Authors: Mandelrot
Descubrió varios puestos de vigías: el clima era muy riguroso y, estando en altura y no pensando que fueran a ser descubiertos, los observadores encendían fuego para calentarse. El viajero por su parte no se hacía concesiones.
Aunque la nieve y el hielo tenían bloqueados los caminos Kyro logró atravesar finalmente las montañas, teniendo que trepar o escalar en algunos tramos. Estaba en tierra de neohombres: el frío era tremendo, había algo de vegetación aunque no era abundante, y parecía un lugar bastante inhóspito. Encontró un camino ancho que seguía hacia el norte serpenteando entre suaves colinas y lo siguió, siempre moviéndose de noche.
Por fin llegó hasta lo que parecía una gran ciudad militar. Era lo que buscaba: información. Buscó una posición elevada desde la que pudiera tener una mejor vista y esperó la llegada del día.
Parecía que los informes eran correctos: sólo en aquel lugar habría unos diez mil soldados recibiendo una instrucción militar bastante dura por lo que podía verse desde la distancia.
Infantería, arqueros, caballería, estaban muy bien preparados y se notaba que se pretendía que estuvieran listos para el combate en cualquier momento. El viajero se preocupó: si los neohombres eran tan superiores a los humanos sería imposible pararles con los campesinos reclutados que él había visto.
Estuvo oculto todo el día, observando, hasta que decidió que ya sabía lo que había venido a averiguar. Se disponía a descansar antes de emprender el camino de vuelta durante la noche cuando les vio llegar.
Era uno de los ayudantes de Ludzer, de los que le acompañaban cuando entró al salón del banquete; iba con dos jinetes más que Kyro no conocía, pero de él estaba completamente seguro.
Su visita a la ciudad fue muy breve y ya la habían dejado antes del ocaso. Iban acompañados de un grupo de ocho neohombres, y fue al verlos juntos cuando el viajero pudo apreciar su superioridad física: aunque eran bastante similares de aspecto a los humanos, aparte de su piel muy pálida y los cabellos de todos casi blancos, eran bastante más altos y musculosos.
Iban montados a caballo y no se dirigían al camino por el que había venido el viajero, sino a otro lugar a lo largo de las montañas: aquella era la dirección a Dalva. Estaba claro: Ludzer había llegado a un pacto con los neohombres para dejarles pasar por sus tierras, traicionando a sus hermanos. Esta breve visita no era sino la confirmación del acuerdo que ya estaría hecho.
Le costó seguirles porque debía tener cuidado de no ser descubierto, por ellos o por los vigías que controlaban aquel territorio; durante la noche ganaba terreno y localizaba los puestos de observación que evitaba cuando llegaba la luz. Así pasaron varios días, hasta que por fin llegaron al paso de Dalva.
Cuando Kyro vio aquello se dio cuenta de por qué Ludzer tenía la llave para controlar aquel lugar durante el invierno. Era un desfiladero ancho y muy largo que a lo largo de su recorrido tenía, a uno de los lados arriba en las montañas, varias construcciones evidentemente pensadas para contener la nieve. El viajero contó ocho, unas plataformas alargadas sostenidas por troncos y que si dejaran caer su carga provocarían avalanchas que acabarían con todo lo que hubiera allá abajo.
Kyro vio desde el lugar donde estaba oculto cómo el grupo dejaba sus caballos y comenzaba a ascender por una especie de duro camino excavado en la nieve y la roca, que subía hasta las construcciones de lo alto. Tardaron bastante tiempo en llegar arriba, e incluso desde allí tan lejos pudo darse cuenta de que cada uno de los ocho neohombres se colocaba en una de las construcciones. Tras esto, cuando ya había llegado el atardecer, el ayudante de Ludzer con los otros dos volvieron a bajar y montaron de nuevo en sus caballos para alejarse de las montañas.
Era de noche. Habían hecho un fuego, al que se pegaban los tres para mantenerse calientes mientras comían.
—¿No habéis encontrado nada mejor? —dijo el ayudante de Ludzer.
—Por aquí no hay mucho más que cazar, mi señor Bot —le respondió uno de sus acompañantes.
—Pues esto sabe a madera reseca —Bot estaba irritado; tiró a un lado la pieza que había sostenido en las manos.
Un momento después se giró extrañado: había oído un ruido a su espalda. Como un golpe, algo que cayera con fuerza al suelo. Intentó escudriñar en la oscuridad, sin resultado.
—¿Habéis oído eso? —dijo.
No le contestaron, así que se giró para hablar a sus acompañantes.
—Eh, ¿habéis...?
La frase se le quedó congelada en la boca, cuando vio a los dos tirados en el suelo inertes y al viajero en pie tras el fuego, mirándole en silencio. Bot abrió mucho los ojos y la boca por la sorpresa, y empezó a recular arrastrándose por el suelo. Por fin se dio la vuelta, gateó unos pasos y miró atrás asustado: Kyro no estaba.
Bot, presa del pánico, miró a todas partes a su alrededor: no se veía nada más que el fuego.
