La esperanza encendió sus ojos azules, pero luego se apagaron de nuevo.
—No lo hará —dijo con un tono apagado.
—Claro que sí —dije para animarlo, sentándome a su lado.
—No, no lo hará. —Kisten parecía peor ahora después de haber vislumbrado la esperanza por un momento—. No puede. Ya está hecho. Tendrías que llegar a un acuerdo con quienquiera que sea mi dueño y no sé quién es. No lo sabré hasta que aparezca. Forma parte del juego psicológico.
Él movía los ojos con nerviosismo y yo me eché hacia atrás. Aquello no estaba hecho. Yo sabía cómo funcionaban los vampiros. Hasta que cerrasen el ataúd había opciones.
—Entonces averiguaré a quién te ha regalado —dije yo.
Kisten me agarró las manos y frunció el ceño por las oportunidades perdidas.
—Rachel… ya es demasiado tarde.
—¡No me puedo creer que estés tirando la toalla! —dije enfadada mientras me apartaba de él.
Él me cogió la mano y me la besó.
—No estoy tirando la toalla. Lo estoy aceptando. Aunque pudieses averiguar quién era o aunque estuvieses aquí cuando viniesen a por mí, cosa que no ocurrirá, eso te dejaría sin nada con que comprar la protección de Piscary. —Levantó la mano para tocarme la mandíbula—. Y no pienso hacerte eso.
—¡Maldita sea, no es demasiado tarde! —exclamé. Me puse de pie y fui a revolver el guiso antes de que se quemase. No podía volver a mirarlo. De los nervios, volqué la sartén y me enfadé—. Lo único que tienes que hacer es esconderte hasta que yo arregle esto. ¿Puedes hacer eso por mí, Kisten? —Me giré, airada—. ¿Esconderte y no hacer nada más durante un par de días?
Él suspiró profundamente y no estaba segura de si creerle cuando asintió. Segura de que podría comprar la seguridad de ambos con un artefacto de cinco mil años de antigüedad, seguí revolviendo el guiso. En la provisión de emergencias de Nick había dos paquetes de chocolate caliente y yo apreté la mandíbula. No iba a hacer chocolate caliente.
—¿Ivy está bien? —pregunté al acordarme.
Él arrastró los pies por el suelo.
—Por supuesto que sí —dijo sin remilgos—. Ella lo ama.
No tenía claro si estaba enfadado. Dejé a un lado la cuchara, apagué el fogón y, al girarme, vi que tenía la frente apoyada en una mano. Primero me preocupé y luego sentí pena.
—Piscary estaba cabreado por lo del fluido de embalsamar, ¿no? —dije, intentando no meter el dedo en la llaga.
—No tengo ni idea —dijo con un solo tono—. No salió el tema. Estaba enfadado por lo que yo le había hecho al restaurante. —Cuando me miró, sus ojos azules mostraban el dolor del recuerdo—. Estaba… como un animal —dijo con la voz empapada en miedo y traición—. Rompió mis sillas y mis mesas, destrozó las ventanas, quemó los menús nuevos y castigó a mis camareros. Casi mata a Steve. —Cerró los ojos y se le marcaron más las leves arrugas del rostro, como si un mundo de dolor se le hubiese caído encima por un instante—. No pude detenerlo. Pensé que también me iba a matar a mí. Me gustaría que lo hubiese hecho, pero me tiró a la basura con todo lo que le sobraba.
Como si fuese un viejo menú o una servilleta usada
.
—¿Por qué, Kisten? —susurré. Tenía que escucharlo. Lo que Kisten había hecho con el bar no había provocado lo que Piscary hizo. Permanecí asustada donde estaba mientras me agarraba los codos. Necesitaba escucharlo. Necesitaba oír a Kisten decirme la verdad para poder confiar en él.
—¿Por qué te echó? —volví a preguntarle.
Con la mano que tenía libre se estaba frotando una costilla dolorida y entonces me miró y dudó, como si estuviese esperando a que yo lo adivinase antes de decírmelo.
