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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por unos demonios más (61 page)

BOOK: Por unos demonios más
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Vale, aunque sabía que las botas no pegaban con el vestido, no iba a detener a Trent en tacones. De todas formas, nadie las vería. No sabía qué vestido había elegido Ellasbeth, pero no estaba dispuesta a ponerme aquella cosa verde horrorosa. ¡Dios! Sería el hazmerreír de la SI. Además todavía me dolía el pie y llevar tacones habría sido una agonía.

Nerviosa, entorné los ojos, cegada por los faros de los coches. Casi habíamos llegado a la basílica y me estaba poniendo nerviosa. Llevaba la pistola de bolas en una funda para el muslo que Keasley me había regalado… A partir de ahora me costaría verlo como un anciano inofensivo. También llevaba energía entretejida en la cabeza. El paquete de regalo que llevaba sobre el regazo contenía el foco. Había ido a recogerlo a correos esa tarde como una entrega normal. No se lo iba a dar a Trent, pero era mejor que intentar meterlo en el bolso, que todavía estaba lleno de la basura acumulada durante la semana. Me pareció irónico haber utilizado el papel y el lazo perfectamente conservados en los que Ceri había envuelto mi regalo.

Levanté la mirada del suelo con ansiedad. Ceri había venido a verme tras enterarse de lo que iba a hacer y, aunque había fruncido los labios mostrando así su desaprobación, había ayudado a los pixies a hacerme una trenza en el pelo y a colocar las flores. Estaba preciosa. Excepto por las botas. Me había preguntado si necesitaba refuerzos y yo le dije que ese era trabajo para Jenks. La realidad era que no quería verlas a ella y a Ellasbeth en la misma habitación. Hay cosas que es mejor no hacer y punto.

No me preocupaba llevarme solo a Jenks como refuerzo en esta misión. Tenía la ley de mi parte y, en una sala llena de testigos, un Trent consciente de la publicidad que aquello le daría no iba a armar un escándalo. Después de todo, se presentaba a la reelección al año siguiente, que a su vez probablemente era la razón por la que se casaba. Si me mataba, sería un asunto privado. Al menos era lo que me decía a mí misma.

El autobús tomó una curva muy cerrada e hizo rechinar los frenos. La anciana que tenía enfrente estaba mirando el regalo y, cuando su mirada bajó hasta mis botas, crucé las rodillas para que el vestido me las cubriese. Jenks se rio por lo bajo y yo fruncí el ceño.

Ya casi habíamos llegado y busqué en mi bolso las esposas, soportando las miradas mientras me levantaba el vestido y me las enganchaba en la pistolera del muslo, ajustando cuidadosamente la tira y volviendo a cubrirla con el vestido. Harían ruido cuando caminase, pero no importaba. Miré al chico guapo que había tres asientos más allá y él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, como diciéndome que estaban bien escondidas.

Puse el móvil en modo de vibración y me dispuse a meterlo en un bolsillo, pero me di cuenta de que el vestido no tenía bolsillos. Suspiré, me lo metí en mi efímero escote y don Tres Asientos Más Allá levantó el pulgar. El plástico estaba frío y sentí un escalofrío cuando se deslizó demasiado hacia abajo. No podía esperar a que Glenn me llamase para darme la noticia de que tenía la orden en la mano. Había hablado con él hacía unas horas y me había hecho prometerle que no haría nada hasta entonces. Y hasta entonces sería la dama de honor perfecta vestida de encaje negro.

Se me formó una sonrisa en la comisura de los labios. Sí. Aquello iba a ser divertido.

Jenks se posó en el respaldo del asiento que tenía delante.

—Será mejor que te levantes —dijo—. Casi hemos llegado.

Entonces mi visión se aclaró y pude ver la estructura maciza de la catedral delante de mí; los focos la bañaban con un hermoso brillo en medio de la niebla y también bajo una luna casi llena. Me invadió la tensión. Me colgué el bolso al hombro, apreté el regalo contra mí y me puse de pie.

