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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (2 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—O sea que sólo cuentas con tu instinto.

—Nada de instinto, ésa es una mala definición. Son mi conocimiento y mi experiencia lo que me dicen que en esa carta hay algo...

Agitó la carta y al fin, cuando le fallaron las palabras, movió la cabeza.

Quizás esté haciendo una montaña de un grano de arena, pero sea como fuere, no me queda otro remedio que esperar.

—Bien, el viernes es veintiuno. Si ocurre un robo cerca de Andover entonces...

—¡Qué alivio sería!

—¿Un alivio? —exclamé—. La palabra me parece simplemente inadecuada. No veo que un robo pueda aliviar a nadie.

Poirot movió negativamente la cabeza.

—Estás en un error, amigo mío. No comprendes lo que quiero decir. Un robo sería un alivio porque libraría mi cerebro de un temor.

—¿Un temor de qué?

—De asesinato.

Capítulo II
-
(Aparte del relato particular del capitán Hastings)

EL señor Alexander Bonaparte Cust se puso en pie y dirigió una mirada al desaseado aposento. Dolíale la espalda a causa de la violenta posición en que durante mucho rato había permanecido. Al desperezarse quedó de manifiesto su elevada estatura.

Acercándose a un magnífico abrigo colgado en el respaldo de un sillón, sacó de un bolsillo un paquete de cigarrillos baratos y una caja de cerillas. Tras encender uno de los pitillos, regresó a la mesa ante la cual había estado sentado antes. Cogió una guía de ferrocarriles, que consultó, Luego, tomando una lista de nombres escrita a máquina, hizo con tinta una señal en uno de los primeros nombres. Era el jueves. 20 de junio.

Capítulo III
-
Andover

De momento, las palabras de Poirot acerca del misterioso anónimo me impresionaron bastante, pero debo reconocer que casi me había olvidado de ellas cuando llegó el día 21, y el primer recuerdo que tuve de las mismas fue debido a la vista que el inspector Japp hizo a mi amigo. El inspector era un viejo amigo nuestro y al verme me saludó calurosamente.

—Pero ¡si es el capitán Hastings! ¿Cómo van los asuntos por las pampas? ¡Esto me recuerda aquellos tiempos en que trabajábamos juntos los tres! Está usted muy bien conservado. Si no fuera por esos pelitos que le faltan en la cabeza parecería usted el mismo. En fin, dentro de cien años tendremos todos muchos menos. Yo sigo siendo el mismo.

Fruncí ligeramente el ceño. Estaba convencido de que gracias a la manera de peinarme, la calvicie a que se refería Japp no se notaba en absoluto. Pero como el buen inspector jamás se había hecho notar por su tacto, sonreí ligeramente y dije que ninguno de nosotros era ya joven.

—No diga eso —replicó Japp—. Aquí, el amigo Poirot, está más joven que nunca. ¡Qué cabellera!; no encontrará usted en ella ni una sola cana. ¡Y qué resistencia para el trabajo! Es el detective a quien he visto retirarse definitivamente más veces. A cada trabajo que termina dice lo mismo: «Éste es el último. Sin embargo, no se comete crimen o robo de interés en que no intervenga para escla-recerlo. Asesinatos en trenes, en aviones, en fiestas de sociedad. No se deja perder ni uno. Jamás ha trabajado tanto ni ha sido tan famoso como desde que se retiró.

—Ya le he dicho a Hastings que soy como las sopranos que se retiran cada temporada de la escena —dijo Poirot.

—No me extrañaría que esclareciese usted su propio asesinato —rió Japp—. No está mal la idea, ¿verdad? Podría escribirse un libro con ella.

—Hastings se encargará de eso —dijo Poirot, dirigiéndome un guiño.

—¡Ja, ja! Sería un éxito de librería —exclamó Japp. No pude ver la gracia que el inspector encontraba en sus palabras y decidí que se trataba de una broma muy tonta,

Quizá mi rostro expresó mis sentimientos, pues Japp se apresuró a cambiar el tema de conversación.

—¿Se ha enterado del anónimo que ha recibido el amigo Poirot? —preguntó.

—Se lo enseñé el otro día —explicó Poirot.

—¡Ya lo creo! —exclamé—. Casi me había olvidado de la carta. ¿Qué fecha mencionaba?

—El veintiuno —contestó el inspector—. Por eso he venido hoy. Ayer era el día que tenía que ocurrir algo en Andover. Me pasé la noche comunicando con esa población. No ocurrió nada interesante Una luna de escaparate rota (cosas de niños) y un par de borrachos a quienes hubo que trasladar a la Comisaría. Por una vez, nuestro amigo se ha equivocado.

—Es un gran alivio para mí que haya ocurrido así, lo confieso —dijo Poirot.

—Nosotros recibimos diariamente centenares de cartas por el estilo —rió Japp—. Abundan mucho las personas que no tienen más trabajo que enviar anónimos a la policía. No hacen ningún daño y se distraen un poco figurándose que son terribles malhechores o sagacísimos detectives.

—He sido muy tonto al tomar en serio esa carta —dijo Poirot.

