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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (3 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—Unos sesenta años. Era muy respetable y trabajadora.

—¿Cree usted que ese Archer es el asesino, señor inspector? —preguntó gravemente Poirot.

El inspector, algo intrigado por la pregunta, carraspeó.

—Es aún demasiado pronto para decirlo, señor Poirot. Antes quiero que Franz Archer me dé cuenta de cómo pasó la tarde de ayer. Si logra explicarse satisfactoria-mente le dejaremos en libertad. De lo contrario...

Y el inspector hizo una interrogadora pausa.

—¿Falta algo en la tienda? —preguntó Poirot.

—Nada. Ni siquiera el dinero de la caja. No se encontró la menor señal de robo.

—¿Cree usted que Archer entró en el estanco, exigió dinero a su mujer y cuando ésta se negó la mató a golpes? —siguió pensando Poirot.

—Parece lo más probable. Pero debo confesarle que me gustaría echarle otro vistazo a esa extraña carta que recibió usted. He estado pensando que tal vez la escribiera el misma Ascher.

Poirot hizo lo que le pedía el inspector y éste leyó atentamente el anónimo.

—No, parece que Ascher —murmuró frunciendo el ceño—. No creo que él hubiese escrito «nuestros policías», pues es alemán. Podría ser un alarde de agudeza del que no le creo capaz. Además, ese hombre es un puro temblor. Le hubiera sido totalmente imposible escribir una carta así, sin ninguna falta. No deja de ser extraño el hecho de que se mencione la fecha veintiuno del corriente, por eso podría ser una simple coincidencia.

—Sí, desde luego.

—Pero a mí esas coincidencias no me gustan, señor Poirot. Es demasiado...

El inspector permaneció callado durante unos instantes, frunciendo el ceño.

—A. B. C. ¿Quién puede ser es A. B. C.? Veremos si Mary Drower (ésa es la sobrina) puede ayudarnos. Antes de leerla pensé que esa carta que recibió usted, señor Poirot sería de Ascher.

—¿Sabe usted algo del pasado de la señora Ascher?

—Era de Hamsphire Sirvió en Londres, donde conoció a Ascher v se casó con él. Durante la guerra debieron de pasarlo bastante mal a causa de la nacionalidad del marido. En el año mil novecientos veintidós se separó de él y se vino aquí. Ascher logró enterarse y la siguió, abrumándola con peticiones de dinero —un policía entró en la habitación—. ¿Qué ocurre, Briggs?

—Afuera está Ascher.

—Está bien; hazle pasar. ¿Dónde le habéis encontrado?

—Escondido en un vagón de la estación.

—Bien, bien Que entre.

Franz Ascher era un hombre de aspecto lamentable. Un convulsivo temblor agitaba su cuerpo y sus ojos se movían inquietos en las órbitas.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó—. No he hecho nada. ¡Es una vergüenza y un escándalo eso que hacen conmigo! ¿Cómo se atreven a traerme aquí? —sus modales cambiaron bruscamente—, No, no he querido decir eso. Ustedes no serán malos conmigo. Todo el mundo se porta mal con el pobre Franz Ascher. Soy un viejo.

Y el hombre rompió en sollozos.

—Vamos, Ascher, calla ya —dijo el inspector—. Aún no te he acusado de nada. Eres libre de declarar o callarte. Además, sí no tienes nada que ver con el asesinato de tu mujer...

—¡Yo no la he matado! —chilló el alemán—. ¡No la he matado! ¡Todo eso no son más que mentiras! ¡Loe ingleses son todos unos cerdos que se han puesto de acuerdo contra mí...! ¡Jamás se me ocurrió matarla!

—Sin embargo, muchas veces la amenazaste.

—No, no. Usted no lo comprende. Era sólo una broma... una broma entre Alice y yo. Ella ya lo comprendía.

—¡Pues era una broma un poco rara! ¿Tienes inconveniente en decirnos dónde estabas ayer tarde?

—Se lo diré todo. No me acerqué a Alice. Estuve con unos amigos en la taberna de Las Siete Estrellas. Luego fuimos a la del Perro Rojo...

El afán de explicarse le hacía tartamudear.

—Dick Willows estaba conmigo, y también nos acompañó el viejo Curdie, George y Platt y no sé cuántos más, Les aseguro que yo no me acerqué a Alice. ¡Dios mío, les estoy contando la pura verdad!

—Briggs, llévese a este hombre —ordenó el inspector—. Queda detenido como sospechoso.

Cuando el viejo salió del despacho y sus gritos se hubieron apagado, el policía murmuró:

—No sé qué pensar. De no ser por la carta, creería que era el asesino.

—¿Qué hay de los hombres que ha citado como testigos?

—Lo peor del pueblo. Ninguno de ellos vacilaría en jurar en falso No dudo que pasara con ellos la mayor parte de la tarde. Todo depende de que alguien le haya vista cerca del estanco entre las cinco y media y las seis.

Poirot movió pensativo la cabeza.

—¿Está usted seguro de que no desapareció nada de la tienda?

El inspector se encogió de hombros.

