Había sido un error haber dejado que vinieran, de eso no tenía ninguna duda. Intentaría mantenerlas lejos de su zona durante el resto de su estancia, intentaría no oír sus pensamientos, intentaría recordar que también ellas, como el bebé Amanda, eran sangre de su sangre y carne de su carne.
Se dirigió a la puerta de al lado, la del bungaló con el estucado de color rosa, y llamó a la puerta.
—Hola, Molly —dijo la señora Bailey inmediatamente tras abrir la mirilla—. ¿Vienes a llevarte a tu angelito?
Molly sonrió y entró en la casa, la señora Bailey fue a buscar a Amanda que estaba echando un sueñecito en la cuna. La cogió en los brazos y se la llevó a Molly. Amanda abrió los grandes ojos castaños, parpadeó al mirar a su madre y se dejó trasladar de una mujer a la otra.
—Muchas gracias, señora Bailey —dijo Molly.
—Cada vez que lo necesites, querida.
Molly meció a Amanda en sus brazos mientras volvía a casa. Subió los escalones y entró por la puerta principal.
La llegada del bebé fue suficiente para que Bárbara y Jessica se levantaran del sofá. Pierre, aunque también quería ver a su hija, pronto se dio cuenta de que no podía competir con las tres mujeres. Se volvió a sentar en la silla, sonriendo.
—¡Oh! —dijo Jessica, inclinándose para mirar a la niña acunada en los brazos de Molly—. ¡Qué preciosidad!
También su madre se inclinó sobre la niña.
—¡Es una ricura! —adelantó un dedo ante los ojos de la niña Amanda respondió a tanta atención con un gorgorito.
Molly notó latir su corazón y sintió cólera al levantarse con la niña. Se llevó el bebé de allí y se fue al otro lado de la habitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó su hermana.
—Nada —dijo Molly, con demasiada sequedad. Dio un breve paseo y forzó una sonrisa—. Nada —dijo de nuevo, esta vez con mayor delicadeza—. Amanda estaba durmiendo en la casa de al lado. No quiero agobiarla.
Se dirigió a la escalera y empezó a subir. Vio que Pierre intentaba llamarle la atención, pero siguió adelante.
Perra
, había pensado Jessica.
Dios mío, ¡qué niña tan fea!
, había pensado su madre.
Molly llegó al piso de arriba y al dormitorio antes de empezar a temblar a causa de la cólera. Se sentó en el borde de la cama, acunando a su preciosa hija una y otra vez en sus brazos.
En su laboratorio, Pierre identificó todas las citosinas que se encontraban en esa porción del ADN de Molly que contenía el código para el neurotransmisor de la telepatía. Después jugó de varias formas con las cifras obtenidas para intentar encontrar algún esquema o significado. Deseaba romper ese supuesto código que representaba la citosina metilada, y lo que le parecía más conveniente era trabajar con ese trozo de ADN del cromosoma 13 de Molly.
Y al final tuvo éxito.
Era increíble. Pero si fuera posible verificarlo, si fuera posible demostrarlo de forma empírica...
Eso lo cambiaría todo.
Según el modelo que había elaborado, los estados mediados de la citosina representaban una suma de control de seguridad, una prueba matemática para comprobar si la cadena de ADN había sido exactamente copiada. Toleraba errores en algunas partes de la cadena de ADN (aunque esos errores tendían a convertir ese trozo de ADN en un galimatías inútil), pero en otras partes, y muy precisamente en las cercanías de la mutación por desplazamiento asociada a la telepatía, no permitía ningún tipo de errores, desencadenando algún tipo de mecanismo corrector enzimático inmediatamente que se iniciaba el proceso de copia.
La suma de chequeo quee fectuaba la citosina metilada actuaba como sistema de seguridad. El código para sintetizar eseneurotransmisor especial estaba allí, de acuerdo, pero resultaba desactivado y casi todos los intentos para reactivarlo se corregían en la primera duplicación del ADN.
Pierre dejó vagar la mirada a través de la ventana del laboratorio.
Si en una región protegida se producía de forma accidental una mutación por desplazamiento causada por la adición o pérdida aleatoria de un par de bases del cromosoma, la suma de control de la citosinametilada se encargaba de que ese cambio resultara corregido en las copias futuras, y eso incluía las que intervenían en los óvulos o en el esperma. Así se evitaba que el error en la codificación pasara a la próxima generación. Los padres de Molly no habían sido telépatas, ni lo era su hermana, ni lo serían sus posibles hijos.
Pierre comprendía lo que eso significaba, pero seguía francamente sorprendido. Las implicaciones eran asombrosas: existía un mecanismo incorporado en la mecánica de duplicación del ADN que corregía las mutaciones por desplazamiento, un sistema incorporado para lograr que determinadas partes de código genético, aunque fueran completamente funcionales, no llegaran a estar activas.