El conductor me miró y se detuvo. Todo el autobús se quedó en silencio y, mientras me dirigía hacia la parte delantera, se me puso la piel de gallina al sentir todas aquellas miradas sobre mí.

—Gracias —murmuré cuando el conductor abrió la puerta, pero luego di un tirón hacia atrás al quedárseme enganchado el vestido en un tornillo que sobresalía de la barra para sujetarse.

—Señora —dijo el conductor mientras yo me afanaba por desengancharlo—, perdone que le pregunte, pero ¿por qué va en autobús a una boda?

—Porque voy a arrestar al novio y no quería que la SI me parase por el camino —dije con sarcasmo, y luego bajé los escalones con Jenks despidiendo chispas doradas sobre mi pelo.

La puerta hizo un ruido sibilante al cerrarse, pero el autobús no se movió. Miré al conductor a través de la puerta y él me hizo un gesto para que pasase por delante del autobús. O bien era un caballero o quería verme entrar en la iglesia con mi hermoso vestido de dama de honor y mis botas de puntera.

Jenks se rio. Llené los pulmones con el aire húmedo, ignoré las caras pegadas a las ventanas, levanté el vestido para evitar que se manchase y crucé la calle de sentido único en medio de la niebla, reluciente con los focos del autobús.

Un acomodador esperaba en una piscina de luz húmeda; el chico grande y corpulento estaba situado en lo alto de las escaleras, delante de las puertas.

—Yo me ocuparé de él —dijo Jenks—. Podrías estropearte el peinado.

—Nah —dije yo, consciente de que el autobús estaba todavía detrás de mí, ahora inclinado porque todo el mundo estaba en un lado mirando—. Lo haré yo.

—¡Esa es mi chica! —dijo él—. ¿Te puedo dejar sola un segundo? Quiero echar un vistazo por los alrededores.

—Claro —dije yo, subiendo las escaleras con el vestido remangado.

Jenks se marchó zumbando y, cuando llegué al rellano que había antes de la puerta, me coloqué el vestido y sonreí al tío. Tenía la piel morena, como Quen, y me pregunté si sería uno de los ayudantes personales de los Withon.

—Lo siento, señora —dijo él con un ligero acento de surfero—. La boda ya ha empezado. Tendrá que esperar y unirse a los demás en la fiesta de recepción.

—Pues lo vas a sentir aún más si no te apartas de mi camino. —Me pareció una advertencia bastante apropiada, pero él vio el hermoso vestido y pensó que yo era un bicho raro. Vale, era un bicho raro, pero uno con botas de puntera.

Iba a esquivarlo y él me tocó el hombro. Oh, oh, gran error.

Jenks regresó justo en ese momento, chillando de alegría mientras yo me giraba, agarraba al guardia por la muñeca y le daba un codazo en la nariz sin soltar el regalo en ningún momento.

—¡Ay! ¡Eso ha tenido que doler! —dijo el pixie mientras el hombre se tambaleaba de espaldas, con la mano sobre la nariz rota, los ojos llenos de lágrimas y encogido de dolor.

—Lo siento —dije. Me sacudí el vestido, me puse recta y entré por la puerta. Escuché a mis espaldas la escandalosa bocina del autobús. Al llegar al umbral de la puerta, me giré y los miré a todos, levanté el índice y el corazón haciendo el gesto de las orejas de conejo y les lancé unos besitos.

Pero el hombre no estaba inconsciente y tendría que moverme antes de que se acordase de hacer algo. Entré dejando atrás a los parásitos que había entre la puerta principal y la pila bautismal, que no pudieron resistirse a murmurar. Sentí un subidón de adrenalina al notar el olor a flores. La iglesia estaba ligeramente iluminada con velas y la voz suave del sacerdote en el altar creaba una sensación de confort. Parecía que acababa de empezar. Bien. Tenía que seguir con esto hasta que Glenn me llamase y no sabía cuándo ocurriría eso.

