Read El misterio de la guía de ferrocarriles Online
Authors: Agatha Christie
Tags: #Intriga, #Policiaco
—¿Hay algo raro en... en ese crimen?
—Sí, hija mía. Hay... algo muy raro. Más adelante seguramente podrá ayudarme.
—Lo haré con mucho gusto, señor, No estuvo nada bien que mataran a mi pobre tía.
Era una manera un poco impropia de exponer lo ocurrido, pero no dejaba de ser emocionante.
Poco después emprendíamos el regreso a Andover.
La calle donde había ocurrido la tragedia era una de las que iban a dar a la calle Mayor del pueblo. El estanco de la señora Ascher estaba situado hacia la mitad, a la derecha.
Al entrar en la calle, Poirot dirigió una mirada a su reloj y entonces comprendí el motivo de haber retrasado hasta entonces la visita. Eran las cinco y media menos minutos Quería reproducir lo más posible la atmósfera del día anterior.
Si éste fue su propósito, fracasó por completo. Para empezar, la calle, que de ordinario debía estar muy poco concurrida a semejante hora, se hallaba repleta de gente cuya atención estaba fija en el estanco.
Cuando al fin conseguimos, tras muchos esfuerzos, llegar al estanco, nos hallamos frente a un joven policía que impedía que los curiosos entrasen en la tienda, al mismo tiempo que repetía como una cantinela «Circulen, señores, circulen, hagan el favor, circulen». Al ver el pase que el inspector entregó a mi amigo, abrió la puerta y nos dejó pasar. entre las protestas del público que también quería oler un poquito de sangre.
En el estanco reinaba la más completa oscuridad. El policía, relevado por un compañero que acababa de llegar en su ayuda, encendió la luz. Esta era bastante débil de manera que el estanco quedó sumido en algo más que una tiniebla.
Dirigí una curiosa mirada a mi alrededor.
La tienda era muy pequeña. Colgadas de cordeles se veían algunas revistas y periódicos del día anterior. Detrás del mostrador, una serie de estantes se levantaban hasta el techo y mostraban alineados infinidad de paquetes de tabaco para pipa y cigarrillos. También veíanse unos botes de caramelos y regaliz. En resumen, era uno de tantos estancos.
El policía empezó a explicar lentamente cómo encontraron la muerta.
—Estaba ahí detrás, señor. El forense dijo que la pobre no se dio cuenta de nada, ni sufrió lo más mínimo. Debía estar buscando algo en los estantes.
—¿Tenía algo en las manos?
—No, señor; pero junto a ella encontramos un paquete de cigarrillos «Player's».
Poirot movió lentamente la cabeza y dirigió una vaga mirada a su alrededor.
—Y la guía de ferrocarriles, ¿dónde estaba?
—Aquí, señor. —El policía señaló un lugar sobre el mostrador—. Estaba abierta por la parte correspondiente a Andover. Sin duda el asesino, si era un hombre, estaba consultando los trenes que salen de Andover. También podría ser que la guía pertenezca a alguien no relacionado con el crimen. Tal vez se la olvidaron en el mostrador.
—¿Y las huellas dactilares? —pregunté. El policía movió la cabeza.
—Hemos examinado toda la tienda sin encontrar nada.
—¿Ni en el mostrador? —preguntó mi amigo.
—En el mostrador encontramos demasiadas y todas confusas v mezcladas.
—¿Encontraron alguna de Ascher?
—Es demasiado pronto para decirlo, señor.
Poirot asintió con la cabeza y luego preguntó si la mujer vivía en la misma tienda.
—Sí, señor; aquella puerta al final comunica con sus habitaciones. Ya me perdonarán que no les acompañe, pero debo permanecer...
Poirot cruzó la puerta en cuestión y yo le seguí Detrás de la tienda había un microscópico' comedor y la cocina combinados. Los muebles eran escasos y viejos, pero limpios y bien cuidados. En el bufete se veían algunas fotografías. Me acerqué para examinarlas y Poirot me siguió.
En total las fotografías eran tres. Una, de aficionado, era de la joven con quien aquella misma tarde habíamos hablado, Mary Drower. Llevaba sus mejores galas y en su rostro se dibujaba la sonrisa que ella debía de considerar mejor, y cuyo único resultado práctico era una completa desfiguración del agraciado rostro de la muchacha.
La segunda, obra de un buen fotógrafo, era el retrato de una vieja dama de blancos cabellos. Una magnífica piel le rodeaba el cuello.
Supuse que se trataba de la señora Rose, la misma que había legado a la señora Ascher el dinero que le permitió establecerse.
La tercera fotografía, vieja y amarillenta, reproducía a un hombre y una mujer, jóvenes los dos. vestidos a la moda de muchos años antes. El hombre vestía algo así como de etiqueta y en su rostro se reflejaba una gran alegría
—Sin duda un retrato de bodas —dijo Poirot—. Fíjate. Hastings ¿No te dije que indudablemente había sido una mujer hermosa?
Poirot tenía razón. La joven de la fotografía era una auténtica belleza, a pesar del peinado y el traje que la desfiguraban bastante. Me fijé, con gran atención en la segunda figura. Era casi imposible reconocer en ella a Ascher, el inveterado borracho.