De alguna forma, el regulador enzimático no había actuado correctamente durante el desarrollo del cuerpo de Molly. Tal vez fuera debido a alguna droga, de un medicamento prescrito o de naturaleza ilegal, que la madre de Molly había tomado mientras estaba embarazada de Molly. O tal vez faltara algún nutriente en su dieta. Había muchas variables, y había ocurrido tantos años atrás que ya sería imposible conocer las condiciones bioquímicas bajo las cuales se había desarrollado Molly entre su concepción y su nacimiento. Pero fuera lo que fuera lo que hubiera sucedido entonces, había permitido la existencia de algo que había sido —el lenguaje antropomórfico seguía acudiendo a la mente de Pierre pese a sus esfuerzos por evitarlo— que había sido
diseñado
para que siguiera oculto.
Era un sábado de junio por la tarde. Sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién será? —dijo Pierre a la pequeña Amanda, que estaba sentada en su regazo—. ¿Quién será? —Hacía que la voz subiera y bajara, con esa entonación exagerada que los padres utilizan para hablar a los bebés.
Mientras tanto, Molly se levantó y fue a abrir la puerta. Miró antes por la mirilla, y después abrió la puerta, dejando pasar a Ingrid y Sven Lagerkvist y su niñito Erik.
—¡Mira quién ha venido! —dijo Pierre, siempre hablando con Amanda el lenguaje de los bebés—. ¡Mira!, ¡mira quién ha venido' Es Erik. Fíjate, es Erik.
Amanda sonrió.
Sven traía un enorme regalo envuelto en papel de colores. Besó a Molly en la mejilla, le entregó el regalo y entró en la sala de estar Molly depositó el paquete en la mesita de café hecha de pino. Después se acercó a Pierre y cogió a Amanda en sus brazos. Aunque a Pierre le gustaba tener a su hija en brazos mientras estaba sentado, había dejado de intentar llevarla en brazos al andar cuando casi se le había caído pocas semanas antes.
Molly llevó a Amanda al centro de la habitación y la sentó en la alfombra cerca de la mesita de café. Sven, tomando a Erik de la mano, le hizo atravesar la sala de estar para acercarlo a donde estaba Amanda.
—Manda —dijo Erik, de esa forma incorrecta que le era habitual. Como solía ocurrir con los que tenían el síndrome de Down, la lengua de Erik surgía parcialmente de la boca cuando no hablaba.
Amanda sonrió y emitió un pequeño sonido, muy bajo, desde el fondo de la garganta.
Pierre se inclinó en la silla. Odiaba ese sonido, ese pequeño rasgueo de cuerdas. Cada vez que Amanda lo emitía, el corazón de Pierre daba un vuelco. Quizá la próxima vez... quizás al final...
Molly señaló la caja envuelta en papel de brillantes colores y habló con Amanda.
—Mira lo que Erik, tío Sven y tía Ingrid te han traído —dijo—. ¡Mira! Un regalo de aniversario. —Se dirigió a los adultos Lagerkvist—: Muchas gracias, amigos. Nos alegra mucho que hayáis venido.
—Oh, ha sido un placer —dijo Ingrid. Llevaba el rojo cabello suelto por encima de los hombros—. Erik y Amanda siempre se lo pasan muy bien los dos juntos.
Pierre miró hacia otra parte. Erik tenía dos años y Amanda uno. Normalmente no habrían sido buenos compañeros de juegos, pero el síndrome de Down de Erik había retrasado su desarrollo mental de forma que ahora estaba casi al mismo nivel que Amanda.
—¿Queréis un poco de café? —preguntó Pierre, levantándose con cuidado de la silla, y agarrándose después al respaldo de ésta hasta que estuvo completamente de pie.
—Sí, gracias —dijo Sven.
—Por favor —dijo Ingrid.
Pierre asintió con un gesto de la cabeza. Después, pasado ese momento en que Ingrid insistía en ofrecerse para ayudar a Pierre en cualquier pequeño detalle, Pierre fue a hacer café, a pesar de que iba a necesitar ayuda para llevar las humeantes tazas hasta la sala de estar.
Puso café en la cafetera. Cerca de la máquina se encontraba el pastel que Molly había comprado, un pastel de aniversario de los Picapiedra, coronado con figuras de plástico de Fred y Wilma al lado del bebé Pebbles.
Unas letras rojas en el recubrimiento blanco del pastel decían: «Feliz primer aniversario, Amanda.» Pierre resistió la tentación de coger un poco de esa cobertura. Puso agua en la cafetera, y después volvió a la sala de estar.
El regalo todavía sin desembalar había quedado a un lado, lo abrirían después del pastel. Erik y Amanda jugaban con dos de los muñecos favoritos de Amanda, un elefante rosa y un rinoceronte azul.
Molly sonrió cuando Pierre se acercaba.
—Se lo pasan tan bien los dos juntos —dijo.
Pierre asintió con un gesto de la cabeza e intentó devolver la sonrisa. Erik era un niñito bien educado y parecía superar con calma ese agitado periodo que en un niño normal representaba el tener dos años. Pero, en ese caso, sabían muy bien qué era lo que ocurría con Erik.
