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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (5 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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No entendía bien lo que quería decir mi amigo, pero en aquel momento llegábamos al despacho del inspector Flen.

Capítulo VII
-
El señor Patridge y el señor Ridell

El inspector Glen parecía muy pensativo. Supongo que había pasado la tarde tratando de encontrar las personas que fueron vistas entrando en el estanco.

—¿Y no se vio a nadie? —inquirió mi amigo.

—¡Ya lo creo! Tres hombres altos de mirada furtiva. Cuatro hombres bajos con bigote negro y dos de ellos con barba. Tres hombres gordos, de aspecto extranjero. Y todos, si he de hacer caso de lo que dicen, con expresión siniestra. Me extraña que alguien no haya visto una pandilla de gangsters con revólveres y ametralladoras, Poirot dirigió una mirada de simpatía al inspector.

—¿Ha visto alguien a ese Ascher?

—No. Y ése es otro punto a su favor. Ya le he dicho al jefe que éste es un asunto de Scotland Yard. No creo que sea un crimen local.

—Yo creo lo mismo —dijo gravemente Poirot.

—Es un asunto muy feo, señor Poirot, muy feo... No me gusta nada.

Antes de regresar a Londres tuvimos otras dos .entrevistas.

La primera fue con el señor James Patridge. Este señor era la última persona que vio en vida a la señora Ascher. A las cinco y media aproximadamente le compró un paquete de cigarrillos.

Era un hombrecillo pequeño y delgado; trabajaba en un Banco. Llevaba lentes y su aspecto era el de un hombre muy meticuloso. La casa en que vivía era pequeña y muy bien cuidada.

—¿Qué desea usted, señor Poirot —preguntó, mirando la tarjeta de mi compañero.

—Tengo entendido, señor Patridge, que usted fue la última persona que vio viva a la señora de Ascher.

El señor Patridge juntó las yemas de los dedos y miró a Poirot como si fuese un cheque dudoso.

—Eso que dice usted puede ser y puede no ser, señor Poirot —dijo—. Es muy posible que otros hombres entraran en el estanco después que yo.

—Sin embargo, nadie se ha presentado a decirlo. El hombrecillo carraspeó.

—Hay mucha gente, señor, que no tiene noción de sus deberes de ciudadano.

Mientras pronunciaba estas palabras, nos miraba por encima de sus lentes como una lechuza.

—Tiene usted mucha razón —asintió Poirot—. Usted fue a la policía motus propio, ¿verdad?

—Sí, señor. Tan pronto como me enteré de lo ocurrido comprendí que mi declaración podría ser de alguna ayuda y me presenté en la Jefatura.

—Eso le honra a usted mucho —declaró solemnemente Poirot—. ¿Tendría inconveniente en repetirme su declaración?

—Lo haré con infinito placer. Volví a casa ya las cinco y media en punto...

—Usted perdone. ¿Cómo está tan seguro acerca de la hora?

El señor Patridge pareció un poco irritado por la interrupción.

—El reloj de la iglesia acababa de sonar. Miré el reloj y comprobé que se atrasaba de un minuto. Eso fue unos

segundos antes de que entrara yo en el estanco de la señora Ascher.

—¿Tenía usted por costumbre comprar en esa tienda?

—Sí, señor. Como me venía de paso, cada semana compraba un paquete de picadura «John Cotton».

—¿Conocía personalmente a la señora de Ascher? ¿Sabe algo de su vida privada?

—Nada absolutamente. Aparte de algunas consideraciones del tiempo. nunca hablamos.

—¿Sabía que el marido de esa pobre mujer la había amenazado de muerte?

—No, señor; nunca supe eso.

—¿Notó usted algo raro en ella ayer noche? Quiero decir, si su aspecto no era el de siempre, si estaba triste o preocupada.

El hombrecillo meditó unos instantes.

—Que yo recuerde —dijo al fin—, no noté nada raro. Poirot se levantó.

—Muchas gracias por haber contestado a mis preguntas, señor Patridge. ¿Tiene por casualidad una guía «A. B. C.»? Quisiera consultarla para ver qué tren debo tomar.

—En la estantería que está detrás de usted encontrará una.

En la estantería en cuestión había una «A. B. C.», una guía «Bradhaw», un anuario, una guía de calles y el «Quién es quién».

Poirot cogió la guía de ferrocarriles e hizo ver que consultaba la lista de trenes. Luego, la dejó en la estantería y nos despedimos del señor Patridge.

Nuestra visita al señor Albert Rídell fue muy distinta. La conversación fue acompañada del choque de platos de la cocina, de ladridos en el patio y de hostilidad en el señor Ridell.

Era un hombre muy alto de rostro amplio y ojillos suspicaces. Comía una empanada de carne acompañada

de una enorme taza de té. La mirada que nos dirigió fue de la mayor irritación.

—¿Dice que quiere que repita mi declaración? —gruñó—. ¿Para qué? No me gusta nada eso de repetir lo que he contado a la maldita policía.

Poirot me dirigió una divertida mirada y luego añadió:

—Comprendió perfectamente lo que le ocurre a usted, pero se trata de un asesinato y eso es una cosa muy seria.

