lo pensaba? Kisten era mi novio.
Pero ella era mi amiga y sus sentimientos me importaban.
Me colgué del meñique la bolsa de chocolate Godiva y el tarro en miniatura de miel de flores de cerezo silvestre por los que me habían clavado diez pavos mientras cerraba la puerta y, en la oscuridad del vestíbulo, me quité los zapatos. Sí, estaba recurriendo al soborno. ¿Y qué?
Aquel silencio profundo me hizo detenerme. Era sobrecogedor. Caminé en calcetines por el santuario. Ivy había movido su equipo de música, aunque los muebles seguían amontonados en la esquina. Me preguntaba si estaría esperándome para terminar juntas la sala de estar. La iglesia parecía diferente; la blasfemia hacía que me doliera el aura.
Con la cabeza baja, pasé rápido junto a la puerta de su habitación porque no quería que el olor del café la despertase hasta que yo estuviese lista. No es que fuese tan tonta como para creerme que el café, unos pasteles, chocolate y miel bastasen para aliviar los sentimientos heridos de Ivy y la preocupación de Jenks, pero quizá me sirviesen para ganar algo de tiempo para explicarme antes de que todo se fuese a la mierda. Kisten quería que le dijese que yo le había mordido para poder comprender mejor su hambre, pero no era verdad. Le había mordido porque sabía que le iba a gustar. Que a mí también me hubiese gustado fue una sorpresa inesperada… por la que ahora me avergonzaba.