Authors: Mandelrot
—¡No! ¡No, por favor, no! ¡Matadme! ¡Matadme ahora! —gritaba desesperado Trugha, antes de que sus compañeros le arrojaran finalmente por la borda. Un último grito de horror antes de caer, y todas las manchas oscuras que había cerca se lanzaron instantáneamente sobre él haciendo salpicar abundante agua que en seguida se volvió rojiza.
Kyro y el capitán seguían mirándose, inmóviles. Este último fue quien habló a continuación.
—¿Estás contento? —dijo en voz baja, con gran ira.
—Me toca —contestó simplemente el viajero.
—Sí, te toca —casi susurró el capitán entre dientes. Entonces añadió en voz alta:—por tu indisciplina iniciando una pelea serás castigado con veinte azotes con el termolátigo. ¡Hokan!
Le sujetaron violentamente y le arrastraron hasta un saliente de la cubierta, en el que le dejaron atado rasgándole la ropa para dejar la espalda al aire. Uno de los que le amarraba le dijo:
—Prepárate, monstruo: nadie ha sobrevivido a diez latigazos.
Kyro no habló. Todos se separaron hasta dejar un amplio espacio libre a su alrededor. Tras él escuchó el siseo de un termolátigo al encenderse: era el mismo Hokan quien lo sostenía. Giró la muñeca y la línea de calor se alargó convirtiéndose en una cuerda roja brillante; la mantuvo en movimiento en el aire para no dejarla caer.
Por fin llegó el primer impacto: el viajero sintió como si le atravesaran de parte a parte con una cuchilla incandescente. La piel quemada, los músculos y los huesos a punto de desencajarse por el súbito e inhumano dolor. Le tembló todo el cuerpo y la onda expansiva dentro de sí mismo le levantó del suelo y le hizo caer como una piedra. Ni siquiera había podido gritar.
Sintió cómo le levantaban y trataban de ponerle en pie: al principio fue incapaz de permanecer erguido por sí mismo, pero al cabo de unos momentos lo consiguió a duras penas. Fue entonces cuando llegó la segunda descarga, mucho peor que la anterior.
Al tercer latigazo ya era incapaz de sostenerse, al quinto ni siquiera pudieron mantenerle de rodillas; la piel estaba en carne viva, solo veía manchas, todo por dentro parecía estar roto. A partir del séptimo siguieron los terribles golpes con él tirado en el suelo rodeado de un charco de sangre; pero el viajero ya ni se movía, había dejado de sentir nada.
Despertó en el camarote de la tripulación, acostado bocabajo en la litera que le habían asignado al venir; no podía saber cuánto tiempo había pasado. Miró alrededor: no había nadie. Camas vacías, en el techo uno de esos recuadros encendidos por magia que iluminaba la estancia, y nada más.
Trató de moverse pero sintió un terrible dolor por todo el cuerpo que le dejó clavado; esperó hasta recobrar la respiración y volvió a intentarlo más despacio. Arrastró una mano bajo el torso hasta llevarla al hombro contrario, para rozar levemente las marcas en la piel quemada; tras esto volvió a llevar el brazo a la posición inicial y cerró los ojos.
Cuando por fin pudo subir a cubierta tuvo la sensación de que había pasado una eternidad. Miró al sol rojizo, que en ese momento estaba alto en el cielo, y se dio cuenta de que había muchos de la tripulación en la proa oteando a lo lejos.
Se acercó y se sujetó a la barandilla.
—¡Mirad, el monstruo!
Algunos se volvieron hacia él.
—Estás vivo —le dijo uno de ellos, sonriendo—. Me has hecho ganar una apuesta.
—¿Qué pasa? —Kyro miró al horizonte: se veía un punto destacando sobre el agua allá a lo lejos.
—Tenemos trabajo —le respondió otro.
Todos estaban en cubierta, armados, escuchando a Hokan.
—Aseguraos de que vuestros termolátigos están cargados y funcionan —les dijo en voz alta—. Ya sabéis lo que hay que hacer: es un carguero y ellos saben que sus vidas dependen de que la mercancía llegue a destino, así que se defenderán con todo lo que tengan; no tengáis piedad. Si alguno no está en condiciones de pelear —añadió mirando al viajero—, mejor que lo diga ahora: no podemos permitirnos que su arma se pierda.
Esperó un momento, pero nadie dijo nada.
—Bien. ¡A por ellos!
Los piratas gritaron con fuerza, deseando que todo empezara cuanto antes.
Estaban ya muy cerca del otro barco: no era mucho más alto, pero sí más largo y ancho que el suyo; parecía hecho de un material similar, aunque aquel era de un color gris sucio y se veía algo menos cuidado. Sobre su cubierta se veían grandes cajas de tamaño uniforme, desde esa distancia se veían como del doble de alto que los tripulantes del buque. Estos les gritaban levantando sobre su cabeza lo que parecían ser palos, cuchillos y alguna espada.