—Será mejor que le cuentes al señor todo lo que sabes, Bert —intervino su mujer.

—¡Cierra el pico! —rugió el gigante.

—Supongo que usted no iría a ver a la policía por su propia voluntad. —rió Poirot.

—¡Claro que no! ¿Por qué tenía que ir? No era asunto mío ese crimen.

—Es cuestión de pareceres —hizo notar indiferentemente Poirot—. Se cometió un asesinato... La policía tenía interés en saber quiénes habían estado en el estanco... A mí mismo me hubiese parecido mucho más natural que... usted se hubiese presentado por su propia voluntad.

—Tenía trabajo. No digo que más tarde no me hubiese presentado yo mismo.

—Bien, sea como fuere. lo cierto es que la policía me ha dicho que usted fue una de las personas que ayer entraron en el estanco de la señora Ascher ¿Quedaron satisfechos en la jefatura de su declaración?

—¿Por qué no debían que quedar? —gruñó el hombretón.

Poirot se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué insinúa usted? —preguntó Ridell—. Nadie tiene nada contra mí. Todos saben que el asesino no fue otro que el marido.

—Pero a él no se le vio ayer noche por aquella calle, y a usted sí.

—Conque me quieren meter a mí en el ajo, ¿eh? Pues

no lo conseguirán. ¿Qué interés podría yo tener en hacer semejante cosa? ¿Cree que quería robarle una lata de tabaco? ¿Me cree un asesino?

Se levantó y acercóse amenazador a mi amigo. Su mujer se apresuró a intervenir.

—Por favor, Bert... no digas esas cosas. Van a creer...

—Cálmese, monsieur —animó Poirot—. Sólo le pido que me explique lo que vio en el estanco. El hecho de que usted rehúse hacerlo es... es un poco extraño.

—¿Quién ha dicho que yo rehusé hacer nada? —El señor Ridell dejóse caer de nuevo en su silla—. Pregunte cuanto quiera.

—¿Eran las seis cuando entró en el estanco?

—Minuto más o menos era esa hora. Entré a buscar una paquete de «Gold Flaque». Abrí la puerta...

—Eso quiere decir que estaba cerrada, ¿verdad?

—Claro. Creí que la tienda estaba ya cerrada; pero no era así. Entré y no vi a nadie. Di unos golpes en el mostrador y esperé. Como no acudió nadie, salí de la tienda y me vine a casa. Eso es todo. ¿Está contento?

—¿Vio el cadáver tendido al otro lado del mostrador?

—No; como tampoco lo hubiera visto usted, a menos de que hubiese conocido su existencia.

—¿Vio la guía de ferrocarriles que estaba encima del mostrador?

—Sí. Eso me hizo pensar que la vieja habría marchado en tren, olvidándose de cerrar la puerta.

—¿Tocó por casualidad la guía?

—No.

¿Vio salir a alguien del estanco antes de entrar?

—No vi a nadie. Lo que le he dicho es lo que sé. Poirot se levantó.

—No le molesto más, señor. Bon soir.

Poco después cogimos el tren de las 7,02 que partía hacia Londres.

Capítulo VIII
-
La segunda carta

Bien, ¿qué has sacado en limpio? —pregunté. Estábamos sentados en un compartimiento de primera clase. El tren, un expreso, acababa de salir de Andover.

—El crimen —dijo Poirot— fue cometido por un hombre de estatura mediana, cabello rojo y un lunar bajo el ojo izquierdo. Cojea ligeramente del pie derecho y tiene un gran lunar en el sobaco izquierdo.

—¡Poirot! —exclamé.

Durante unos segundos permanecí mudo de asombro. Al fin, el brillo de los ojillos de mi amigo me hizo comprender la verdad.

—¡Poirot! —volví a exclamar, esta vez en tono de reproche.

—Mon ami. ¿qué te creías? Me miras como pidiéndome una solución a lo Sherlock Holmes, y te la doy. Ahora, hablando con toda franqueza, te diré que no sé nada del aspecto del asesino, ni dónde vive ni la manera de echarle el guante.

—Si por lo menos hubiese dejado alguna pista —murmuré.

—¡La pista! La pista es siempre lo que a ti te atrae. Lástima que no fumara y dejase la ceniza del cigarrillo, y luego pisase en el barro, dejando la huella de su tacón de forma especial. No, no ha sido tan amable. Pero por lo menos, nos ha dejado la guía de ferrocarriles. La «A. B. C.», ¡Ahí tienes la pista!

—¿Crees que la dejó olvidada?

—No. La dejó a propósito. La falta de huellas dactilares lo demuestra. ¿Concibes tú a un hombre que en pleno mes de junio vaya con guantes? No, todo el mundo le miraría. Pues bien, si nuestro asesino no lleva guantes y en la guía no se han encontrado huellas dactilares, eso quiere decir que las borró. Un inocente hubiese dejado huellas... un asesino, no. Por tanto, nuestro criminal abandonó la guía porque no es ninguna pista.

—¿No crees que podamos descubrir nada por ese medio?