Una persona que estaba entada en la fila de atrás se dio la vuelta, iniciando una reacción en cadena lenta. Caminé con dificultad y respiré hondo. Había venido el alcalde y ¿Takata? Oh, Dios, ¿iba a arrestar a Trent delante de Takata? ¿Quién dijo miedo escénico?

Como era de esperar, Piscary estaba en el banco principal con Ivy y Skimmer, y sentí un impulso de ira hacia él por regalar a Kisten a otra persona para que lo asesinase por puro placer. También estaba cabreada por el beneplácito de la SI para que se saliese con 1a suya. Pero necesitaba su ayuda y, por mucho que lo odiase, tendría que ser jodidamente políticamente correcta.

No podía mirar a Ivy. Todavía no. Pero reconocí la tensión de su cuerpo bajo un sombrero gris de ala ancha junto a Piscary. También estaba allí el padre de Ivy, y la que estaba a su lado tenía que ser su madre, que parecía una reina del hielo de Asia sentada junto al elegante y regio uniforme militar de él. El señor Ray y la señora Sarong estaban sentados juntos, algo poco habitual, ya que se habían unido al faltar sus manadas habituales. Al estaba de pie con Trent y, al mirarme, sonrió, reflejando la típica expresión extraña de Al en las marcadas facciones asiáticas de Lee. Quen estaba a su lado, con la cara inexpresiva. Le dijo algo a Trent para que le leyese los labios y Ellasbeth le dio un apretón en el brazo.

El lado de la novia estaba lleno de gente delgada y bronceada. Ellos no me habían escuchado llegar y estaban todos vestidos igual. Parecían extras de una película de Spielberg en un comedor de un estudio de Hollywood. Pensé que deberían tener más cuidado si no querían que se airease su secretito. Dios mío, todos me parecían iguales.

La perorata del sacerdote vaciló cuando el acomodador entró a trompicones por la puerta. Me di la vuelta y le lancé una mirada de advertencia y vi que tenía la mano sobre la nariz y un pañuelo blanco manchado de sangre.

Piscary se giró lentamente, atraído por el olor de la sangre. Me sonrió con delicadeza, haciendo que mi propia sangre me quemase. Sabía que lo odiaba y le gustaba. El acomodador se quedó pálido al ver la mirada de Piscary y, cuando Quen le hizo un gesto para que se marchase, se apresuró a retirarse y a esconder la sangre.

—¿Estás segura de esto, Rache? —dijo Jenks—. Siempre podrías retirarte y abrir una tienda de hechizos.

Pensé en Kisten y me invadió el miedo.

—Estoy segura. —Me coloqué al hombro el bolso, metí el foco debajo de un brazo y me dirigí al altar. Jenks subió a las vigas y mi presencia empezó a levantar susurros. La flor y nata de Cincy me estaba mirando y, manchando con las botas los pétalos de flores, recé para no resbalar con ellos y caerme de culo.

El sacerdote se rindió, dejó de intentar recordar por dónde iba y rebuscó en la Biblia su chuleta. La mandíbula le temblaba mientras intentaba actuar con normalidad. Que me estuviese ignorando era muy significativo. Quen inclinó la cabeza en mi dirección y, cuando la voz del sacerdote se detuvo, Trent se giró.

