Authors: Mandelrot
—Sobre todo hay que proteger esto con nuestras vidas si es necesario —explicaba Hokan—. Funciona desde siempre pero nadie sabe cómo repararlo ni lo hemos abierto jamás, sin embargo sabemos que el propulsor es lo que hace que podamos movernos. Si nos quedamos en medio del mar moriremos con toda seguridad.
—Magia —murmuró Kyro.
Hokan se encogió de hombros.
—Sea lo que sea tiene más fuerza de día, y funciona mejor bajo los rayos directos del sol; por eso se dice que el barco está vivo y se alimenta de su luz. Algunos no lo creen, pero sea lo que sea en caso de peligro tu primera prioridad será defender este lugar.
El viajero asintió.
—Me gustaría preguntarte algo. Tenéis magia y no la escondéis, ¿es que no le importa a Varomm?
—¿A quién? —Hokan le miró con extrañeza—. No he oído ese nombre en mi vida. ¿Es de tu raza?
Después de todas las sorprendentes rarezas que había visto hasta ese momento, el termolátigo resultó una de las más extrañas. Cuando estaba apagado era solo una empuñadura parecida a un guante ancho en el que se metía la mano; pero con un movimiento preciso se encendía y del extremo salía una lengua de fuego que podría compararse con la hoja de una espada.
—Puedes hacer que la banda de calor sea más corta o más larga girando la muñeca así —Hokan le enseñaba a usarlo—: cuando más corta tendrá más potencia y será más rígida, y si la alargas se hará más flexible y no será tan fuerte; quemará pero no matará. Si la haces lo suficientemente pequeña desintegrará cortando cualquier cosa que toque como si estuviera atravesando el agua. Prueba tú.
Kyro tomó la empuñadura y encendió el arma; una línea roja plana y ancha, de algo más de un brazo de largo, se extendió ante él con un siseo.
—Así puedes quemar la carne, si le quitas un poco lo harás capaz de cortar limpiamente también los huesos. Bien, muy bien. Ahora haz el movimiento hacia fuera y se volverá como una cuerda; mantén siempre la hoja de calor en movimiento para que no caiga al suelo...
El viajero se hizo muy rápido con el manejo del arma. Era un concepto distinto a lo que había conocido hasta ahora y nunca había usado una herramienta mágica, pero no tuvo problemas para adaptarse.
—Ahora solo te queda por saber cuáles son las tres reglas para usar el termolátigo —dijo Hokan.
Kyro le miró de manera interrogante.
—Primera: cuando estés peleando recuerda que esto no es como un palo o una espada. No puedes bloquear el ataque de tu oponente con la banda de calor, tendrás que acostumbrarte a defenderte esquivándole.
—De acuerdo.
—Segunda: si la banda de calor deja de ser roja y se hace amarilla quiere decir que se está acabando la carga. Cuando eso ocurra más te vale que tu oponente ya esté muerto, porque poco después tu termolátigo se apagará y estarás a su merced.
El viajero asintió.
—Y la tercera es la más importante de todas: la única excusa para perder tu arma es la muerte. Ya nadie sabe cómo se fabrican ni cómo se reparan estas cosas, así que las que tenemos son extremadamente valiosas; mucho más que tu vida. No dejes que se te rompa ni que te la quiten, después de un combate las llevaremos a la armería para recargarlas y ahí se quedarán hasta que nos hagan falta de nuevo. Eso es todo; ¿alguna pregunta?
—Sí —dijo Kyro—. ¿Para qué necesitáis luchar?
Hokan mostró una amplia sonrisa, dejando ver al hacerlo una hilera de dientes afilados.
Los siguientes días el viajero tuvo que trabajar como todos los demás; no había distinciones. El barco tenía algunas reparaciones que hacer además de las tareas de limpieza y mantenimiento diarias, y Kyro cumplía con lo que le tocaba. No había hecho amigos y se mantenía en todo momento apartado de los otros, que aunque parecían llevarse muy bien entre ellos tampoco hacían esfuerzo alguno por relacionarse con él. En su escaso tiempo libre, cuando no estaba durmiendo, buscaba algún rincón solitario y se quedaba allí mirando al mar.
Una mañana estaban todos esperando la asignación de trabajos; mientras Hokan venía con una lista Kyro se fijó en el capitán que estaba solo junto al timón.
