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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (7 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—Es muy lamentable que ocurra así —replicó la señorita Merrion—. El ser humano es algo nauseabundo. Pero en sus ojos se leía una gran satisfacción.

—¿Qué sabe usted de esa joven, señorita Merrion?

—Nada —contestó la mujer—. Nada en absoluto.

—¿Cuánto tiempo trabajó en su casa?

—Éste era el segundo verano. —¿Estaba contenta de sus servicios? —Era una buena camarera... rápida y muy educada, —Era bonita, ¿verdad? —inquirió Poirot.

A su vez, la señorita Merrion le dirigió una mirada que quería decir: «¡Oh, estos extranjeros!»

—Era una joven atractiva, muy linda —dijo altivamente.

—¿A qué hora salió anoche de aquí? —preguntó Crome.

—A las ocho. Cerramos a las ocho. No servimos cenas.

—¿Dijo por casualidad lo que pensaba hacer?

—No, señor.

¿Vino a buscarla alguien?

—No.

—¿Era su aspecto el de costumbre? ¿No estaba inquieta?

—No puedo asegurárselo —contestó altiva la propietaria del café.

—¿Cuántas camareras emplea usted?

—Corrientemente dos y desde el veinte de junio a finales de agosto.

—La señorita Barnard era de las primeras, ¿no?

—Sí.

—¿Y la otra?

—¿La señorita Higley? Es una joven muy simpática.

—¿Eran amigas de la señorita Barnard?

—En realidad, no puedo asegurarlo.

—Sería mejor que habláramos con ella.

—¿Ahora?

—Si no tiene inconveniente.

—La haré venir dentro de un momento —la señorita

Merrion se levantó—. Tengan la bondad de entretenerla lo menos posible. Es la hora del almuerzo y está muy ocupada.

Una jovencita regordeta, de ojos saltones, en los que se reflejaba la emoción que sentía, entró en la trastienda.

—La señorita Merrion me ha hecho venir —anunció sin aliento.

—¿Es usted la señorita Higley?

—Sí, señor.

—¿Conocía usted a Elizabeth Barnard?

—¡Ya lo creo! Ha sido horrible. ¿verdad? ¡Espantoso! Me cuesta trabajo creer que pueda ser verdad. Toda la mañana lo he estado diciendo. Me parece imposible que Betty ha muerto. Mire, ha habido momentos en que me he pinchado un dedo para convencerme de que estaba despierta. ¡Betty Barnard, asesinada! Me hace el efecto de que no ha muerto de veras, de que la veré reaparecer de un momento a otro.

—¿Conocía mucho a esa señorita? —preguntó Crome.

—Desde el mes de marzo, en que entré a trabajar aquí; ella trabajaba desde el año pasado. Era una muchacha muy quieta. ¿Entiende lo que quiero decir? No era de ésas con quienes se puede reír y divertirse. Sin embargo, no era seria... Bueno, quiero decir que no era ni divertida ni seria... Algo así como un término medio.

Debo hacer constar que el inspector Crome demostró ser un hombre de infinita paciencia Como testigo, la señorita Higley era de una pesadez indignante, Cada palabra que decía la repetía dos o tres veces. El resultado de tanta palabra era de una suficiencia desesperante.

Lo que al fin se sacó en limpio fue que la joven había sido compañera de trabajo de Elizabeth Barnard, con quien tuvo bastante intimidad durante las horas que pasaban en la casa de té. Fuera, sin embargo, apenas se veían. Elizabeth Barnard había tenido un novio que trabajaba en casa de Court y Brunskill, agentes de fincas. Ignoraba cómo se llamaba, pero le conocía muy bien de vista. Era un hombre muy elegante y atractivo. En la voz de la señorita Higley se advertía que los celos habían hallado alojamiento en su corazón.

Elizabeth Barnard no dijo a nadie dónde pensaba ir la noche anterior, pero según opinión de la señorita Higley, había ido a reunirse con su novio. Llevaba un traje blanco muy bonito.

Hablamos con las otras dos camareras, pero sin conseguir saber nada acerca de sus planes, ni se la vio en Bexhill durante la noche.

Capítulo X
-
Los Barnard

Los padres de Elizabeth Barnard vivían en una torrecita situada en el extremo de la población y que formaba parte de un grupo de otras cincuenta. El, señor Barnard era un hombre fuerte, de cara asombrada y que, habiéndose dado cuenta de nuestra llegada, nos esperaba en la puerta.

Pasen, señores —nos invitó.

El inspector Kelsey tomó la iniciativa.

—Le presento al inspector Crome, de Scotland Yard —dijo—. Ha venido para ayudarnos en nuestras investigaciones.

—¿Scotland Yard? —murmuró esperanzado el señor Barnard—. Mejor. ¡Ese asesino debería ser arrastrado por las calles! ¡Pobre hijita mía!... —y un espasmo de ira contraje el rostro del hombretón.

—También le presento al señor Hércules Poirot —continuó Kelsey— y...

—Y el capitán Hastings —dijo Poirot.