—Todos lo somos alguna vez. Ha sido una lástima que esas células grises de usted hayan trabajado ahora inútilmente.

Y coreando las palabras con una ruidosa carcajada, el inspector Japp salió de la habitación.

—Ese Japp es siempre el mismo —contestó Poirot con indiferencia.

—Le encuentro muy envejecido —repliqué, deseando vengarme de las palabras del policía.

Poirot carraspeó.

—Mi peluquero, amigo Hastings —empezó—, me dijo el otro día que hay que peinarse de atrás adelante, y así se tapa la parte superior de la cabeza. Es una manera menos conocida de...

—¡Poirot! —rugí—. ¡No quiero saber nada de las ideas de tu peluquero! ¿Qué le pasa a la parte superior de mi cabeza?

—Nada, nada.

—¿Insinúas que me estoy quedando calvo? —¡De ninguna manera!

—Si me ha caído algo el cabello ha sido debido al calor que hace en América del Sur. Si estuviera aquí unos meses me volvería a crecer.

—Precisement.

—Ese Japp es un idiota que se ríe de todo. Es de los que cuando ven que a uno le retiran la silla al ir a sentarse y cae al suelo, sueltan la carcajada.

—Hay mucha gente que se ríe de eso.

—Es que hay mucha gente imbécil. Vamos, calma, Hastings.

—Bueno —refunfuñé, haciendo esfuerzos por contener mi injustificada indignación—; lamento mucho que eso de la carta anónima haya resultado una tomadura de pelo.

—Yo también lo lamento. Esa carta me hizo entrever un sinfín de emociones. A medida que envejezco me voy volviendo demasiado suspicaz.

—Bien, amigo Poirot, si he de «cooperar contigo», tendremos que buscar otro crimen más interesante —dije riendo divertido.

—¿Te acuerdas de tus palabras del otro día? Si pudieras encargar un crimen, de la misma manera que se encarga una comida. ¿Qué escogerías?

—Déjame reflexionar —repliqué, siguiéndole el humor—. ¿Robo? ¿Falsificación? No, nada de eso. Demasiado vegetariano. Tiene que ser un asesinato; con mucha sangre y dificultades. La víctima debería ser algún millonario nor-teamericano. O un presidente del Consejo de Ministros. También me satisfaría algún propietario de periódicos. La escena del crimen podría ser... la biblioteca. En cuanto al arma, podría ser una vieja daga española de anchos gavilanes... o algún objeto contundente. Un viejo ídolo chino, de buen bronce...

Poirot lanzó un suspiro.

—También serviría algún veneno —continué—; pero eso es demasiado técnico. Un disparo de revólver despertando agoreros ecos en el silencio de la noche es una cosa muy emocionante. Y además con una muchacha hermosa y rubia, rubia sobre todo pues las morenas no sirven y aunque sirviesen sería necesario importarlas de España, pues aquí ya hace tiempo que han desaparecido en los salones de belleza. Si en lugar de una joven fueran dos...

—El misterio sería más intrigante —continuó mi amigo.

—Sí, pues entonces una de ellas, la de aspecto más inocente, estaría injustamente abrumada con pruebas de culpabilidad. Un joven moreno (los rubios no sirven para el caso, y lo más que se tolera es que sean pelirrojos e irlandeses, con muchas pecas) estará enamorado de la joven sospechosa y se unirá a los detectives para descubrir el misterio y si no lo consigue, se declarará autor del crimen. Alguna vieja con cara de bruja también podría acaparar algo de las sospechas, y el resto de los personajes podrían ser un hombre alto, con bigote rizado y ojos de azabache, un secretario rastrero y de mirada huidiza.

—¿Ésa es la idea que tú tienes de un crimen ideal? —preguntó Poirot.

—¿No te parece bien? Pues es el modelo que presentan el noventa por ciento de las novelas policíacas. ¿Qué pedirías tú?

Poirot entornó los ojos y se recostó en el sillón. Con voz pausada empezó:

—Encargaría un crimen bien sencillo. Un crimen sin complicaciones; lo que se podría llamar un crimen íntimo.

—¿Y qué entiendes tú por íntimo?

—Supongamos que cuatro personas están jugando al bridge Una quinta persona, que no conoce las reglas del juego, se habrá arrellenado en un sillón junto al fuego. Uno de los cuatro jugadores le habrá asesinado aprovechando el momento en que no le tocaba jugar. ¡He aquí el crimen perfecto. ¿Cuál de los cuatro jugadores es el asesino?

—La verdad —refunfuñé—, no veo la menor emoción en ese crimen.

Poirot me dirigió una mirada de reproche.

—No ves ninguna emoción porque no intervienen viejas dagas, ni chantaje, ni esmeraldas robadas a algún ídolo chino, ni misteriosos venenos. Amigo Hastings, eres un ser melodramático. Lo que a ti te gusta no es un crimen, sino una serie de crímenes.

