—Hijo de una puta hada —dije furiosa—. Te voy a pisotear. Voy a arrancarte las alas y a comérmelas como patatas fritas.
—No veo el momento —dijo el pixie, revoloteando al nivel de mis ojos y mirándome—. ¿Cómo te sientes ahora?
—Voy a rellenar tu cepo con hiedra venenosa —dije, parpadeando cuando Edden me soltó el brazo—. Y compraré un terrier para que te desentierre. Y luego voy a… a… —
Joder, esta cosa hace efecto rápido
. Pero ya no podía recordar y sentí que se me relajaban los músculos. La maldición se adormeció y tuve un breve instante de claridad antes de que la droga tomase el control por completo. Chispas doradas me emborronaban la vista y se volvían negras al cerrar los ojos.
—Pensé que estabas muerto, Jenks… —dije, echándome a llorar—. ¿Estás bien, Ivy? —Me temblaba la voz y no pude volver a abrir los ojos—. ¿Estáis muertos? Lo siento. Lo he fastidiado todo.
—No pasa nada, Rache —dijo Jenks—. Te pondrás bien.
Quería llorar, pero me estaba quedando dormida.
—Kisten —dije arrastrando las palabras—. Edden, ve a ver a Kisten. Está en casa de Nick. —Entonces mis labios dejaron de moverse. Ivy me estaba abrazando, evitando que cayese al suelo mientras Edden se volvía a colocar en el asiento delantero. La sirena sonó durante un breve instante y volvió a la carretera. Oí a Ivy susurrarme suavemente al oído:
—Por favor, Rachel, ponte bien. Por favor.
El sonido suave de sus palabras acalló la sangre en mi cabeza y, escuchándola, meciéndome al borde de la consciencia, me dejé arrastrar al olvido de la droga que me habían suministrado. Era un alivio no tener que luchar contra la maldición. Había cometido un error. Había cometido un error terrible, inmenso e irrevocable. Y no creía que hubiese una forma de salir de aquello.
Me llevé un susto al darme cuenta de que tenía la mejilla fría. Ahora tampoco me movía y el eco de voces venía de todas partes, confundiéndome mientras intentaba darles significado, cuando no tenían ninguno. Los cálidos brazos que me envolvían se fueron y me sentí muerta. Creo que estaba en la iglesia. Sí, estaba tumbada en el suelo como un chivo expiatorio. No era del todo mentira.
—No sé si puedo —dijo una voz suave. Era Ceri, e intenté moverme. De verdad que lo intenté, pero la droga no me dejaba. La confusión volvía a empezar. Parecía que cuanto más despierta estaba, más se podía imponer la maldición. Estaba empezando a sentir ansiedad y nervios. Tenía que levantarme. Tenía que moverme.
—Yo puedo ayudar —dijo la voz grave de Keasley, y un miedo inesperado se unió a mi asombro. Keasley era amigo mío, pero no podía dejar que me tocase. Era un brujo. Un brujo podría volver a meterme en la cárcel. Ya lo habían hecho antes y no dejaría que volviese a ocurrir. ¡Por fin había conseguido ser libre y no iba a permitir que me volviesen a encerrar!
Podía sentir que dejaba de hacer efecto la droga, pero todavía no me podía mover, así que fingí estar muerta. Tanto podía estar quieta como correr. Había estado quieta durante milenios. Y entonces, cuando llegase el momento adecuado, correría.
—No es que no pueda hacer la maldición —dijo Ceri, y sentí que alguien me apartaba el pelo de la cara—. Sino que su psique está mezclada con ella. No sé si puedo retirar la maldición sin llevarme un trozo de ella. Voy a llamar a Minias. Le debe un favor.
Me entró pánico. Un demonio no. Él lo vería. ¡Me volvería a meter allí! No podía volver. Ahora no. ¡No después de probar la libertad! ¡Tenía que levantarme!
Di un respingo al sentir el aire y el ruido de unas alas.