Tanteó su ropa como pudo hasta encontrar lo que buscaba y lo sacó, una daga que sostuvo en su mano temblorosa extendiendo el brazo hacia la oscuridad como si pudiera servirle para defenderse.
De repente notó cómo le sujetaban la muñeca y tiraban de él con fuerza: aún sostenía la daga en la mano atrapada mientras el viajero le arrastraba como un saco hacia las llamas. Cuando llegaron junto a estas se agachó y con la otra mano le agarró el cuello como una tenaza.
—Habla —dijo.
—Por... fav... —Bot articulaba sonidos con dificultad debido a la presión en su garganta.
No pudo seguir; Kyro le puso la mano sujeta por la muñeca, que aún empuñaba la daga, directamente dentro de la hoguera sobre las llamas. Bot se retorció de dolor, hasta que unos largos momentos después el viajero le sacó la mano del fuego y la volvió a apretar inmovilizándola contra el suelo. La piel estaba negra, retorcida, en carne viva; humeaba y ya no sostenía el arma.
—Habla —repitió.
Bot jadeó de dolor pero no dijo nada; el viajero le dio un tirón del brazo hasta meterlo en la hoguera entero, desde el hombro hasta casi la muñeca que mantuvo pisada con el pie para que no pudiera moverse. El ayudante de Ludzer gritó como un loco; por fin Kyro le cogió de la pechera y, levantándole del suelo, le lanzó a un lado. El brazo era ahora una masa chamuscada.
—Lo próximo será tu cara. Habla.
Bot levantó la otra mano para hacer que parara, sin que pudiera aún articular palabra; el viajero, moviéndose con gran rapidez, se agachó agarrándole del pelo por la nuca y volvió a arrastrarle hacia las llamas.
—¡No! ¡Noooo, hablaré! —logró decir—. Hablaré, hablaré...
Kyro le soltó la cabeza cuando ya empezaba a quemársele el pelo sobre la frente y las cejas, y Bot se alejó del fuego hasta quedar respirando como podía tirado en el suelo a los pies del guerrero.
Solo le quedaban tres días y solo había una manera de hacerlo. No podía calcular las posibilidades de éxito, dependería de otros. El viajero subió de noche, muy despacio y pegado al terreno para no ser visto; no sabía cómo de agudos serían los ojos de los neohombres en la oscuridad. Los centinelas no esperaban ataques y estaban más pendientes de mantenerse junto al calor del fuego que de escudriñar en la negrura imposible. Hablaban.
—No lo sé, la verdad. No lo sé.
—Oye, somos soldados, no filósofos.
—Pero esto no está bien.
—Cumplimos órdenes, ¿no? ¿Qué vamos a hacer nosotros?
Kyro les dejó atrás y buscó un sitio donde esconderse y observar. Tenía tres días.
La presencia de los neohombres no gustaba en absoluto a los soldados, y se notaba. No hablaban con ellos, les miraban con recelo, hacían comentarios a sus espaldas. El único contacto que tenían con alguien se producía cuando alguno de ellos iba a hablar con el que estaba en otro de los puestos. Los humanos sabían del desprecio que sentían los neohombres hacia ellos y aquella colaboración había creado una gran tensión.
Ya estaban en el segundo día. El tiempo se acababa, pero el viajero debía tener mucho cuidado para elegir el momento y a la persona adecuada. Había ido de grupo en grupo, escuchándoles, hasta escoger uno de ellos; al caer la segunda noche dormían todos menos tres que hacían guardia junto a una hoguera, algo alejados.
—¿Cuándo vendrán?
—Deberían pasar mañana cuando el sol esté alto. Primero vendrá la avanzada, contactarán con los que tenemos aquí y cuando confirmen que todo es correcto vendrán los demás.
—Todo esto me está revolviendo las tripas —dijo el que parecía el más viejo—. Y encima tener que aguantar a esos bastardos aquí con nosotros controlándonos como si fuéramos niños.
—Órdenes del rey —contestó el más joven.
—El rey...
—No digas lo que estás pensando —le cortó el otro—. Bastante malo es ya todo esto.
—Claro que lo voy a decir —insistió el mayor—. Y no soy el único, ve a preguntar a los otros puestos y oirás las mismas palabras. Ludzer está traicionando a sus hermanos.
—Los neohombres son muy poderosos —dijo el joven—. Dicen que pueden acabar con todos nosotros de un solo golpe.
—Sí, claro. Y nosotros les vamos a ayudar —el mayor bajó la cabeza, amargado.
—A mí tampoco me gusta esta decisión —volvió a intervenir el tercero—. Pero ¿qué sabemos nosotros de política?
—Política —el más viejo les miró a los ojos con energía—. La política son palabras. ¿Es que son más importantes las palabras que la sangre de nuestros hermanos traicionados? Y cuando acaben con todos nuestros aliados y estemos solos ¿qué les impedirá después arrasar Dalva?
Ahora fueron sus compañeros quienes bajaron la vista. El más joven habló, pero con menos convencimiento.
