Una monarquía protegida por la censura (16 page)

BOOK: Una monarquía protegida por la censura
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¿Quién se puede creer semejante perogrullada?

Nada que ver con su esposa que no le gusta la caza, no le gustan los toros y además es vegetariana. Pero al rey le gusta la caza, le gustan los toros, y, de la carne ¡no hablemos...!

Según
El Siglo
, Gredos, Salamanca, los montes de Toledo y tantas otras serranías con cotos de caza no tienen secretos para el monarca. Tampoco la perdiz, el ciervo o el macho montés. Don Juan Carlos ha llegado a ostentar el récord de caza del ciervo, y actualmente está en posesión del récord absoluto de caza del macho montés, derribado uno de ellos en 2005 en la finca La Umbría de Jaén.

El
confidencial.com
publicó que el rey había vuelto a cazar en El Avellanar, finca de Ciudad Real propiedad de Alberto Alcocer. Al parecer, se trata de una de las mejores de España y es idónea para la caza mayor y menor. Lo que no resultaba nada oportuno es que el nombre del monarca volviera a aparecer relacionado con el de Alberto Alcocer en medio del escándalo judicial a cuenta del caso Urbanor, en el que éste y Alberto Cortina han eludido una cárcel merecida a cuenta de que el caso había prescrito. Todo un abuso de poder que si se supiera quitaría toneladas de imagen al rey. Pero el secreto está en que de estas cosas no se habla, ni se informa nunca.

Todo esto al rey se la trae al pairo. Se sabe inmune e impune y seguirá haciendo lo que le dé la real gana y, además, sus veleidades serán pagadas por el erario público. Lo malo es que ya no salen fotografías ni imágenes del rey cazando con sus amigos, y, como en ésta sociedad mediática, lo que no sale en televisión, no existe, se sabe amparado por esa triple inmunidad e impunidad: la no existencia de imágenes, el cubrimiento que le hace el Gobierno de todas sus cacerías y del costo de las mismas, y la protección que le hace la parte pudiente de la sociedad que se muere por ir a una de estas cacerías propias de
La escopeta nacional
.

Y, como además, todo esto lo pagamos entre todos a escote, resulta al parecer baratísimo porque ningún interventor real mete sus narices en algo que aparece en las contabilidades de forma tan diversificada.

¿Se imaginan ustedes a un presidente de la República con un coto de perdices a su servicio? ¿Me pueden decir cuánto duraría? ¿Se dan cuenta de por qué esta continua opacidad sigue haciendo que la Monarquía sea la institución más valorada?

Capítulo VIII: Ya está bien del 23-F

No creo que sin los hechos del año 2007, el rey hubiera acabado el año brindando con los soldados españoles en Afganistán donde acudió acompañado del ministro de Defensa, José Antonio Alonso. Con setenta años se está mejor en casa.

En
El País
entrevistaron al ministro sobre el viaje y éste lo justificó diciendo que «el rey ha recibido ataques de la extrema izquierda y de la extrema derecha. Porque es el Jefe del Estado, pero también porque tiene un significado histórico preciso. Estuvo al frente del país en momentos difíciles de nuestra transición y a la legitimidad institucional suma la personal. Tenemos rey para rato».

Esta declaración no la hacía el hijo de la duquesa de Alba sino José Antonio Alonso, un juez de León a quien conocí en su día en mi despacho como portavoz de la Asociación de Jueces para la Democracia. Uno de los amigos de Zapatero considerado un rojo por la derecha y que llegado al cargo repitió la cantinela del 23-F. Y así se seguirá mientras alguien de verdad no se tome en serio el ir recopilando todo lo que se ha ido escribiendo y diciendo sobre esta fecha; requiriéndose, también, la necesaria investigación que habría que hacer sobre este episodio que estuvo a punto de costarle el trono al rey, pero que, hábilmente, y por el pacto de silencio existente, se convirtió en la prueba del algodón de la apuesta democrática del monarca.

FUNDAMENTALMENTE UN MILITAR

Como he comentado en el capítulo referente a la guerra de Iraq, el rey nos dijo a Felipe Alcaraz y a mí que él, fundamentalmente, era un militar, un rey soldado. De hecho, en el uniforme que lleva se lee simplemente: Borbón. La palabra va acompañada de cinco estrellas de cuatro puntas, las que identifican al generalato. Se las impuso Franco cuando le designó sucesor suyo a «título de rey» en 1969. Al día siguiente de su discurso en las Cortes franquistas, Franco emitió un decreto nombrando a Juan Carlos general de brigada honorario de los ejércitos de Tierra y Aire y contralmirante de Marina. Don Juan Carlos luce dos más que los tenientes generales, máximo grado del Ejército español. Y una más que dos de esos oficiales, los jefes de los Estados Mayores de Tierra y Aire, ya que el rey es el único capitán general del ejército español. Y dado que también es el jefe de la Armada, en la bocamanga de su uniforme de marino lleva una banda más (una estacha), que los almirantes. Es, pues, un militar y, además, el de mayor edad en activo. Él nunca cesa en el empleo, ni pasa a la reserva. Como el papa.