—Me pidió que te matase —dijo, y me entró miedo—. Dijo que era la única forma de demostrarle mi amor. Pero a Ivy no le pidió que se lo demostrase —dijo, con la voz rota y pidiendo mi perdón—. Le dije que no. Le dije que cualquier cosa menos eso… y él se rio.
El calor del quemador que tenía junto a la espalda no fue suficiente para evitar que sintiese un escalofrío. La expresión de Kisten transmitía miedo, pero era el terror de haberse dado cuenta de todo, no enfado.
—Lo siento, Rachel. No podía hacerlo —se apresuró a decir—. Voy a morir. Le ha dado mi última sangre a alguien como regalo. Van a matarme… y nadie los va a hacer responsables de ello. Van a salirse con la suya. Podría arreglarlo —dijo, y su respiración rápida sustituyó al miedo—. Pero me expulsó de la camarilla y nadie se va a enfrentar a Piscary para convertirme en no muerto. Es una sentencia de muerte doble. Una muerte rápida a manos de un extraño que me dejará seco por placer y la otra lenta, una muerte por demencia.
Me miró a los ojos y yo me quedé helada al ver el pánico controlado en sus pupilas, cada vez más dilatadas.
—No es una buena forma de morir, Rachel —susurró. Aquello me hizo estremecer—. No quiero volverme loco.
Mi cuerpo se tensó. Sangre. Estaba hablando de sangre. No tenía miedo a morir, sino que temía no tener a nadie que lo mantuviese no muerto después.
Y me estaba pidiendo ayuda.
Me cago en la Revelación y en toda su familia. No puedo hacer esto
.
Con un temor profundo en los ojos, el borde azul iba estrechándose cuando se sentó a la mesa en un apartamento vacío y vio su vida hacerse pedazos y nadie dispuesto a enfrentarse a la cólera de Piscary para ayudarlo. Yo me moví hacia delante y me senté delante de él, le agarré las manos y las puse sobre mi regazo.
—Mírame, Kisten —le pedí asustada.
No puedo convertirme en su fuente de sangre. Tengo que mantenerlo con vida
—. ¡Mírame! —repetí, y nuestras miradas se cruzaron con agitación—. Estoy aquí —dije lentamente, intentando traerlo de vuelta a la realidad—. No te van a encontrar. Llegaré a algún acuerdo con Piscary. Esa cosa tiene cinco mil años de antigüedad. Tiene que valer por los dos.
El agua del baño le caía por los hombros y su expresión estaba llena de miedo mientras me miraba como si estuviese en medio de él mismo y la locura. Quizá en ese momento lo estuviese.
—Estoy bien —dijo con voz ronca, y apartó la mano de la mía. Era evidente que estaba intentando no mostrar sus sentimientos—. ¿Dónde está Jenks? —preguntó, cambiando de tema.
De repente me sentí incómoda.
—En casa —dije sin más—. Fue a ver a los niños. —Pero el corazón me latía con fuerza y el pelo de la nuca se me erizó—. Mmm… quizá debería irme a casa y comprobar que está bien —dije sin darle importancia. Sin saber por qué, todos mis instintos me decían que me marchase y que me marchase ya. Por lo menos durante un rato. Tenía que pensar. Algo me decía que tenía que pensar.
Kisten levantó la cabeza con una mirada de pánico.
—¿Te marchas?
Yo me estremecí, pero al instante se me pasó.
—Faltan dos horas para la puesta de sol —dije poniéndome de pie. De repente, no me gustó que él estuviese entre yo y la puerta. Lo amaba, pero él estaba al límite y no quería tener que decir que no si me pedía que fuese su sucesora—. Nadie sabe que estás aquí. No tardaré. —Me aparté de él y recogí su ropa—. Además, no creo que quieras volver a ponerte esto hasta que esté limpio. Te lavaré la ropa y volveré antes del anochecer. Lo prometo. También aprovecharé para hacer algunos hechizos.