—Mucho gusto en conocerles, señores —murmuró mecánicamente Barnard—. Pasen al salón. No sé si mi pobre mujer tendrá ánimos para recibirlos., Está deshecha por lo ocurrido.

Sin embargo, cuando llegamos al salón encontramos esperándonos a la señora Barnard. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y caminaba con la indecisión de quien ha recibido un fuerte golpe.

—Veo que te has animado un poco —dijo Barnard, acercándose a ella en seguida y palmeándola cariñosamente la espalda

—El señor superintendente ha sido muy bueno con nosotros —dijo el hombre—. Cuando nos dio la... noticia nos dijo que ya nos interrogaría más tarde, cuando nos hubiésemos repuesto de la conmoción.

—¡Es terrible! ¡Es terrible! —sollozó la señora Barnard—. ¡Es la cosa más espantosa del mundo!

El cantarino acento de la mujer me hizo pensar que se trataba de una extranjera, pero pronto comprendí que era debido a su origen galés.

—Es un suceso muy triste, señora —dijo el inspector Crome—. Le aseguro que la acompañamos en el sentimiento, pero ahora seria conveniente que nos contase todo lo que sepa, para que podamos avanzar más de prisa en nuestro trabajo.

—Tiene razón —asintió el señor Barnard.

—Tengo entendido que su hija tenia veintitrés años. Vivía con ustedes y trabajaba en el café Ginger, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Esta casa es nueva, ¿verdad? ¿Dónde vivían antes?

—Yo trabajaba en las forjas de Kennington. Hace dos años me retiré, y como siempre había deseado vivir cerca del mar, me vine aquí.

—¿Tiene dos hijas?

—Sí. La mayor trabaja en un despacho en Londres. —¿No se alarmaron al ver que anoche su hija no volvía a casa?

—No nos dimos cuenta —dijo la señora Barnard con los ojos llenos de lágrimas—. Mi marido y yo siempre nos acostamos temprano. A las nueve de la noche. No supimos nada hasta que llegó la policía y... y. ..

—¿Tenía su hija costumbre de retirarse tarde?

—Ya sabe usted lo que son hoy en día las mujeres, señor inspector —dijo Barnard—. Se les ha metido la independencia en la cabeza y ahora, en verano, la aprovechan para ir a casa a la hora que les parece.

—¿Cómo entraba? ¿Estaba la puerta abierta?

—Le dejamos la llave debajo de la esterilla.

—He oído algo acerca de que su hija estaba a punto de casarse, ¿es verdad eso?

—No se había formalizado nada aún —contestó Barnard.

—El novio de mi hija se llama Donald Fraser —dijo la señora Barnard—. Es un joven muy simpático. Cuando el pobre se entere va a sufrir mucho.

—Tengo entendido que trabaja en casa de Court y Brunskill, ¿no es eso?

—Sí; son unos agentes de fincas.

—¿Tenía ese. —joven la costumbre de salir cada noche con su hija?

—Cada noche, no. Una o dos veces por semana.

—¿Sabe si tenía que salir con ella ayer noche?

—Elizabeth no me dijo nada: nunca lo hacía. Sin embargo, era una muchacha muy buena. ¡No puedo creer que...!

Y la señora Barnard rompió de nuevo en sollozos. —Ánimo, mujer, tenemos que ser fuertes —tartamudeó el señor Barnard.

—Estoy segura de que Donald no... no hizo eso —murmuró la mujer. El señor Barnard volvióse hacia los dos inspectores.

—Quisiera poderles ser de alguna ayuda —dijo—. Pero la realidad es que no sé absolutamente nada que pueda conducirlos a la detención del maldito canalla que ha hecho eso... No comprendo que alguien haya sentido deseos de matar a una mujercita como mi hija. Era una muchacha decente.

—Me gustaría echar un vistazo al cuarto de su hija

—dijo Crome—. Tal vez encontrásemos algo de interés, cartas o documentos...

—Mire usted cuanto quiera —dijo el hombre, poniéndose en pie.

Nos siguió al cuarto de su hija. Crome abría la marcha, tras él iba Poirot, a quien siguió Kesley. Yo iba en último lugar.

Me detuve un momento para anudarme el cordón de un zapato. Al levantarme vi que un taxi se detenía frente a la casa y que de él bajaba una joven que después de pagar el importe de la carrera, al entrar en el saloncito me vio y se detuvo asombrada.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Embarazado por la presencia de la recién llegada, no supe qué contestar. ¿Debía decirle quién era? Sin embargo, la joven no me dio tiempo a tomar una decisión,

—Ya supongo quién es —dijo.

Quitóse el blanco sombrerito que llevaba y lo tiró al suelo. Esto me permitió observarla mejor.

La primera impresión que me causó fue la de una de las muñecas japonesas con que mis hermanas jugaban cuando eran pequeñas. Llevaba el cabello cortado a la romana. Tenia los pómulos salientes y el cuerpo anguloso, aunque muy atractivo. No era hermosa, pero si llamativa, una de esas mujeres que nunca pasan inadvertidas.

—¿Es usted la señorita Barnard? —pregunté.

—Soy Megan Barnard. Supongo que usted debe ser de la policía

—De la policía, precisamente, no...