—El rey Ludzer solo intenta proteger a sus súbditos.
En ese momento les sobresaltó la voz firme del viajero desde la oscuridad.
—Eso es mentira.
Los tres dieron un salto mientras él se les acercaba.
—¿Quién... quién eres tú? —dijo el joven.
—Soy Kyro, el señalado por Koldar el guerrero.
—Kyro —dijo el más viejo, y la expresión de los tres dejó ver claramente que conocían su leyenda.
Los soldados dudaron, mirándose entre ellos. El viajero continuó.
—Ludzer os ha traicionado a todos para salvarse él: los neohombres os esclavizarán como a los demás. La libertad de vuestros hijos está ahora en vuestras manos.
Después de estas palabras se detuvo, mirándoles con profunda gravedad. Los tres guardias no sabían qué decir.
Por fin llegó el tercer día. El amanecer llegó apaciblemente, con aquel bello paisaje en absoluta calma. El sol de la mañana era muy agradable aunque el frío fuera intenso.
En cada uno de los ocho puestos los soldados estaban en su lugar como cualquier otra jornada: algunos comprobaban las sujeciones de las plataformas que contenían la nieve impidiendo que cayera, otros se ocupaban del fuego, los vigías oteaban a lo lejos, aquí y allá unos pocos simplemente conversaban. Los neohombres, distribuidos uno en cada una de las ocho construcciones, observaban y esperaban.
Llegó por fin la avanzadilla: un grupo de soldados a caballo, que se detuvo a la entrada al desfiladero. El primero de ellos miró arriba; sacó un cuerno y lo tocó. Al cabo de unos instantes se oyeron, una tras otra, ocho sonidos parecidos como respuesta. El grupo de abajo dio media vuelta y salió al galope por donde había venido.
Poco después aparecieron: era el grueso del ejército de los neohombres. Realmente era impresionante: los guerreros marchaban llevando gruesas pieles y portando sus armas, sobre todo lanzas, espadas y hachas; la caballería apareció después, con presencia aún más imponente, y tras ella un gran grupo de soldados también a caballo con lanzas que rodeaba una caravana cubierta y lujosamente adornada. Detrás venían grandes animales tirando de otros carros con lo que parecían armas, herramientas y víveres, y al final cerraba otro amplio grupo de infantería, de apariencia tan temible como el primero.
A pesar de que el desfiladero era largo, las fuerzas de los neohombres eran tan numerosas que las primeras unidades de vanguardia a pie ya habían salido poco antes de que el último grupo entrara del todo en el paso, cuando el sol ya había pasado de su cénit. Los soldados en los ocho puestos habían estado todo aquel tiempo contemplando la marcha desde la altura, mientras que los neohombres les observaban a su vez.
Llegó el momento.
Un potente grito se escuchó retumbando por las montañas: el viajero lo sacaba desde lo más hondo con todas sus fuerzas. Desde allá arriba vio cómo de repente se produjeron alborotos y gran actividad en las defensas del desfiladero: algunos soldados, con movimientos coordinados y precisos, soltaron los pilotes que sustentaban las plataformas y la nieve comenzó a caer.
Toda la tierra tembló al tiempo que el ruido crecía hasta inundarlo todo: las ocho avalanchas se desataron y su propia violencia hizo que otras placas heladas se soltaran desde ambos lados del desfiladero. El poder de la naturaleza fue tan rápido como increíblemente devastador: en solo unos momentos del imparable ejército de neohombres no quedaba prácticamente nada.
Mientras esto ocurría se había desatado la batalla en los puestos de defensa: cada grupo de soldados atacaba ahora al neohombre que tenía más cerca. El viajero vio como uno de ellos levantaba a un soldado con una mano, como si no pesara, y lo arrojaba por el precipicio sin esfuerzo. Pero no todos los neohombres peleaban, porque dos de ellos subían ya a por el viajero sosteniendo sus espadas.
Kyro sabía que eran más grandes y fuertes, así que no podía permitirse errores. Los dos estaban aún separados en el ascenso, así que sujetando fuerte también su larga espada bajó a por el que estaba más próximo.
Llegó hasta él. Era un gigante: le sacaba casi una cabeza de alto, y bajo su ropa de pieles se adivinaba que sus músculos debían ser también enormes. Pero el viajero tenía la ventaja de la altura y no la desaprovechó: saltó esquivando la hoja de su oponente, que cruzaba de lado a lado, y mientras caía le asestó un gran golpe con su espada en el hombro hacia abajo que cortó machacando todo lo que encontraba. El neohombre aún tuvo fuerzas para tratar de agarrar la mano de Kyro, obligándole soltar la empuñadura y quedar desarmado mientras su enemigo muerto caía a un lado.
Mientras tanto el otro llegaba ya hasta ellos: atacó cargando con su espada en alto y lanzando un grito desgarrador. Kyro había perdido su arma, pero logró esquivarle mientras, rápido como un rayo, sujetaba su muñeca con la mano doblándole el codo hacia atrás hasta partírselo.