Lo que preocupaba a Pierre era no saber qué ocurría con Amanda. Después de un año entero, la niña no sabía decir «mamá», ni «papá». Era seguro que Amanda era una niña lista, no había ninguna duda de que les entendía cuando le hablaban, pero la niña no llegaba a hablar. Era algo al mismo tiempo sorprendente y angustioso. Por supuesto que había muchos niños que no hablaban hasta después de haber cumplido un año. Pero bueno, estaba demostrado que el padre de Amanda era un genio, y su madre era doctora en psicología. Era de esperar que Amanda tenía que haber ido más rápida en su ciclo de desarrollo, y...
No, mierda. Ahora estaban de fiesta, la peor ocasión para preocuparse por esas cosas. Pierre volvió a prestar atención a lo que ocurría en la sala de estar.
Ingrid, en el sofá, hacía gestos hacia Erik y Amanda.
—El tiempo pasa tan deprisa —dijo—. Antes de que nos demos cuenta ya habrán crecido.
—Todos nos hacemos viejos —dijo Sven. Se había limpiado las gafas estilo Ben Franklin con los faldones de la camisa de safari que llevaba—. Por cierto —dijo volviendo a ponerse las gafas—, yo me he sentido viejo desde que las chicas de
Playboy
empezaron a ser más jóvenes que yo.
Risas.
—Yo descubrí que me estaba haciendo vieja —dijo Molly cuando me encontré la primera cana.
Sven hizo ondear el brazo quitándole importancia a eso.
—El cabello gris no es nada —dijo; había bastantes en su poblada barba—. Pero el vello
púbico
de color gris es...
El timbre de la puerta volvió a sonar. Fue Pierre quien acudió esta vez a abrir. Burian Klimus estaba de pie en la entrada, con el siempre presente bloc de notas visible en el bolsillo superior de la americana.
—Espero no llegar demasiado tarde —dijo el anciano.
Pierre le sonrió sin entusiasmo. Esperaba que su jefe sólo bromeara cuando dijo que iba a venir a verles con ocasión del aniversario de la niña. Klimus seguía encontrando todo tipo de razones para visitar a Molly y Pierre en su propia casa, y poder ver a la pequeña Amanda, sin dejar de anotar cosas en el bloc de notas. Pierre quería decirle que se fuera al infierno, pero seguía sin tener la asignación permanente para seguir en el LBNL. Con un suspiro se echó a un lado y dejó entrar a Klimus.
Todos se habían marchado ya. Habían devorado el pastel, pero la bandeja de cartón en la cual había estado el pastel seguía en la mesa del comedor con escasos restos de la cobertura y migas de pastel. Había varios vasos de vino vacíos en algunos de los muebles y en uno de los altavoces estereofónicos. Lo limpiarían todo después, de momento Pierre sólo deseaba sentarse en el sofá y relajarse junto a Molly, con el brazo en torno a los hombros de su esposa. La pequeña Amanda descansaba en el regazo de Molly, y con la manita izquierda apretaba uno de los dedos de su padre.
—Hoy has sido una buena niña —dijo Pierre a Amanda con una voz un tanto aguda—. Sí, te has portado bien.
Amanda le miró con esos grandes ojos castaños.
—Una niña muy buena —dijo Pierre.
La niña sonrió.
—«Pa-pá» —dijo Pierre—. Di, «Pa-pá».
La sonrisa de Amanda desapareció.
—Lo está pensando —dijo Molly—. Puedo oír las palabras: «Pa-pá, Pa-pá.» Puede articular el pensamiento.
Pierre notó cómo los ojos se le humedecían. Amanda podía pensarlo, y Molly podía oír ese pensamiento, pero para Pierre sólo existía el silencio de su hija.
—Hola, señor y señora Tardivel —dijo el doctor Gainsley. Era un hombre bajito con un borde de cabello gris-rojizo alrededor de la cabeza calva, y un gran bigote completamente gris—. Gracias por venir.
Pierre echó un vistazo a su esposa para ver si iba a corregir al doctor diciéndole que él era el señor Tardivel, pero que ella era la señora Bond, pero Molly no dijo ni una palabra. Pierre pudo ver por la expresión de su cara que sólo pensaba en Amanda.
El doctor les miró a ambos con una expresión de seriedad en el rostro.
—Francamente, creo que su pediatra estaba de muy buen humor cuando les envió a mí. En realidad muchos niños no hablan hasta que tienen dieciocho meses o más. Pero bueno, veamos esas radiografías.
Dejó que se acercaran a la pared con un panel iluminado y con una radiografía enganchada a él con una pinza. La imagen mostraba la parte inferior del cráneo de un niño, la mandíbula y el cuello.
—Esta es Amanda —dijo. Señaló un pequeño punto en la parte superior de la garganta—. Se hace difícil ver los tejidos blandos, pero ¿pueden ver ese hueso en forma de una pequeña U? Es el hioides. Al revés que la gran mayoría de los huesos, no está conectado directamente a otro hueso. Más bien el hioides flota en la garganta, y sirve como un áncora para los músculos que conectan la mandíbula, la laringe y la lengua. Bueno, en un niño normal de la edad de Amanda, esperamos que el hueso esté por aquí. —Señaló en la radiografía un punto bastante más abajo en la garganta, formando una línea con la mitad de la mandíbula inferior.