—Es posible que hayan desaparecido algunos paquetes de cigarrillos, pero por eso no se comete un asesinato de esta índole.

—¿Y no había algo... cómo podríamos llamarlo? ¿Algo incongruente, impropio del lugar?

—Una guía de ferrocarril fue lo que se encontró.

—¿Una guía de ferrocarril?

—Sí. Estaba abierta y colocada boca abajo en el mostrador. Parecía como si alguien hubiera estado consultando los trenes que salen de Andover. Quizá la vieja o algún cliente

—¿Vendían guías en el estanco?

El inspector movió la cabeza negativamente.

—Vendía guías pequeñas, parciales, pero la que encontramos era de las completas. Aquí en el pueblo sólo las venden en casa de Smith y en la estación.

Los ojos de Poirot se iluminaron. Inclinándose hacia delante preguntó:

—¿Era una «Bradshaw» o una «A. B. C.»?

Los ojillos del inspector se iluminaron también.

—¡Por Dios misericordioso! —exclamó Japp—. Era una «A. B. C.».

Capítulo V
-
Mary Drower

El sórdido crimen adquiría un nuevo aspecto, ¿Quién era el misterioso individuo que asesinó a la señora Ascher y dejó una guía de ferrocarriles «A. B. C.»?

Nuestra primera visita al salir del cuartelillo fue al depósito de cadáveres para ver el cuerpo de la muerta. Sentí una extraña sensación al contemplar el arrugado rostro y el cano cabello de la desgraciada. Su aspecto era tan apacible que costaba trabajo creer que había sido asesinada.

—La muerte le llegó por sorpresa —observó el sargento—. Por lo menos, eso es lo que ha dicho el forense. Me alegro de que ocurriese así. La pobre era un pedazo de pan. La mujer más decente del pueblo.

—En algún tiempo debió ser muy guapa —dijo Poirot.

—¿De veras? —preguntó incrédulo.

—¡Ya lo creo" Fíjate en la línea de las mejillas, la forma de la cabeza...

Lanzó un suspiro, y después de colocar la sábana sobre el rostro de la muerta, salimos del depósito.

Nuestra inmediata visita fue al médico del depósito. El doctor Kerr era un hombre de mediana edad y de aspecto inteligente. Hablaba con bastante sequedad y firmeza,

—El arma no fue encontrada —dijo—, Es imposible decir cuál pudo ser. Un bastón, una cachiporra, un saquillo de arena... Cualquier cosa por el estilo.

—¿Se necesitaría mucha fuerza para pegar un golpe como el que causó la muerte a esa desgraciada?

El médico dirigió una aguda mirada a Poirot.

—Lo que usted quiere saber es si un hombre corroído por el alcohol podría ser el asesino, ¿verdad? Pues sí; cualquier persona, por débil que fuese, podría haber pegado ese golpe.

—Entonces, el criminal puede haber sido tanto una mujer como el hombre, ¿verdad?

La insinuación pareció desconcertar al forense.

—¿Una mujer? Hombre... debo confesarle que no se me ocurrió semejante posibilidad. Ese crimen no parece propio de una mujer; pero... desde luego, materialmente tanto podría haberlo cometido una mujer como un hombre. Moralmente, repito que no me parece un asesinato femenino.

Poirot se apresuró a mover afirmativamente la cabeza.

—Tiene usted mucha, muchísima razón. No parece probable que el asesino sea una mujer. Pero en nuestra profesión hay que aceptar todas las posibilidades. ¿Cómo encontraron el cadáver?

El forense hizo una detallada exposición de la posición en que encontraron el cadáver y del lugar donde estaba tendido. Su opinión era que al recibir el golpe mortal estaba de espaldas al mostrador y, por lo tanto, también de espaldas a su matador. Al caer fue a parar debajo del tablero, quedando invisible para todo aquel que entrase en la tienda.

Cuando nos separamos del doctor Kerr, Poirot aclaró:

—Ya te habrás dado cuenta. Hastings, de que tenemos un punto en favor de la inocencia de Ascher. Si hubiese estado discutiendo con ella, amenazándola de muerte si no

le daba dinero, la mujer habría estado de cara a él. En lugar de eso se hallaba de espaldas a su atacante. Indudablemente estaba buscando tabaco o cerillas para un cliente.

—Me parece muy probable —dije estremeciéndome. Poirot movió gravemente la cabeza.

—Pauvre femme! —murmuró. Luego consultó su reloj.

—Overton está a poca distancia de aquí. ¿Qué te parecería si fuésemos a hacer algunas preguntas a la sobrina de la muerta?

—Supongo que antes querrás ir a la tienda donde se cometió el asesinato...

—Prefiero dejarlo para luego. Tengo un motivo.

No dijo más y poco después nos dirigíamos hacia Overton, siguiendo la carretera de Londres.

La dirección que el inspector nos había dado era la de una hermosa casa situada a dos kilómetros del pueblo. A nuestra llamada acudió una hermosa joven de negros cabellos, cuyos bellos ojos presentaban claras señales de llanto.

—Supongo que usted debe ser la señorita Mary Drower, ¿verdad? —preguntó amablemente Hércules Poirot.