—No, Hastings. Ese misterioso X es indudablemente un hombre orgulloso de su destreza. No habría dejado nada que pudiese permitir su captura.

—Así esa guía no sirve para nada. Poirot no contestó en seguida.

—Absolutamente para nada —dijo al fin—. Nos enfrentamos con un personaje desconocido. Está en la oscuridad y desea permanecer en ella. Sin embargo, si bien en un sentido no sabemos nada de él, en otro sabemos mucho. Es hombre que sabe escribir perfectamente a máquina, que usa papel de buena calidad, que desea ardientemente demostrar que es alguien. Me lo figuro como un niño en quien nadie se ha fijado... Ha crecido siempre en segundo término. y su mayor ansia ha sido atraer sobre él la atención de los demás. No consiguiéndolo se ha sentido humillado y así ha llegado hasta cometer un crimen para llamar la atención...

—Todo eso son simples conjeturas —le interrumpí—. No te proporcionan ninguna ayuda.

—Prefieres la ceniza del cigarrillo y el tacón de forma especial, ¿verdad? Siempre has sido así. Pero por lo menos podemos hacernos algunas preguntas. ¿Por qué escogió la guía «A. B. C.»? ¿Por qué mató a la señora Ascher? ¿Por qué Andover?

—La vida pasada de la mujer parece muy sencilla —murmuré—. Las entrevistas con esos dos hombres han sido un fracaso. No nos han descubierto nada que ignorásemos.

—La verdad sea dicha, no esperaba conseguir gran cosa. Pero no podíamos dejar a un lado a los dos posibles asesinos.

—No creerás...

—Hay una posibilidad de que el asesino viva en Anda ver o muy cerca. Esa es una posible respuesta a nuestra pregunta: ¿Por qué Andover? Bien, tenemos dos hombres que estuvieron en el estanco alrededor de la hora en que se cometió el crimen. Cualquiera de ellos pudo ser el asesino y hasta ahora no se ha podido demostrar que no lo sean.

—Quizás esa bestia de Ridell —indiqué, dejando ver mi duda.

—Me siento inclinado a absolver a Ridell. Estaba nervioso, inquieto.

—Pero eso no hace más que demostrar...

—Una naturaleza totalmente distinta a la del personaje que escribió la carta firmada por A. B. C. Una persona segura de sí misma, serena...; eso es lo que debemos buscar.

—No creerás que el señor Patridge...

—Ese ya se aproxima más al tipo de nuestro asesino. No se puede decir más. Se porta como lo haría quien escribió el anónimo. Se presentó a la policía... hizo una declaración espontánea.

—¿Crees que sea él?

—No. Hastings. Creo que el asesino fue a Andover de cualquier otro punto, pero no se puede dejar nada al azar.

Y aunque al referirme al asesino lo coloque siempre en el género masculino, no hay que descartar la posibilidad de que sea una mujer.

—¡Desde luego!

—La forma en que se cometió el asesinato revela la mano de un hombre. Sin embargo, las mujeres suelen escribir más anónimos que los hombres.

Permanecí callado durante unos segundos y al fin dije:

—¿Qué haremos ahora?

—¡Mi enérgico Hastings! —Poirot me miró sorprendido y sonriente.

—¿Qué vamos a hacer? —insistí.

—Nada.

—¿Nada? —mi desilusión era evidente.

—¿Soy acaso un mago, un hechicero? ¿Qué quieres tú que haga?

Reflexionando sobre la pregunta, me di cuenta de que era muy difícil contestar a ella. Sin embargo, convencido de que algo había que hacer y que no debíamos dejar que la hierba creciese bajo nuestros pies, como vulgarmente se dice, indiqué luego.

—Tenemos la guía de ferrocarriles, el papel de cartas, el sobre...

—La policía hace ya todo lo posible para ver de sacar partido de esas pistas. Si algo se puede conseguir, se conseguirá.

Con esto tuve que darme por satisfecho.

Durante los días que siguieron comprobé que Poirot no parecía en absoluto dispuesto a discutir el asunto. Cada vez que intentaba yo sacarlo a relucir, me cortaba la palabra con un ademán impaciente.

Creía comprender esa desgana por tratar de un asunto tan apasionante. Es el asesinato de la señora de Ascher, Poirot había sufrido una derrota. A. B. C. le retó y venció. Mi amigo, acostumbrado a una serie ininterrumpida de éxitos, se resentía de su fracaso. Eso quizá fuese impropio de un hombre tan grande, pero el éxito emborracha y el más insignificante fracaso, cuando es el primero, duele en gran manera.

Comprendiéndole, respetaba la debilidad de mi compañero y no mencioné más el asunto. En el periódico leí el resultado de la indagatoria. En ella no se hizo mención alguna de A. B. C. y el veredicto fue de «Crimen cometido por persona o personas desconocidas». El asesinato atrajo muy poco la atención, pues las características eran muy vulgares.

A decir verdad, yo mismo me olvidaba ya del suceso. Esto quizá fuera debido a que el asesinato de la señora de Archer iba unido al fracaso de Poirot. De pronto, el 25 de julio el caso volvió a cobrar actualidad.

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