—Reconozco que tienes algo de razón en eso —contesté—. El segundo asesinato es siempre el más emocionante del libro. Si el crimen se comete en el primer capítulo y durante el resto de la novela no hay nada más que el trabajo de seguir la pista, es una cosa muy aburrida por su monotonía.

El timbre del teléfono resonó insistente y Poirot levantó el receptor.

—Dígame... Sí, soy yo, Hércules Poirot.

Escuchó durante unos minutos y poco a poco su expresión fue cambiando.

—Mais oui.

—Si, si, iremos en seguida.

—Naturalmente.

—Haremos lo que usted dice…

—Sí, la traeré. A tout á l'heure, entonces.

Poirot colgó el receptor y acercóse adonde yo me encontraba.

—Era Japp, Hastings.

—¿Qué quería?

—Acaba de llegar a Scotland Yard. Ha encontrado un mensaje de Andover.

—¿Andover? —exclamó asombrado. Lentamente Poirot explicó:

—Una vieja llamada Ascher, propietaria de un estanco, ha sido asesinada.

La explicación de Poirot me defraudó. Al oír el nombre de Andover esperaba algo más fantástico que el asesinato de una estanquera.

Poirot continuó con la misma lentitud:

—La policía local cree haber cogido ya al asesino. Mi desilusión aumentó.

—Parece que la mujer se llevaba mal con su marido.

Este era un borracho impenitente y la había amenazado más de una vez con matarla.

»Sin embargo —continuó Poirot—, en vista de lo que ha ocurrido, la policía desea echar otro vistazo al anónimo que recibí. He prometido que tú y yo saldremos en seguida hacia Andover.

Las palabras de Poirot me animaron un poco. Al fin y al cabo, por muy sórdido que el tal crimen pareciese, siempre era un crimen, y hacía mucho tiempo que yo no tenía contacto con crímenes ni criminales.

Entretenido con los preparativos de la marcha, apenas me fijé en lo que siguió diciendo mí amigo, y que más tarde debía tener plena confirmación.

—Ese no es más que el principio.

Capítulo IV
-
La señora Ascher

En Andover nos recibió el inspector Glen, hombre alto. delgado, de cabello abundante y sedoso y agradable sonrisa.

Para mejor comprensión de todo, creo que es preferible que haga un breve resumen del suceso.

El crimen fue descubierto por el agente Dover, a la una de la mañana del 22 de junio. Cuando durante su ronda empujó la puerta del estanco, para comprobar si estaba cerrada, con profunda sorpresa la halló abierta. Entró en la tienda y su primer pensamiento fue que la casa se hallaba vacía. Sin embargo, al dirigir al mostrador el haz luminoso de su linterna, descubrió el cuerpo de la vieja. Cuando llegó el forense, dictaminó que la mujer había muerto de un fuerte golpe en la nuca, sin duda en el momento en que estaba inclinada buscando un paquete de cigarrillos en el estante de debajo del mostrador. La muerte debió de ocurrir ocho o nueve horas antes del descubrimiento del crimen.

—Las investigaciones subsiguientes —exclamó el inspector— nos han permitido establecer con bastante seguridad la hora del asesinato. Se ha presentado a declarar un hombre que a las cinco y media entró en el estanco a comprar tabaco. Otro que entró con el mismo objeto a las seis y cinco ha declarado que no vio a nadie en la tienda y supuso que la propietaria había salido. Esto hace suponer que el asesinato ocurrió entre cinco? media y seis y cinco. Hasta ahora no he podido encontrar a nadie que haya visto a Ascher cerca del estanco, pero, desde luego, todavía es pronto. A las nueve estaba en la taberna de Las Tres Coronas, completamente borracho. Le buscamos como sospechoso.

—¿Vivía con su mujer? —preguntó Poirot.

—No, se separaron hace algunos años. Ascher es alemán. Hubo un tiempo en que fue camarero, pero se echó a la bebida y fue perdiendo todos los empleos que conseguía. Su mujer se puso a servir Su último empleo fue como cocinera y ama de llaves en casa de la anciana señora Rose. Parte de lo que ganaba lo entregaba a su marido para verse libre de él, pero nunca lo consiguió, pues siempre estaba importunándola con peticiones de dinero y dando escenas en las casas donde trabajaba su mujer. Éste fue el motivo de que ella aceptase el empleo en casa de la señora Rose, situada en pleno campo, a unos seis kilómetros de Andover. Así, el marido no la podía molestar tan a menudo. Cuando la señora Rose murió dejó un pequeño legado a su cocinera, cosa que permitió a ésta abrir el estanco. No se trataba de un establecimiento importante: sólo vendía tabaco barato y periódicos. Con lo que sacaba la buena mujer iba viviendo. Ascher la estaba importunando cons-tantemente, y de cuando en cuando, para librarse de él, le daba algún dinero, unos quince chelines semanales.

—¿Tenían hijos? —preguntó Poirot

—No. Sólo una sobrina. Trabajaba como doncella en Overton. Es una joven muy inteligente.

—¿Y dice usted que ese hombre amenazaba a su mujer?

—Sí. Cuando estaba borracho era algo terrible. ¿Qué edad tenía la mujer?

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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