Del comedor partía una escalera que conducía al piso superior, donde estaban las habitaciones de la señora Ascher; eran dos en total. Una estaba vacía y la otra fue, indudablemente, un dormitorio femenino. Después de ser registrado por la policía, quedó tal como estaba en aquellos momentos. En la cama se veían dos viejas mantas, en un estante varias piezas de ropa interior, unas latas de galletas, una novela por entrega titulada «El oasis verde», un par de medias nuevas, baratas, dos cacharros de porcelana, un mapa de Dresde, un perrillo de porcelana, con varias desconchaduras. Un impermeable negro colgado de una percha completaba el mísero ajuar de la muerta.
Si hubo papeles íntimos, la policía debió llevárselos.
—Pauvre femme! —murmuró Poirot—. Vamos, Hastings, aquí no queda nada para nosotros.
Cuando volvimos a estar en la calle, vaciló un momento y al fin cruzó el arroyo. Frente al estanco de la señora Ascher tenía su tienda un verdulero de esos con más mercancías fuera que dentro.
En voz baja, mi amigo me dio unas instrucciones, luego entró en la tienda. Transcurridos dos o tres minutos le imité. Al entrar le encontré discutiendo el precio de la lechuga. Por mi parte, compré una libra de fresas.
Poirot estaba hablando animadamente con la fornida mujer que le despachaba.
—Ese crimen del que tanto hablan ocurrió ahí en la tienda de enfrente, ¿verdad? ¡Qué suceso! ¡Le habrá causado una impresión enorme!
La fornida mujer estaba, indudablemente, cansada de hablar del crimen.
—No ha tenido nada de particular —replicó—. No sé qué hace toda esa gente parada ahí.
—Ayer noche eso debía de estar mucho más desierto —insinuó Poirot—. Quizás usted misma vio al criminal en el momento en que entraba en la tienda... Era un hombre
alto con barba, ¿verdad? Me han dicho que se trataba de un .ruso.
—¡Cómo! ¿Qué dice usted? —La mujer miraba extrañada a Poirot—. ¿Un ruso, dice?
—Sí; tengo entendido que la policía ya le ha detenido.
—¡Un extranjero tenía que ser para cometer un crimen semejante! —exclamó excitada la mujer.
—Mais oui. ¿Le vio usted por casualidad ayer noche?
—Si les he de decir la verdad, no me fijé. Por la noche es cuando más trabajo tenemos; pasa adelante gente que vuelve del trabajo. ¿Dice usted un hombre alto con barba? No recuerdo haber visto a nadie.
En ese momento intervine en la conversación.
—Usted perdone, señor —dije dirigiéndome a Poirot—. Creo que le han informado mal. El asesino era un hombre bajito y moreno. Por lo menos así me lo han descrito.
Mis palabras originaron una acalorada discusión en la que intervinieron la tendera, su marido y un dependiente. Todos habían visto hombres bajos y morenos. Además, el dependiente había visto uno alto, pero sin barba.
Por fin, realizadas nuestras compras, salimos de la tienda sin haber sacado nada en limpio.
—¿Por qué has hecho esto. Poirot? —pregunté a mi amigo, cuando nos hubimos alejado.
—Parbleu! Quería comprobar si alguien había visto a algún forastero cerca del estanco.
—¿No podías preguntarlo, y ahorrarte así toda esa sarta de mentiras?
—No, mon ami. Si lo hubiese preguntado no habría obtenido ninguna contestación a mis preguntas Tú eres inglés y, sin embargo, aún no te has dado cuenta de cómo reaccionan tus compatriotas cuando se les hace una pregunta directa. Lo inmediato es sospechar si se trata de una impertinencia y. por lo tanto, no se debe contestar. Si hubiese preguntado esas gentes se habrían encerrado en un mutismo de ostra. Pero al hacer una afirmación les ha dado pie para la discusión con la cual nos hemos enterado de varias cosas. Primera, de que a la hora en que se cometió el asesinato circulaba bastante gente por la calle. Nuestro asesino escogió bien el momento.
Poirot hizo una pausa y luego continuó en tono de reproche:
—¿Es que no tienes el menor sentido común, Hastings? Te dije que compraras cualquier cosa y no se te ocurre nada mejor que comprar fresas. Ya empiezan a aplastarse y su jugo traspasa el papel de la bolsa. Vas a estropearme todo el traje.
Con gran desconsuelo comprobé que mi amigo tenía mucha razón.
Me apresuré a regalar las fresas a un muchachito que pareció enormemente sorprendido y por cuyos ojos pasó la sospecha de que trataba de envenenarle.
Para completar el asombro del chiquillo, Poirot le regaló la lechuga.
Cuando nos hubimos quedado solos, Poirot continuó amonestándome.
—En una verdulería así, no se te ocurra nunca comprar fresas. Las que tienes están todas pasadas, y la fresa sólo es buena cuando es fuerte. Podías haber pedido un par de plátanos, una col, cualquier cosa, menos fresas.
—Fue lo primero que se me ocurrió —dije por toda excusa.