—Sí, señor —contestó la joven

—¿Me permitirá que hable con usted unos minutos? Desde luego siempre que su señora no se oponga. Se trata de algo referente solamente a su señora tía, que en paz descanse.

—La señora está fuera. No creo que ponga ningún reparo a que hable con ustedes.

Con paso algo vacilante nos guió hasta un pequeño salón. Entramos allí y Poirot se acomodó en un sillón, junto a la ventana. Su aguda mirada se clavó en el rostro de la joven.

—Ya sé que está usted enterada de la muerte de su tía. Le doy mi más sentido pésame y quisiera preguntarle si la policía no le indicó la conveniencia de que se trasladara usted a Andover.

—Me dijeron que debía asistir a la investigación judicial. que tendrá lugar el lunes. Como allí no tengo ningún sitio adónde ir y además la otra criada está fuera, he preferido quedarme aquí hasta que deba ir a declarar.

—¿Quería mucho a su tía?

—¡Ya lo creo, señor! Conmigo se portó siempre muy bien A los once años, al morir mi madre, fui a Londres a vivir con ella. A los dieciséis, entré a servir en una casa, pero siempre que tenía fiesta iba a pasarla con mi tía. Su marido la hizo muy desgraciada. Cuando se refería a él le llamaba: «Mi viejo diablo». Nunca la dejó en paz en ningún sitio. Era un hombre muy malo.

La joven hablaba con gran vehemencia.

—¿No pensó su tía en librarse de la persecución de su marido por los medios que la ley ponía a su disposición?

—Era su marido y ella lo había querido en un tiempo.

—Dígame, Mary, ¿es verdad que Ascher amenazaba muy a menudo a su tía?

—¡Ya lo creo! Y le decía unas cosas horribles. La amenazaba con cortarle la cabeza y cosas por el estilo. También juraba mucho, en alemán y en inglés. Sin embargo, mi tía aseguraba que cuando se casó con él era un hombre muy simpático y amable. ¡Es terrible pensar cómo cambia la gente!

—Sí, sí, claro. Bien, supongo, Mary, que después de oír todas esas amenazas no le extrañaría enterarse de la muerte, de su tía.

—Mucho me extrañó, señor. Yo nunca creí que mi tío sintiese lo que decía. Suponía que era una forma de amenazar y nada más. Además ni¡ tía no le tenía el menor miedo. Infinidad de veces le había visto escapar, como perro con el rabo entre piernas, cuando ella se revolvía. É1 le tenía mucho miedo.

—Sin embargo, su tía le daba dinero. —Al fin y al cabo era su marido.

—Ya lo ha dicho usted antes —Poirot permaneció callado unos instantes y al fin continuó—: Supongamos que su tío no es el asesino.

—¿Que él no es el asesino? —exclamó asombrada la joven.

—Sí, eso mismo. Supongamos que fue otra persona la que mató a su tía... ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser esa persona?

Mary miró cada vez más asombrada a mi amigo.

—No tengo la menor sospecha de quién pueda ser el asesino —contestó al fin.

—¿No tenía miedo a alguien?

—No, señor. Mi tía no tenía miedo a nadie ni a nada.

—¿La oyó usted, por casualidad, mencionar alguna vez a alguien que la odiase por cualquier motivo?

—No, señor.

—¿Recibía cartas anónimas?

—Cartas. ¿Cómo?

—Cartas sin firma... o que al pie llevasen sólo algunas iniciales como, por ejemplo. A. B. C.

Mientras pronunciaba las últimas palabras, Poirot no perdía detalle del rostro de Mary, pero era indudable que la joven no sabía nada de lo que le preguntaba.

—Aparte de usted, ¿tenía su tía algún pariente?

—Ahora no, señor. Antes tuvo diez hermanos, pero sólo cuatro llegaron a mayores. Mi tío Tom murió en la guerra, mi tío Harry marchó a América del Sur y no hemos vuelto a saber nada de él y al morir mi padre quedé yo como única pariente suya.

—¿Tenía su tía algunos ahorros?

—Sí, lo suficiente para permitir un entierro decente, como decía. No podía guardar mucho dinero, pues casi todo se lo llevaba su «viejo diablo».

Poirot movió pensativo la cabeza. En voz baja, dijo, más para sí que para la joven:

—De momento estamos en tinieblas... Hasta que esto se aclare un poco no podremos hacer nada... —se levantó—. Si necesito algo más de usted, Mary, ya la avisaré.

—Oiga, señor —dijo la muchacha—. La región no me gusta nada. Si estaba en ella era por mi tía. Pero ahora... —gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas—, ahora no hay motivo para qué no vuelva a Londres. La ciudad es más alegre para una muchacha como yo.

—Entonces le agradeceré que cuando se marche me dé su dirección. Aquí tiene usted mi tarjeta.

Se la entregó y Mary leyó extrañada el nombre que aparecía en ella. Al fin murmuró interesada:

—¿No tiene usted nada que ver con la policía, señor?

—Soy un detective privado.

Durante unos minutos la joven contempló en silencio a mi amigo. Al fin dijo:

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