Eso fue lo que acordó el dictador con su padre cuando desde los 17 años decidieron que estudiara en España, siguiendo cursos resumidos en las tres academias militares. Y se siente más militar que civil. Lo ha demostrado en momentos claves de su vida. Vestido de uniforme se casó; vestido de uniforme juró en las Cortes como jefe del Estado recordando al general que le había llevado a ese momento; y, tras el nacimiento de su hijo Felipe, se fotografió oficialmente por primera vez con sus tres hijos vestido de militar; y siempre que puede se rodea de militares para el desempeño de sus funciones.

Una fragata lleva el nombre de la reina; dos corbetas, hoy patrulleras de altura, los de Elena y Cristina, y el único portaaviones, el del Príncipe de Asturias.

Y para completar los nombres de la familia, el 10 de marzo de 2008, al día siguiente de las elecciones legislativas, los reyes presidían la botadura en Ferrol del mayor buque de guerra de España, el buque de proyección estratégica
Juan Carlos
I
, encargado en los últimos meses del gobierno de Aznar y que costó 360 millones de euros. Ande o no ande, caballo grande y caro.

En todos los actos militares o cívico militares que se celebran en instalaciones del ejército, con un canapé de por medio, el oficial de mayor graduación insta a los presentes a brindar «por el primer soldado de España», gritando «¡Por el Rey!». Es normal, pues, que el hombre tenga asumido su papel.

También a Felipe de Borbón le han dado una educación militar. Y eso que podían haber apostado por una plenamente civil. Sin embargo, pasó de soldado a comandante en trece años, y para eso le saltaron dos grados en el escalafón antes de su boda para tener un rango equiparable a los invitados a la ceremonia. Actos propios de una curiosa democracia sin debate alguno sobre estas cosas.

Todo esto y ese interés en tener una rara relación con el origen de su poder me recuerda un chiste de El Roto donde un personaje le dice a otro: «¿Te acuerdas de cuando vitoreábamos a Franco?». Y el otro responde: «Sí, pero lo mío eran vítores de protesta».

AMBIENTE PREVIO

En el año 1981, el ejército que había en España a cuatro años de la muerte del dictador, en su cama del hospital, estaba dirigido e integrado prácticamente por los mismos hombres que lo dirigían y formaban aquel 20 de noviembre de 1975. Sin embargo, psicológicamente muchos de aquellos hombres habían cambiado y se habían radicalizado pues vivían en un mundo de ruptura de certezas absolutas que nunca hubieran imaginado de no ser como una pesadilla. Y no eran pocos los que tras la legalización del Partido Comunista vivían aquello como una traición.

Si a esto se le añade la acción criminal de ETA actuando en aquellos años de forma preferente contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, aquel clima empezaba a ser un polvorín con la mecha corta, ya que, en el año 1977, ETA había asesinado a nueve guardias civiles y al primer militar, un comandante de Infantería. En el 78, a veinte guardias civiles y a trece militares. En el 79, a veintinueve guardias civiles y a trece militares. En el 80, a treinta y dos guardias civiles y a trece militares. Terrible.

La Constitución de 1978 apenas cambió en lo referente al ejército lo que ya estaba recogido en las Leyes Fundamentales franquistas de tal manera que el artículo 8 dice: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».

Quizás en esto podría resumirse aquello que dejó escrito Franco en su testamento cuando habló de que todo quedaba «atado y bien atado». Ya se había ocupado él que el Príncipe de España no le dejó a su padre llamarle Príncipe de Asturias, pues aquello era una restauración y no una sucesión. Allí donde había un desfile, estaba Franco con el Príncipe a su lado. De hecho, el 22 de julio de 1969, Juan Carlos, cuando juró los Principios Fundamentales del Movimiento y las Leyes Fundamentales del Reino, tenía al lado al dictador que escuchaba complacido a su sucesor leer con su voz gangosa dirigiéndose a Franco como «hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido y siga siendo por muchos años el rector de nuestra política». En Villa Giralda, en Estoril, don Juan no brindó precisamente con champán la traición que le había hecho su hijo a él y a la Monarquía hereditaria. Lo vio en la televisión de un bar del pueblo Montemos-o-Velho delante de una botella de whisky, según el historiador Paul Preston.