—¡Está despertándose otra vez! —chilló aquella puta vocecilla.
Una presencia que olía a bálsamo para después del afeitado y a crema de zapatos se acercó, haciendo crujir las tablas del suelo.
—Le han puesto suficiente como para abatir a un caballo —dijo un hombre, y yo intenté resistirme cuando me levantaron los brazos—. No quiero darle más.
—Hazlo y ya está —dijo Ivy, y yo intenté respirar más despacio—. Tenemos que sacarle esa cosa de dentro, ¡y no podemos si ella se está resistiendo!
De nuevo el pinchazo de una aguja, y me resistí. Me envolvió la oscuridad y estaba corriendo, corriendo con el pulso acelerado y moviendo los pies como si fuesen agua. Pero era un sueño, como el resto de las veces, y maldije el dolor que dejaba tras de sí cuando una nueva voz, suave e imperativa, surgía en mí y me devolvía a la vida.
Era la voz de un hombre lobo. Grave. Fuerte. Independiente. La deseaba tanto que casi consigo sofocar mi deseo de ser libre. Intenté llamar su atención. Él me llevaría. Tenía que llevarme. Él sabía cómo correr. Este brujo no. Ni en sueños.
—Legalmente puedo tomar decisiones de vida o muerte por ella —dijo el hombre lobo, y oí ruido de papel—. ¿Lo ves? Lo dice justo aquí. Y tomo la decisión de que intercambiará el favor que le debes por ayudar a Ceri. Te asegurarás de que Rachel vuelve a ser ella misma antes de darse cuenta y no le harás daño a ninguno de los presentes hasta que termine y te vayas.
Abrí un poco un ojo, regocijándome de aquello. Con la visión llegó también una confusión de doble pensamiento. La bruja de mis pensamientos intentaba detenerme, pero yo apilaba sobre ella confusión y dolor, y dejó de pensar. Aquello era mi cuerpo y quería moverlo como yo decidiera.
Un par de zapatillas moradas se movieron sobre el suelo de madera, más o menos a un metro de mí. Entre nosotros había una banda negra brillante, pero reconocí la horrible peste a demonio, mil veces peor que el tufo verde de los elfos.
—La marca está entre Rachel y yo —dijo el demonio, y mis esperanzas se esfumaron. Aquello me devolvería a una cajita de hueso. Pero quería correr. ¡Sería libre!
El hombre lobo se acercó más y yo le canté, pero no me escuchó.
—¡Soy su alfa! —exclamó—. Mira este papel. Míralo, ¡maldito demonio! Puedo tomar esta decisión por ella. ¡Es la ley!
Me puse rígida al oír el ruido de las alas; las odiaba. Era otra vez ese pixie. Maldita sea, ¿por qué no me dejaba en paz?
—Chicos… —dijo la alimaña revoloteando ante mi nariz y mirándome los ojos—. Necesita un poco más de zumo de la felicidad.
Los pies de las zapatillas se acercaron más y alguien me dio la vuelta. Yo miré al demonio y sentí crecer mi ira. Su especie me había creado. Me había creado, atado y luego me había atrapado en una cajita hecha de hueso que no podía mover.
Sentí una gran satisfacción cuando los ojos del demonio se abrieron de par en par y retrocedió.
—Que me lleve la Revelación, es cierto que la tiene dentro —susurró sin dejar de retroceder—. Lo haré —dijo, y yo intenté moverme. Iba a volver a meterme en mi celda. ¡Antes lo mataría! Los mataría a todos.
—Duérmete —ordenó el demonio, y yo me estremecí cuando una manta de desequilibrio negro voló sobre mí, y me dormí. No tenía elección. El demonio lo había pedido y ellos me habían creado.
La habitación estaba oscura y yo tenía calor. Podía oler mi aglomeración de perfumes sobre un intenso y desconocido aroma a incienso, pero el gran peso que había sobre mí se parecía a mi colcha de ganchillo. El sonido de los pájaros que entraba por mi ventana oscura y abierta era reconfortante y el hueco caliente que había a mi lado era testimonio de que Rex había estado allí. Las cortinas estaban cerradas, pero la luz del próximo amanecer se filtraba entre ellas cuando se movían con la brisa y me decían, igual que mi reloj, que estaba a punto de amanecer.