Tenía que salir de allí. Tenía que darle tiempo para que se diese cuenta de que lo conseguiría. De lo contrario asumiría que no y me pediría algo a lo que yo no quería responder.
Kisten relajó los hombros y expiró.
—Gracias, cariño —dijo, haciéndome sentir culpable—. No me apetecía nada volver a ponérmela. No en ese estado.
Yo me incliné y le di un beso desde atrás. Mis labios tocaron su mejilla mientras él levantaba una mano para acariciarme la mandíbula.
—¿Quieres mientras tanto la camisa de Jenks? —pregunté, apartándome de él cuando dijo que no con la cabeza—. ¿Quieres que pare y recoja algo mientras estoy fuera?
—No —repitió él con aire de preocupación.
—Kisten, todo va a salir bien —dije casi rogándole. Deseaba que pudiese ponerse de pie para poder darle un beso de despedida de verdad.
Al oír mi tristeza, él sonrió y se puso de pie. Fuimos juntos hacia la puerta. La ropa que atestaba mis brazos olía a él. Él, al estar húmedo a causa del baño, no olía casi nada. Vacilé al llegar a la puerta y me colgué al hombro el bolso con la pistola de bolas dentro.
Él me rodeó con sus brazos y yo exhalé apoyando todo mi cuerpo contra él, relajándome y oliéndolo. Bajo el olor del jabón estaba el leve aroma del incienso y cerré los ojos mientras lo abrazaba con fuerza.
Estuvimos allí de pie durante un buen rato y no quería soltarlo cuando se apartó hacia atrás. Me miró a los ojos y arrugó la frente al ver mi miedo por él.
—Todo va a salir bien —dijo, al verme dudar.
—Kisten…
Y entonces me apretó más fuerte e inclinó la cabeza para besarme. Sentí como querían salir las lágrimas al besarnos. Se me aceleró el pulso, no de excitación, sino de congoja. Kisten me abrazó con más fuerza y se me hizo un nudo en la garganta. Iba a estar bien. Tenía que estarlo.
Pero en su beso sentí el miedo que transmitían sus músculos tensos contra mí y también su abrazo, un poco más fuerte. Dijo que estaría bien, pero no se lo creía. Aunque decía que no tenía miedo a morir, sabía que le aterrorizaba sentirse indefenso. Y lo estaba. Un extraño sin rostro iba a intentar poner fin a su vida y no habría pena, cuidado ni amabilidad. Cualquier sentimiento de pertenencia o de familia, aun deformado, estaría totalmente ausente. Kisten sería menos que un perro para quien viniese. Se convertiría de lo que podría ser un rito de paso a un horrible acto de asesinato en beneficio propio. Kisten no debería morir así. Pero así era como vivía.
No pude soportarlo más. Me aparté de él. Nuestros labios se separaron y lo miré a los ojos, que estaban llenos de lágrimas no derramadas. Iba a hacerle creer. Iba a demostrarle que no tenía razón.
—Tengo que marcharme —susurré, y me soltó, pero sin ganas.
—Vuelve pronto —me rogó, y yo bajé la cabeza, incapaz de mirarlo—. Te quiero —dijo mientras yo abría la puerta—. Nunca lo olvides.
Parpadeé para contener las lágrimas.
—No puedo. No lo haré. Yo también te quiero —dije, y luego me marché por la puerta y salí al vestíbulo antes de cambiar de opinión.
Apenas recuerdo bajar por las escaleras frías y oscuras por la pintura vieja y la moqueta desteñida. Miré hacia arriba antes de entrar en el coche y vi la silueta sombría de Kisten tras las cortinas transparentes. Me recorrió un escalofrío que, al no contenerlo, hizo temblar las llaves que tenía en la mano. No sabía que la profundidad del control que los no muertos tenían sobre sus subordinados era tan fuerte que se someterían de buen grado a un asesinato planeado, y volví a darle gracias a Dios por no haber permitido que ningún vampiro, ni siquiera Ivy, me ligase a él. Aunque era aparentemente independiente y seguro de sí mismo, el bienestar mental de Kisten dependía del capricho de alguien a quien no le importaba una mierda. Y ahora no tenía nada. Excepto a mí intentando evitar que un vampiro sin rostro lo matase por deporte.