EL LIBRO DE LUIS HERRERO

Luis Herrero, eurodiputado, periodista de la COPE, hombre vinculado al PP, hijo de quien fuera el padrino de Adolfo Suárez, Fernando Herrero Tejedor, escribió un libro que fue publicado con el título de
Los que le llamábamos Adolfo
. Sin apenas salir del cascarón de la imprenta, lo que decía Luis Herrero fue objeto de una agria descalificación por parte del hijo del ex presidente, Adolfo Suárez Illana, un político de invernadero que no sería nada en ese mundo de no haber llevado ese nombre y ese apellido, que dilapidó en cuanto comenzaron a conocerle los ciudadanos al presentarse a las elecciones. Frente a José Bono, fue el clásico peso pluma que no le duró medio asalto al presidente de Castilla-La Mancha en las elecciones de 1996.

Además de decir que Luis Herrero poco menos que se inventaba las cosas, lo que más criticó Suárez Illana fueron los datos que escribió sobre la responsabilidad del rey en el 23-F. Herrero encajó el golpe, no montó ninguna bronca pública, aguantó el chaparrón; pero el libro se vendió y el testimonio ahí está. Más claro, agua.

Sinceramente, yo, entre lo escrito por Luis Herrero y lo dicho por Suárez Illana, me quedo con lo dicho por el primero, que, además, posee un extraordinario valor testimonial, porque está escrito desde el núcleo duro de lo que fue la transición del franquismo a la democracia.

Tras devorar el libro, que se lee rápido, por su interés, le escribí un correo diciéndole que no estaba muy de acuerdo con algún comentario que había escrito sobre Suárez y los nacionalismos, ya que había tenido oportunidad de hablar bastante con el ex presidente durante aquellas dos legislaturas en las que se presentó como presidente del CDS. En un café en la sala Gasparini del palacio de Oriente, después de una cena oficial y ante Txiki Benegas, nos llegó a decir algo que siempre repito: «Sólo cuando estuve seguro de que iba a dimitir, abordé contra viento y marea la devolución del Concierto Económico para Gipuzkoa y Bizkaia». Toda una confesión para la historia.

Luis Herrero me contestó muy amablemente y no creo que le importe que entresaque aquello que más me llamó la atención sobre lo que escribió en relación con el 23-F.

EL REY IMPUSO A ARMADA

Esto es lo que escribió el eurodiputado sobre la responsabilidad del rey en los hechos que ocurrieron el 23-F, una aciaga noche en la que el rey tardó muchísimo en salir al aire diciendo a los generales que obedecieran a la Constitución:

Cuando Suárez tomó la decisión de abrir su partido en canal mediante un Congreso de listas abiertas, sus relaciones con los militares llevaban mucho tiempo siendo horrorosas. Y con el rey, más de lo mismo.

Cada vez que regresaba del palacio de La Zarzuela traía el rostro demudado, sobre todo durante los últimos meses. El rey trataba de conseguir desesperadamente que el Gobierno nombrara al general Alfonso Armada segundo jefe de Estado Mayor del Ejército. Adolfo se negaba en redondo. El jefe del Estado estaba convencido de que había un golpe militar en trámite y que la única persona capaz de desbaratarlo era Armada. El jefe del Gobierno estaba convencido, por su parte, de que las cosas eran justo al revés: que el golpe militar lo estaba alimentado el propio Armada, para convertirse en presidente de un Gobierno de concentración, y que lo más aconsejable era mantenerlo alejado de los puestos de mando. El rey y Adolfo discutieron mucho sobre esta cuestión y, a menudo, con cajas muy destempladas. Fueron especialmente duras —hipertensas habría que decir— las conversaciones que ambos mantuvieron en Baqueira a finales de diciembre, y en Madrid el 22 de enero, sólo tres días antes de que Adolfo tomara la decisión de dimitir. Alguna vez se ha especulado con la idea de que en esa reunión el rey le pidió a Adolfo su renuncia. Yo no lo creo. Me parece inverosímil que el monarca, a la cara, le insinuara alguna vez a Adolfo la conveniencia de que le cediera los trastos a otro, aunque no albergo ninguna duda de que sí lo hizo mediante ese mecanismo tan ladino —y tan Borbón— de hablar pestes de alguien ante terceras personas con el ánimo de que esas personas, después, le contaran al interesado lo que habían oído.

Me consta que actuó así, por ejemplo, ante Santiago Carrillo. Me consta porque el líder comunista me lo contó. También me consta que Manuel Prado y Colón de Carvajal, que además de amigo íntimo del rey siempre ha sido un bocazas y un imprudente, defendió la candidatura de Leopoldo Calvo-Sotelo ante colaboradores muy próximos a Adolfo meses antes de su dimisión. A uno de esos emisarios, según dejó escrito en sus memorias Emilio Attard, presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, el rey le dijo en voz alta que Arias Navarro se había portado como un caballero y que se había ido sin protestar cuando él se lo pidió. Sin embargo, don Juan Carlos conocía muy bien a Adolfo y sabía que estaba orgulloso de su legitimidad democrática. Era consciente de que no se habría dejado borbonear. Además, las reglas democráticas, ya con la Constitución en vigor, no eran las mismas que le habían permitido hacer y deshacer durante los tres primeros años de su reinado. No tenía más remedio que guardar las formas. Adolfo, por su parte, fue siempre fiel a los imperativos de la lealtad institucional de la que siempre hizo gala y, en público, no se permitió jamás un comentario crítico hacia el monarca. Y en privado, pocos. Delante de mí, en aquella época, a lo más que llegó, en una ocasión, es a decirme que don Juan Carlos no le hacía todo el caso que debería hacerle y que sus relaciones no eran cómodas. Nada más. Ante sus colaboradores fue menos recatado.