Tomé aire despacio y sentí como el aire se deslizaba en mi interior sin apenas sentir dolor. Solo dolor muscular. Oí un cántico profundamente ceremonioso procedente del santuario y luego el tintineo de una campana. El aroma a incienso no era vampírico, sino de hierbas y minerales. Sinceramente, apestaba. Haciendo una mueca de dolor, me toqué el cuello y el vendaje que lo cubría. Parecía que estaba bien y me llevé la mano al estómago cuando este rugió.
Mi rostro perdió toda expresión al darme cuenta de que la confusión había desaparecido.
Me senté en la cama, recordando con preocupación a Ceri y a David. Me entró un miedo repentino. Minias había estado aquí y yo había estado literalmente fuera de mi mente. ¿Dónde estaba la maldición? Ceri iba a eliminarla.
Oh, Dios, Ivy
. Piscary la había destrozado. Pero la recordé en el coche. Estaba viva. ¿No?
Me destapé dispuesta a averiguar quién estaba allí y a pedir algunas respuestas… pero cuando sentí el aire frío me di cuenta de que tenía un problema más apremiante.
—Uf… tengo que ir al baño —murmuré bajándome de la cama no tan rápido como desearía. Entonces sentí muchísimos dolores distintos. También estaba temblando. Me puse de pie con cuidado y me agarré a los pies de la cama para mantener el equilibrio. La última vez que lo había comprobado, llevaba puesto aquel precioso vestido de dama de honor. Ahora estaba en bragas y con una camiseta larga. Sobre la cómoda, entre mis perfumes y sobre el archivo de Nick, estaba mi peine, un tubo de ungüento antibiótico y unas vendas.
Me estremecí cuando algo atravesó mi aura con un sonido de campanas de plata y me dejó una sensación de gaulteria. Nunca había sentido nada parecido, pero no me había dolido. Se parecía a cuando los prístinos copos de nieve te caen en la cara cuando la levantas hacia arriba. Incómoda, me levanté la camiseta y vi los moretones y los arañazos en el espejo de mi habitación. No estaba muerta. En el infierno no estaría con una camiseta del personal de Takata, y el cielo olería mejor.
Oí cerrarse la puerta delantera y, a continuación, silencio. Moviéndome lentamente, me dirigí a la puerta sintiendo cómo protestaba cada uno de mis músculos. Tenía que ir al baño con suma urgencia. Pero cuando mi mano iba a tocar el pomo me quedé helada. Me picaba la nariz. Iba a estornudar. Me llevé la mano al cuello vendado para no moverme cuando un estornudo me sacudió. Encogida, volví a estornudar, y otra vez más.
Mierda. Es Minias
.
—¿Dónde está mi espejo mágico? —susurré, sintiendo pánico mientras recorría con la mirada mi habitación a oscuras. Me lancé hacia el armario y abrí la puerta. Lo había puesto allí, ¿no?
Sentí un fuerte dolor al caer de rodillas mientras apartaba botas y revistas para buscarlo. Volví a estornudar e hice un gesto de dolor al sentir el pálpito en el cuello. No podía ver nada en la oscuridad de mi armario, pero un grito de alivio atravesó mis labios al tocar con los dedos el cristal frío. Me puse de pie a trompicones y salí de espaldas del armario.
Se me puso el pelo delante de los ojos y me tiré sobre la cama. Puse una mano sobre el espejo y me quedé quieta, intentando recordar la palabra. Pero era demasiado tarde.
Me giré justo donde estaba sentada al sentir el ruido del aire desplazado y me puse de pie de un salto con el espejo en la mano. Minias estaba de pie en la oscuridad, entre el armario cerrado y yo, con su extraño sombrero sobre sus rizos castaños, aquella túnica púrpura sobre sus anchos hombros y el brillo de los colmillos desnudos captando la leve luz.