La joven me interrumpió rápidamente:

—No creo que puede decirle nada interesante. Mi hermana era una joven decente, sin amigos de ninguna clase. Buenos días.

Y soltando una breve carcajada, me miró desafiadora.

—¿Ha terminado ya la entrevista? —preguntó.

—Se equivoca usted si me ha tomado por un periodista, señorita —dije.

—Pues, ¿quién es usted? ¿Dónde están mis padres?

—Su padre está enseñando a la policía el cuarto de su hermana y su madre se ha retirado.

En aquel momento apareció Hércules Poirot.

—Señorita Barnard —saludó inclinándose. Megan Barnard dirigió una mirada a mi amigo.

—He oído hablar de usted —dijo—. Es el detective más famoso de Londres.

La joven se sentó en el borde de una silla, sacó un cigarrillo del monedero, lo encendió y al fin dijo:

—No puedo comprender el interés del señor Hércules Poirot en nuestro humilde crimen.

—Mademoiselle —respiró Poirot—, lo que usted no sabe .y lo que yo ignoro llenaría seguramente muchos volúmenes. Pero eso no tiene la menor importancia. Lo que importa es algo que podemos encontrar fácilmente.

—¿Y qué es?

—La muerte, señorita, crea, desgraciadamente, un prejuicio. Un prejuicio a favor del muerto. He oído lo que hace un momento ha dicho usted a mi amigo. «Una joven muy decente, sin amigos de ninguna clase.» Estas palabras las pronunció usted burlándose de los periódicos. Tiene usted razón; cuando una joven muere, los periódicos escriben lo que usted ha dicho Era decente. Era feliz Tenía buen carácter. Ninguna preocupación pesaba sobre ella. Carecía de amistades indeseables Hay siempre una gran caridad para los muertos. ¿Sabe usted lo que me gustaría en este momento? Desearía encontrar a alguien que conociera a Elizabeth Barnard y no supiese que está muerta.

Megan Barnard miró en silencio a mi amigo. Lanzó varias bocanadas de humo y al fin dijo algo que me hizo dar un brinco.

—¡Betty era una perfecta idiota!

Capítulo XI
-
Megan Barnard

Como he dicho, las palabras de Megan Barnard, y sobre todo el tono con que fueron pronunciadas, me hicieron dar un brinco.

Sin embargo, Poirot limitóse a mover gravemente la cabeza.

—A la bonne heure! —dijo—. Es usted muy inteligente. señorita.

Megan Barnard continuó con la misma indiferencia:

—Quería mucho a Betty, pero mi cariño no me impedía darme cuenta de lo estúpida que era. ¡Cuántas veces se lo dije a ella misma! ¡Pero las hermanas son todas iguales! —¿No hizo caso de sus consejos?

—Probablemente no —contestó cínicamente Megan Barnard.

—Le agradeceré hable con toda claridad, señorita. La joven vaciló.

—Yo le ayudaré —dijo Poirot con una ligera sonrisa—. Le oí decir a mi amigo que su hermana era una joven sin amigos. La realidad era un poco distinta, ¿no es cierto?

—Betty no era de esas muchachas que pasan el fin de semana con cualquier 'hombre —dijo lentamente Megan—. Sin embargo, le gustaba que la llevasen a bailar y... recibir algún regalito insignificante...

—Era bonita, ¿verdad?

Esta pregunta, que oía ya por tercera vez, recibió al fin una contestación precisa.

Megan dirigióse a la maleta que había traído, la abrió y sacó algo que tendió a Poirot,

Rodeada por un marco de cuero, veíanse la cabeza y los hombros de una joven rubia, de rostro sonriente. Su cabello, sin duda recién rizado a la permanente, aparecía cuidadosamente revuelto. La sonrisa era amplia y artificial. El rostro no era precisamente hermoso, pero tenía encanto. Poirot devolvió el retrato, diciendo:

—No se parecían ustedes, mademoiselle.

—Yo soy la oveja negra de la familia. Hace tiempo que lo sé —dijo estas palabras sin darle importancia.

—¿En qué, según usted, se portaba su hermana tontamente? ¿Se refiere acaso en lo tocante al señor Donald Fraser?

—Sí, eso mismo. Donald es un hombre muy sereno, pero... claro, ciertas cosas las hubiera notado y... entonces...

—¿Y entonces qué, señorita?

Puede que sólo fuese suposición mi a, pero me pareció que la joven cavilaba antes de contestar.

—Temía que la dejara. Es un hombre honrado y trabajador y hubiera sido un excelente marido.

Poirot continuó mirando fijamente a la joven. Ésta no enrojeció, ni desvió los ojos, sino que replicó con otra mirada tan firme como la de mi amigo. y que además era desdeñosa y desafiadora.

—Ya estamos así. ¿eh? —dijo al fin Poirot—. Ya no decimos la verdad,

Megan encogióse de hombros y volvióse brusca hacia la puerta.

—He hecho cuanto he podido por ayudarle —dijo. La voz de Poirot la detuvo.

—Un momento, señorita. Tengo que decirle algo.

De mala gana, la joven obedeció.

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