Nunca en mis conversaciones con Adolfo salió a relucir el Congreso de Palma, así que no puedo aportar ningún comentario que ilustre cómo vivió aquellos tres días. En cambio, sí me dio algún dato sobre dos acontecimientos casi consecutivos que ocurrieron muy pocas horas antes. El 3 de febrero Agustín Rodríguez Sahagún firmó a sus espaldas la orden ministerial por la que se nombraba a Alfonso Armada segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Era el nombramiento que Adolfo había tratado de evitar a toda costa y cuyo veto le había costado varias broncas formidables con el rey. Con Adolfo ya dimitido y los ministros en precario, el monarca había puenteado el conducto reglamentario y le había exigido al titular de Defensa que firmara el nombramiento. Rodríguez Sahagún se plegó al requerimiento regio. Adolfo, al enterarse, montó en cólera y descolgó el teléfono: «Le dije que acababa de firmar la autorización para que se produjera en España un golpe de Estado y que cuando viera a Armada al frente de los golpistas recordara que había sido por su culpa», me comentó Adolfo muchos años después, sin entrar en los detalles ornamentales de la conversación, que debió de ser tremenda si tenemos en cuenta que, según me dijo, Rodríguez Sahagún acabó anegado en un mar de lágrimas.

El segundo episodio, al día siguiente, guarda relación con la visita del Rey a la Casa de Juntas de Guernica. Adolfo se había opuesto a que la visita se celebrara, pero el Rey había pasado por alto sus advertencias. El abucheo iracundo que le propinaron los junteros abertzales indignó sobremanera a los militares, que ya de por sí vivían en un clima de permanente indignación, y avivó el fuego sedicioso de los cuarteles. También por teléfono, Adolfo le hizo ver a don Juan Carlos que si seguía desoyendo sus consejos, el golpe no tardaría en producirse, sobre todo después de la promoción de Armada. Aurelio Delgado, que escuchó la conversación telefónica, me aseguró en su día que fue una de las más desabridas que él recuerda entre Adolfo y el Rey. Por añadidura no era el mejor momento para conversaciones pacíficas entre ambos interlocutores. A las diferencias políticas que les separaban había que añadir, en aquel momento concreto, un contencioso personal que les tenía de uñas. Adolfo quería que el rey le concediera el título nobiliario de duque de Ávila, pero el rey no estaba por la labor. El ducado, y más aún con el topónimo unido al título, suele estar reservado para los miembros de la familia real. A Carlos Arias, después de cesarle, le había concedido el título de marqués. Con Adolfo pensaba hacer lo mismo, pero Adolfo exigía más. Los negociadores de uno y otro, Manuel Prado y Alberto Recarte, trataron de limar asperezas pero no hubo forma de evitar el encontronazo de sus mayores. Al final del forcejeo el rey accedió a hacerle duque, con grandeza de España incluida, pero no de Ávila, sino de Suárez. Y, eso sí, con la condición severísima de que su retirada de la política fuera definitiva. Adolfo aceptó la condición para desbloquear el atasco, pero nunca tuvo intención de cumplirla.

Como los hechos son tozudos, no hay más remedio que reconocer que la información que Adolfo manejaba sobre la situación del Ejército, y sobre todo la interpretación que hacía de ella, le acercaba más a la realidad que ningún otro político de la época. Y eso incluye al rey, que todavía seguía convencido de que Armada no era el problema, sino la solución. El día 22 de febrero Alberto Recarte fue a despedirse de Adolfo antes de tomar posesión como consejero delegado de la Caja Postal de Ahorros. Lo que escuchó le dejó lívido: «Me voy —le dijo— con la enorme preocupación de ver a Armada de segundo jefe de Estado Mayor. Agustín Rodríguez Sahagún, por no haberme hecho caso, ha puesto a la zorra a cuidar de las gallinas. Temo lo peor. El Rey está ciego. No se da cuenta de la gravedad de lo que ha hecho obligando a Agustín a firmar el nombramiento de Armada. No descarto que haya un golpe militar, Alberto; y, si lo hay, Armada habrá sido su inductor».

Sólo faltaban veinticuatro horas para que la profecía se hiciera realidad.

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