—Varadta, Chodd y Ricce, vosotros a la cubierta de proa —hablaba Hokan—. Tú, con Lana a limpiar el cuarto del propulsor. Los dos Calcoan están de guardia esta noche. Hum... Ya toca ocuparse del casco bajo el agua; si no hay un voluntario lo elegiré yo.
Los marineros miraron a los lados o al suelo, molestos y murmurando.
—Otra vez...
—A mí ya me ha tocado, no me la voy a jugar de nuevo...
—Hokan, ¿por qué no mandas al monstruo? —le dijo uno señalando a Kyro; le sorprendió que le llamaran así.
—Sí, al monstruo —añadió otro—. ¿No viene del fondo del mar?
—¡Es verdad!
—¡Sí, que lo haga el monstruo!
Hokan miró al viajero.
—¿Puedes respirar bajo el agua?
—No —respondió.
Hubo un murmullo de protesta general.
—Bueno, de todas formas eres el único que no lo ha hecho aún así que bajarás tú. Trugha, tú le sujetarás.
El señalado por Hokan, Trugha, se giró para mirarle hablando a los que estaban junto a él.
—Parece que me toca ir de pesca, y con un jugoso cebo —dijo en voz alta.
Todos rieron. Kyro les miró pero no dijo nada.
Cuando le explicaron lo que había que hacer el viajero entendió por qué nadie quería ocuparse de ello. Trugha estaba con él en el extremo de la proa del barco, sujetando una larga cuerda.
—Átate este cabo a la cintura. ¿Ves ese tubo? —señaló—. Muérdelo por un extremo y mantenlo sujeto con los dientes porque por ahí respirarás. Te voy a descolgar y cuando toques el agua te empujará fuerte hacia atrás; tendrás que agarrarte como puedas. Una vez abajo usa la espátula para soltar todas las conchas que veas pegadas al casco: esos bichos acaban corroyendo todo lo que tocan. Si nos dejamos alguna demasiado tiempo podría hacer un agujero antes de que llegáramos a tierra.
—¿Por qué tenemos que hacer esto en movimiento? ¿No se puede parar?
—Si paramos durante un buen rato empezarán a aparecer los shoara atraídos por el zumbido del propulsor. Si haces esa pregunta es porque no les has visto comer.
—Entiendo.
Kyro se amarró la cuerda mientras Trugha terminaba su explicación.
—Solo una cosa más: si tienes problemas o has terminado da dos tirones secos y te subiré.
Comenzó a descolgarse por fin; al ver cómo el casco cortaba el agua percibió la gran velocidad a la que se movía el barco, lo que no se notaba al navegar en él. Parecía que todo era una única pieza moldeada perfectamente para ofrecer la mínima resistencia al agua, desde la línea central afilada hasta los lados que se abrían en una suave curva desplazando el líquido con gran fuerza.
El viajero tocó la superficie con los pies y notó la tremenda corriente que le empujó y le hizo estrellarse con todo el cuerpo contra la nave; el duro golpe le hizo sangrar la nariz y el labio.
Oyó una risa desde arriba.
—¡Bienvenido a la vida en el mar! —le gritó Trugha con lo que interpretó como una mueca de humor.
El trabajo era aún más difícil de lo que parecía: a veces podía agarrarse por unos momentos con una mano al borde inferior del casco mientras con la otra levantaba una concha con la espátula; pero la mayor parte del tiempo lo pasaba rebotando, tratando de amortiguar los golpes con las piernas flexionadas mientras terminaba la tarea como podía. A duras penas podía mantener el tubo de respiración mordiéndolo con todas sus fuerzas, lo que le hacía agotarse más y notar toda la cara y el cuello agarrotados.
Se fijó en que las conchas tenían una forma curiosa: no eran uniformes sino que hacia adelante, por donde venía la corriente, eran más aplanadas y se volvían más redondeadas hacia popa. Daba la impresión de que de esta manera la misma presión del agua las mantenía mejor sujetas.
Cuando ya había quitado casi todas sucedió algo: una turbulencia le sacudió haciéndole chocar con el hombro y sin poder protegerse. El impacto le hizo soltar la espátula, que se alejó instantáneamente perdiéndose para siempre. Rebotó varias veces más golpeándose con brutalidad en la espalda y la cabeza, lo que hizo que no pudiera sujetar el tubo con los dientes y este se soltara; finalmente logró darse la vuelta y, en una de las sacudidas, logró agarrarse al borde del casco y mantenerse pegado a él. Se dio cuenta de que justo a su lado había una concha adherida con esa forma peculiar, y trató de imitarla como pudo estirando el brazo libre hacia adelante para hacer que el agua le rodeara y le ayudara un poco a mantenerse así: notó que, efectivamente, le era un poco menos difícil sujetarse.