Nunca
, pensé. Amaba a Kisten, pero nunca permitiría que un vampiro me ligase a él. Antes preferiría morir.
El olor tranquilizante de vampiro y pixie se coló en los niveles superiores de mi mente, recorriendo el estado somnoliento y nebuloso del que estaba saliendo poco. Estaba calentita y cómoda y, mientras mi mente pasaba del sueño a la consciencia, me di cuenta de que estaba hecha un ovillo en el sillón de Ivy, en el santuario, tapada con la camisa negra de seda de Jenks. No me molesté en analizar los motivos de haberme quedado dormida en el sillón de Ivy. Quizá simplemente necesitaba algo de consuelo, consciente de que se iba directa al infierno y que yo no podía hacer nada para evitarlo.
Espera un momento
. ¿
Estoy durmiendo en el sillón de Ivy
?
Eso significaría que estaba
…
—¡Jenks! —grité, al darme cuenta de lo que había ocurrido y poniéndome de pie de un salto. Había venido a lavar la ropa de Kisten y al parecer me había quedado dormida, agotando así las ocho horas de inconsciencia con las que me habían hechizado—. ¡Maldita sea, Jenks! ¿Por qué no me has despertado?
Que Dios me ayude… Kisten. Lo había dejado solo y luego me había quedado dormida.
Me puse de pie de un salto para llamar a Kisten al móvil y de repente me detuve cuando mi cuerpo protestó al hacer aquel movimiento tan repentino, dolorido por haber dormido en una butaca. Hacía frío. Miré el reloj de la repisa de la chimenea que estaba sobre la tele al pasar y me cubrí los brazos con la camisa de Jenks, que estaba también fría. Estiré los hombros y sentí dolor; me dolía todo el cuerpo hasta los riñones. Estaba abrochando el primer botón cuando entré en la cocina. Allí dentro olía a lilas y a cera de velas y el reloj que había sobre el fregadero decía lo mismo.
¿
Las cinco y media
? ¿Cómo me podía haber quedado dormida sin más? Ayer no había dormido demasiado, pero ¿acaso era tanto como para quedarme frita una noche entera? No había hecho ningún hechizo ni nada. Maldita sea, tendría que matar a alguien si Kisten no estaba bien.
—¡Jenks! —volví a gritar. Entonces encontré el teléfono y marqué el número. No hubo respuesta y colgué antes de que me saltase el contestador. Sentí un miedo profundo e intenté tranquilizarme antes de hacer alguna estupidez.
Cogí aire, me giré para coger las llaves del coche y luego dudé, confusa.
¿
Dónde había dejado el bolso
?
—¡Jenks! ¿Dónde demonios estás? —chillé mientras me frotaba el antebrazo dolorido. También me dolía la muñeca y la moví mientras salía disparada hacia la sala de estar para ver si tenía el bolso allí mientras catalogaba innumerables dolores y molestias que iban desde el cuello tenso a un pie dolorido. ¿
Por qué estoy cojeando
?
No soy tan mayor
.
De pronto me sentí intranquila ante tanto silencio y, con una mano sujetando todavía el antebrazo, miré la sala vacía totalmente confusa.
—Rachel —dijo la voz amortiguada y preocupada de Jenks un instante antes de entrar por la chimenea, dejando una estela plateada a su paso—. Has despertado.
Miré el espacio vacío, molesta, no porque hubiese entrado allí en busca de mi bolso y me hubiese olvidado de que la habitación estaba vacía, sino porque él parecía asustado. Debía estarlo.