Vale. Lo admitiré. Estaba absolutamente impresionante con su esmoquin blanco y su hermoso y casi translúcido pelo perfectamente peinado con las puntas moviéndose con la leve brisa. Elegante y lustroso, me lanzó aquella mirada de odio. Desde la orquídea negra que llevaba en el ojal hasta sus calcetines bordados, era la culminación de la elegancia y el poder elitista. Y, por la mirada encolerizada que vestían sus ojos, estaba realmente enfadado. Ellasbeth se dio la vuelta con él, el ruido que hizo su elaborado vestido con cola se escuchó en toda la creación. Si Trent estaba impresionante, ella lo estaba elevado a la enésima potencia; su belleza fría estaba cubierta de un maquillaje perfecto y su cuerpo con un vestido exquisito. Sus marcados pómulos estaban ligeramente sonrojados y pensé maravillada en el maquillador que había conseguido ocultar su moreno y darle una belleza de porcelana. Sin embargo, su pelo parecía una imitación barata del de Trent, sobre todo a la luz de las velas.

La dama de honor llevaba aquel horrible vestido verde y yo la miré como pidiendo disculpas. Imaginaba que Ellasbeth habría escogido ese.

—Siento llegar tarde —dije con naturalidad y con una voz fuerte en medio del expectante silencio—. Se retrasó el autobús. El tráfico, ya saben. —Dejé el foco disfrazado de regalo de boda sobre los escalones, me quité del hombro el bolso y me puse detrás de la dama de honor, juntando las manos con recato.
Sí. Ya
.

—Rachel —dijo Trent, soltándole la mano a Ellasbeth.

—No, no. Continuad —dije, haciendo gesto para que la gente se callase, aunque por dentro estaba más acelerada que un pixie hasta las orejas de azufre psicotrópico—. Ya estoy lista.

Los labios pintados de Ellasbeth estaban fruncidos.
Le habría quedado bien un velo
, pensé, y luego reflexioné con desprecio sobre mi propio maquillaje, puesto casi en el último minuto. Mirándome con sus intensos ojos verdes, cogió del brazo a Trent y me dio la espalda con hombros temblorosos. El sacerdote se aclaró la voz y lo retomó donde lo había dejado, hablando de la devoción, la comprensión y el perdón. Dejé de escucharlo. Tenía que conseguir calmar mi pulso; puede que tuviese que estar allí un rato.

La catedral estaba hermosa y el aire cerrado olía ligeramente a saúco. Había flores por todas las superficies planas y también en algunas en vertical, con pequeños ramos atados a los lazos. Había parras exóticas y lirios, pero a mí me gustaban más las flores más sencillas. Las vidrieras de fama mundial estaban enmudecidas por la niebla y la luz de la luna y las sombras de los árboles cercanos se movían contra ellas, cual dragones, debido a la brisa. Las velas parpadeaban y la voz suave del sacerdote era como polvo con resonancia.

Parpadeé al darme cuenta de que Al me estaba lanzando miraditas a través de la futura pareja. A su lado estaba Quen, con mala cara. Llevaban unos fantásticos esmóquines negros que parecían uniformes de gala de una opereta espacial de los ochenta. Nerviosa, me atusé el vestido. Me lo había manchado y deseaba tener un ramo para esconder la mancha, pero eso pasa por llegar tarde.

Fijé mi atención en los invitados y vi a Jenks brillando en las vigas. Estaba despidiendo mucho polvo y Takata estornudaba con el haz de luz artificial que estaba formando.

—Salud —le dije en voz baja, y él levantó sus pobladas cejas. La estrella de rock de mediana edad parecía preocupada, pero la mujer lobo llena de cicatrices que estaba a su lado, Ripley, su batería, estaba divirtiéndose. Gracias a Dios, Takata iba con un traje y no con aquella monstruosidad naranja que llevaba puesta la única vez que lo había visto. Incluso se había arreglado su maraña de rizos rubios y me fijé en el amuleto que llevaba al cuello, que era como lo había conseguido.

Miró a la congregación y luego me dijo, moviendo los labios:

—¿Qué estás haciendo?

—Trabajando —respondí yo sin emitir un solo sonido.

Miré al señor Ray y a la señora Sarong, que estaban detrás de mí. Parecían niños planeando travesuras. No me iba a preocupar por eso ahora. Aquello terminaría pronto.

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