—¡No! —grité aterrada, y Minias levantó la mano. No esperé para ver lo que iba a decir. Levanté el espejo e hice ademán de darle con él en la cabeza.
Chocaron y el dolor reverberó en mi brazo. Minias gritó y el espejo se partió en tres trozos grandes. Con los ojos abiertos de par en par, caí hacia atrás sacudiendo mi mano dolorida e invocando una línea.
El demonio pronunció unas palabras horribles que no entendí y, todavía caminando hacia atrás, hice un círculo. Pero no fue creado a partir de una línea dibujada. Sabía que no aguantaría.
Avanzando, Minias metió un dedo en mi círculo y este cayó.
Retrocedí para darle una patada, pero él me cogió el pie antes de darle.
Sentí un miedo gélido cuando vi que no me soltaba, haciéndome saltar hacia atrás y empujándome sobre la cama.
—Bruja estúpida —dijo con desprecio, y luego me abofeteó.
Vi las estrellas y creo que me desmayé, porque lo siguiente que recuerdo fue ver a Minias inclinado sobre mí. Respirando con dificultad, estiré la palma y le aplasté la nariz. El demonio cayó de espaldas mientras me insultaba.
—¡Fuera! —exclamé.
—Me encantaría,
brujanderthal
del culo —dijo el demonio, con la voz amortiguada por la mano con la que se agarraba la nariz—. ¿Por qué no te relajas? Te voy a hacer daño si no dejas de darme golpes.
Miré de repente la puerta cerrada y él se miró la mano con la que se cubría la nariz para ver si estaba sangrando. Murmuró una palabra en latín y un brillo procedente del espejo de mi cómoda iluminó la oscuridad que precede al amanecer. Tenía la boca seca. Me dirigí a toda prisa al cabecero de la cama.
—¿Por qué debería creerte? —Me dolía la garganta como si hubiese estado gritando y me la agarré con la mano.
—No deberías. —Minias se miró los dedos con aquella nueva luz y luego dejó caer la mano—. Eres la persona más retrasada que conozco. Estoy intentando acabar con esto para poder volver a mi tranquila vida y tú quieres jugar al invocador de demonios y al demonio.
El pulso se me fue calmando. Miré a la puerta y luego otra vez a él. Alguien se había marchado fuera y no había oído arrancar ningún coche. Tenía que ser Ivy. Si hubiese estado en la iglesia nos habría oído y habría venido.
—¿Estoy a salvo? —dije suavemente para no hacerme daño en la garganta, preguntándome si podría confiar en él—. ¿Estamos en medio de un trato?
Minias adoptó una postura más firme, con la cabeza ladeada de desesperación y las manos agarradas delante de él.
—Estoy intentando acabar con esto. Según dijo tu hombre lobo, no habré terminado hasta estar seguro de que la maldición ha desaparecido y que has vuelto a tu estado de retraso mental habitual. Y hasta entonces, todos los que estaban en aquella habitación están bajo medidas de protección. Así que sí, estamos en medio de un trato. —Me miró a los ojos y sentí un escalofrío—. Pero no estás a salvo.
Encogí las piernas y me senté sobre los pies. Aquello no me gustaba nada.
—No te voy a pagar porque vengas —balbuceé—. Estaba intentando responder. No me diste suficiente tiempo para contestar.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Minias mientras se cruzaba de brazos y se apoyaba contra mi cómoda. Al hacerlo derramó algunas botellas y luego dio un salto hacia delante—. Solo es un pequeño desequilibrio —dijo intentando poner en pie una botella antes de darse la vuelta e ignorar el resto; aquello me hizo pensar que, para ser un demonio, no tenía mucha experiencia en tratar con la gente—. Tú haces que tus citas lo paguen todo, ¿verdad? —añadió—. No me extraña que no consigas conservar a ningún novio.