Habían subido a cubierta desde la bodega unos extraños artefactos, como gruesos tubos con soportes que fijaron al suelo para asegurarlos. Dos marineros los habían preparado introduciendo en su interior una bola metálica atada al extremo de una extraña cuerda fina y que de alguna manera también parecía hecha de metal flexible; Kyro no tenía idea de para qué podía servir todo aquello, aunque sabía que pronto lo averiguaría.
—¡Lanzad los ganchos!
Cada uno de aquellos aparatos hizo el ruido de una explosión sorda y Kyro se sorprendió cuando vio que las bolas de metal salían despedidas volando hacia el otro barco, arrastrando las cuerdas a las que estaban atadas, y al impactar contra el casco se transformaban instantáneamente en una especie de garras de tres patas que se agarraban al mismo rompiéndolo al hacer tres agujeros por los que lo sujetaban. Los seres del carguero, que ya a aquella distancia se podía ver que eran de la misma especie que los piratas, no pudieron hacer nada mientras las mismas máquinas que habían lanzado los ganchos recogían cuerda y hacían que las dos naves se juntaran. Poco antes de que esto ocurriera se inflaron decenas de pequeños globos a lo largo de todo el costado que, cuando se produjo el contacto, amortiguaron el impacto.
—¡Ahora!
En un momento se desató una terrible batalla. Los piratas saltaron trepando hasta la cubierta del carguero, cuyos tripulantes se defendían arrojándoles todo tipo de objetos; cuando los primeros lograban subir se enfrentaban a varios marineros a la vez que les saltaban encima con enorme agresividad. Los termolátigos eran devastadoras armas de ataque pero eran inútiles para la defensa, así que la lucha comenzaba estando igualada.
El viajero no estaba en buenas condiciones para el combate, pero no había olvidado su preparación: ignorando el dolor trepó hasta la cubierta y lo primero que encontró fue a dos marineros que se le echaron encima con fiereza. Tuvo la gran suerte de que al verle ambos dudaron un brevísimo instante por la sorpresa, lo que le permitió sujetarse para dar el último impulso antes de que llegaran hasta él.
Mientras aún se agarraba a la barandilla para terminar de subir recibió el primer golpe con una pesada vara metálica que casi le arranca el hombro derecho; justo en ese momento el otro trató de rajarle con su cuchillo, pero Kyro sacó la pierna para golpear lateralmente su rodilla y hacerle caer.
El viajero atacaba muy rápido pero no se preocupaba lo más mínimo por defenderse. Apenas podía sujetar el termolátigo con la mano derecha por el dolor de su hombro herido, así que lo cambió de mano rápidamente mientras otro tremendo golpe en la espalda casi le hizo perder el equilibrio. Pero no había tiempo de detenerse: cargó con todas sus fuerzas hacia el que tenía la vara, y con un rápido gesto de la mano, convirtió la hoja del arma mágica en una lengüeta corta que le hundió en el estómago. Justo en ese momento notó el tremendo dolor de algo clavándose en su costado: Kyro lanzó un grito mientras se revolvía y, lanzando el brazo con todas sus fuerzas, acertó de lleno en el cuerpo de su enemigo partiéndole el tronco por la mitad. Sus dos pedazos cayeron como sacos.
Un instante para respirar; el viajero se agarró el cuchillo que tenía aún clavado en el costado y, soportando como podía el sufrimiento, lo sacó y lo dejó caer en una mancha de sangre. Los demás parecían empezar ya por fin a doblegar la desesperada resistencia de los tripulantes del carguero, pero la lucha aún era feroz. Kyro apretó la empuñadura de su arma y, cojeando y con la mitad del cuerpo paralizada por las heridas, volvió al ataque.
Aquello había sido una carnicería. No quedaba ni un tripulante vivo en el carguero, y entre los piratas la mayoría estaban heridos y varios habían muerto; los que estaban más o menos ilesos se ocupaban de tirar cadáveres por la borda. Comida para los shoara. Hokan iba de uno a otro de sus compañeros viendo cómo estaban; llegó hasta el viajero, que tenía heridas, golpes y sangre por todo el cuerpo. Estaba machacado.
—Ahora ya sabes para qué necesitamos las armas —dijo con aquella sonrisa de depredador.
Kyro le miró.
—En el lugar de donde vengo hacía tiempo que habíamos acabado con toda la basura como vosotros.
Hokan soltó una carcajada.
—¿Ah, sí? —se agachó acercando su cara y hablando más bajo—. Pues ahora mira a tu alrededor, y luego mírate a ti mismo —le señaló.
Tras esto se alejó para seguir con los demás.
—¡Ánimo, piratas! —gritó—. ¡El botín es grande y habrá riquezas para todos!
Kyro agachó la cabeza.
Los siguientes días siguieron navegando sin que el viajero supiera hacia dónde se dirigían; lo cierto es que ni siquiera le importaba. Pasaba los días y sus heridas se recuperaban, mientras él se mantenía apartado de los demás entregado a su tristeza. La visión del océano eterno, aquella interminable superficie gris teñida de violeta por la luz de los soles, era lo único que buscaba su mirada. La única vez que algo distinto le llamó la atención fue un momento en el que se sintió observado: el capitán, solo en la cubierta reservada para él, le miraba desde allí con expresión pensativa. Fueron solo unos breves instantes, tras los cuales Kyro volvió de nuevo la vista al mar.