—Pues es una verdadera lástima que tengas tan poca imaginación.
En aquel momento Poirot se detuvo y me hizo volver de nuevo hacia el estanco. La casa y tienda contigua estaban por alquilar. Las ventanas de la siguiente dejaban filtrar un poco de luz.
Hacia esa casa me empujó Poirot. Como no había timbre. llamó con los nudillos.
Al cabo de unos minutos una chiquilla muy sucia abrió la puerta.
—Buenas noches —saludó Poirot—. ¿Está tu madre?
—¿Qué? —la chiquilla nos miraba suspicazmente. —Que si está tu madre —repitió Poirot.
Estas palabras tardaron un minuto en penetrar en el cerebro de la muchacha y cuando al fin las tuvo dentro, dio media vuelta y corrió hacia la escalera, gritando: —¡Mamá, te quieren ver unos hombres!
Y en seguida fue a esconderse en la carbonera.
Una mujer de afilado rostro nos miró desde el piso superior y empezó a bajar.
—No vale la pena que pierdan el tiempo... —empezó. Mas Poirot no la dejó terminar.
Quitándose el sombrero, hizo una profunda inclinación. —Buenas noches, señora —dijo—. Soy el redactor del Evening Flicker. He venido para convencerla de que acepte cinco libras por los informes que pueda darnos respecto a su vecina, la señora Ascher.
Toda la ira de la mujer se desvaneció como por ensalmo al oír lo de las cinco libras.
—Pasen, hagan el favor... Por ahí, a la izquierda. ¿No quieren sentarse?
La pequeña habitación en que entramos estaba enteramente ocupada por unos macizos muebles estilo seudojacobino, Con algunos esfuerzos pudimos abrimos paso y al fin nos dejamos caer en un viejo sofá.
—Les ruego me perdonen —se excusó la mujer—. Me precipité un poco al hablar, pero tengan en cuenta el sinfín de molestias que ocasionan los corredores de productos para la casa. No hacen más que decir: «Señora Fowler, el producto que vengo a ofrecerle no tiene rival». Y así, todo el santo día.
Aprovechando la ocasión, Poirot empezó:
—Bien, señora Fowler, supongo que no tendrá usted inconveniente en hacer lo que le he pedido.
—No sé si podré —contestó la mujer—. Conocía a la señora Ascher, desde luego, pero en cuanto a escribir lo que sé de ella...
Poirot se apresuró a tranquilizarla, asegurándole que no tenía que escribir nada. Su única obligación consistía en explicar lo que supiese.
Así animada, la señora Fowler se sumió en hondas meditaciones.
—La señora de Ascher era una mujer encerrada en sí misma. Poco comunicativa. No era de extrañar, pues su vida era muy triste. Si en el mundo hubiese justicia, Franz Ascher hubiese ido a parar a la cárcel muchos años antes. Eso no quería decir que la señora Ascher le tuviera miedo. Ni a un tártaro temía en vida aquella mujer. Ella, la señora Fowler; le había dicho muchas veces: «Un día ese hom-bre la matará.» ¡Y al fin lo había hecho! A pesar de estar tan cerca del crimen, no oyó el menor ruido.
Poirot aprovechó una de las pausas de la mujer para preguntarle si alguna vez había visto alguna carta firmada con las letras A. B. C.
Con profundo disgusto, la señora Fowler confesó que nada sabía de tal cosa.
—Ya sé lo que quiere decir —continuó la mujer—. Es una carta anónima. De ésas en que la gente escribe todas las cosas que no se atreve a decir en voz alta. Nunca me enseñó ninguna. Cuando mi hija Eddie me dijo que en la casa de al lado había muchos policías y salí a ver lo que ocurría, me llevé una impresión enorme. No debía haberse quedado sola en casa, la pobre mujer. Un marido borracho es peor que un lobo. También se lo dije infinidad de veces. «Ese hombre la matará un día.»
—Tengo entendido que el señor Ascher no se acercó a la tienda en todo el día de ayer —dijo Poirot.
La señora Fowler rió sarcásticamente.
—Es muy natural que fuese con mucho cuidado y procurara que nadie le viese.
La manera como el acusado pudo llegar hasta el estanco, sin ser visto por nadie, no tenía importancia para la mujer.
Sin embargo, convino en que el señor Ascher era muy conocido en el barrio y que el estanco no tenía puerta trasera.
—Ya procuraría él que nadie le viese. Los alemanes son gente muy astuta.
Poirot alargó un poco la conversación convenciéndose al fin de que la buena mujer le había contado todo cuanto sabía. Después de pagar la cantidad convenida, salimos de la casa.
—Me parece que has tirado cinco libras, Poirot —dije.
—Así parece, de momento.
—¿Crees que esa mujer sabe algo más de lo que ha dicho?
—Amigo mío, estamos en una situación muy particular. No sabemos qué pregunta hacer. Somos como niños que jugasen de noche al escondite. Avanzamos con las manos extendidas con la esperanza de coger algo. La señora Fowler nos ha contado lo que cree saber. Quizás en el futuro su declaración pueda sernos útil. Ha sido para el futuro que he gastado cinco libras.