El ruido explotó de repente: agudo, penetrante, como un grito metálico que lo inundaba todo.
Kyro saltó de su litera y subió corriendo como vio hacer a los demás. Nada más llegar a cubierta vio a Hokan y se dirigió a él.
—¿Qué ocurre?
—¡La armada nos ha encontrado! —le respondió este, mientras se alejaba rápidamente.
A su alrededor todos trabajaban lo más rápidamente que podían. Algunos gritaban instrucciones o pedían ayuda; el viajero, que aún no entendía qué estaba pasando exactamente, se unió sin hacer más preguntas a unos que recogían un grueso cabo.
En seguida aumentaron su velocidad hasta el máximo; el cielo ya clareaba y pronto amanecería.
—¡Capitán, ahí vienen!
Hokan subió hasta donde estaba su superior, señalando un punto tras ellos. El capitán sacó un objeto, algo como una caja rectangular que puso ante sus ojos mirando en aquella dirección; aunque parecía que le tapaba la visión el viajero supuso que justamente serviría para ver mejor.
—Parece un primera clase —dijo con gravedad, sin apartar la mirada—. A toda máquina y la carga fuera.
—¡Arrojad la carga! —gritó Hokan a la tripulación—. ¡Tirad todo lo que podáis! ¡A toda máquina!
Todos se pusieron a trabajar frenéticamente: se deshicieron de todo lo que llevaban, especialmente lo más pesado que pudiera ser un lastre. El sol salió encontrándoles en plena actividad.
—Ya no hay nada más —dijo uno de los que estaba cerca del viajero.
Hokan, en el centro del barco, miró al otro lado y recibió de los otros el mismo gesto de que se había hecho todo lo que se podía hacer. Tras esto se dirigió de nuevo a la cubierta del capitán, que seguía concentrado mirando a sus perseguidores, y habló con él sin que los demás oyeran lo que decían. Por último Hokan volvió abajo con expresión preocupada.
—¿Qué pasa, Hokan? —Kyro no se había movido, pero los demás se acercaron a preguntar.
—Son más rápidos que nosotros —respondió este—. Acabarán alcanzándonos.
Caras de decepción a su alrededor.
—Estamos muertos —dijo uno.
Hokan le cortó hablando para todos.
—Moriremos luchando —dijo—. Mejor así que acabar colgados ante el rey y sus malditos cortesanos.
Los demás hicieron comentarios de asentimiento, aunque se notaba el pesar en el ambiente. Kyro miró al capitán, pensativo, y tras esto se asomó mirando hacia donde se empezaba a distinguir claramente la silueta de un barco que se les acercaba.
La mañana estaba ya bastante avanzada, y sus perseguidores habían recortado mucha distancia: un poco más y se les echarían encima. Su barco, de color gris claro, era mucho más grande e imponente y sus ocupantes parecían superarles muy ampliamente en número. Era evidente, les cazarían.
Los piratas permanecían en un silencio muy tenso. Se les veía cabizbajos, expectantes sabiendo que solo les esperaba el fin. El viajero, mientras tanto, permanecía todo este tiempo en solitario mirando pensativo al otro buque; así estuvo hasta que, de pronto, comenzó a andar y subió las escaleras hasta la cubierta del capitán.
Este le vio venir y se giró, mientras Hokan aparecía tras él siguiéndole.
—¿Adónde te crees que vas? —le gritaba con gran enfado.
Kyro le ignoró y se acercó hasta quedarse cara a cara con Strak.
—Tengo una idea —le dijo.
—En mi vida he visto hacer locuras —le decía Hokan—, disparates de todos los calibres. Pero esto los supera a todos.
Estaban bajando el artefacto de lanzar ganchos que habían sacado de la bodega; era una de las pocas cosas que no habían arrojado al mar. Seguían a toda velocidad y con el barco de la armada peligrosamente cerca; ya no les quedaba mucho y se les veía a todos muy nerviosos, pero el viajero simplemente esperaba con los brazos cruzados sin dar la menor muestra de inquietud. No prestaba atención, como si no le importaba lo que sucediera a su alrededor.
—¡Listo! —anunció el pirata que terminó de fijar la máquina a la cubierta.
Metieron la bola atada a la cuerda de metal, mientras le alcanzaban al viajero un cabo que se ató a la cintura; una vez asegurado el nudo Hokan le dio un garfio de metal y un termolátigo.
—Cargado al máximo —dijo—. Si un día puedo contar esto nadie me...
—Haz tu trabajo —le cortó Kyro sin mirarle, mientras sujetaba el arma con una mano y el garfio con la otra.
El pirata se quedó un instante sorprendido, y luego fue junto al lanzador de ganchos sin decirle nada más.
Sus perseguidores estaban a punto de alcanzarles; apenas tenían tiempo. Era ahora o nunca. El viajero comprobó que tenía todo preparado y se colocó al lado de los demás.