No le quedaba mucho más tiempo si no podía respirar. Agarró como pudo la tensa cuerda y dio los dos tirones; esperó unos momentos pero no pasó nada. Volvió a hacerlo, pero no le subían.
Se le acababa el aire en los pulmones, así que tuvo que moverse: sujetó la cuerda que le sujetaba con las dos manos, lo que le hizo rebotar de nuevo, y protegiéndose con las piernas de los golpes fue recogiendo cabo poco a poco. El tiempo se hacía eterno, el pecho le quemaba, casi no podía más, cuando por fin asomó la cabeza a la superficie y abrió la boca para tomar una bocanada de aire. De nuevo quedó bajo el agua por un momento más, pero siguió trepando hasta lograr quedar colgado un rato hasta recuperar el resuello, con el borde del barco cortando el agua bajo sus pies. Entonces miró hacia arriba y siguió la ascensión.
Finalmente logró asirse a la barandilla y subir completamente, con mucho esfuerzo, hasta quedar tumbado sobre la cubierta. Se quedó un momento así viendo cómo la cuerda que le había sujetado estaba amarrada a la misma barandilla a la que se había agarrado, mientras que no se veía a Trugha por ninguna parte.
El viajero se puso en pie, anduvo unos pasos y se lo encontró sentado con las piernas estiradas, tomando tranquilamente el sol.
—¡Eh, monstruo! —se sorprendió al verle—¿Es que ya has terminado?
Kyro no respondió. Rápidamente se echó sobre él y le golpeó en la cara con todas sus fuerzas; la cabeza de Trugha se balanceó a uno y otro lados. Este, gritando, extendió los brazos tratando de defenderse pero el viajero le lanzó un tremendo cabezazo que le rompió varios dientes y le hizo sangrar abundantemente, lo que repitió varias veces más hasta que Trugha, desfigurado, ya no tenía consciencia suficiente como para siquiera intentar evitarlo. Entonces lo agarró por la ropa y lo arrastró por el suelo hasta el extremo de la proa; cogió la cuerda amarrada a la barandilla y se la pasó por el cuello, le puso un pie en el hombro y tiró para estrangularlo.
Justo en ese momento aparecieron otros tres tripulantes, atraídos por el grito anterior de Trugha, que al ver lo que ocurría llamaron a voces pidiendo ayuda mientras se echaban sobre el viajero para tratar de detenerle.
—Nosotros no hacemos distinciones: nuestra ley es para todos.
Hokan hablaba en voz alta junto a Kyro, que estaba en pie con las manos y las piernas atadas, y Trugha, que a su lado estaba sentado porque sus piernas no le sostenían. Tenía gran parte de la cara vendada. Alrededor de ellos toda la tripulación les miraba expectante, y más allá el capitán les miraba desde la cubierta superior con los brazos cruzados. El barco estaba detenido en medio del mar.
Hokan siguió hablando.
—Lo que ha hecho Trugha es muy grave. Primero desobedeció una orden directa y abandonó su puesto, y después puso en peligro la vida de uno de nosotros. No importa si es un monstruo o no.
Hubo un murmullo entre los que le rodeaban.
—¡Silencio! Las peleas son también una falta, y la indisciplina se castiga sin piedad. Kyro debería haber hablado conmigo en lugar de tomarse la justicia por su mano, por lo que deberá aceptar las consecuencias de lo que ha hecho.
Se interrumpió un momento y miró al capitán, que a su vez contemplaba la escena impasible.
Hokan siguió.
—Trugha, en este momento no podemos prescindir de nadie y ya has recibido tu merecido por la primera de tus faltas; el capitán ha decidido dejarlo así.
El aludido asintió levemente, sin levantar del todo la cabeza.
—Kyro, según la ley tú decides el castigo de Trugha por haberte puesto en peligro de muerte. Pero he de decirte que después de lo que ha pasado y en las actuales circunstancias, si dejamos las cosas así el capitán no te castigará por la indisciplina de tomarte la justicia por tu mano. Después de las bajas sufridas en los últimos combates necesitamos la ayuda de todos. La decisión es tuya.
El viajero bajó la vista un momento. Miró entonces a Trugha, que realmente estaba en un estado lamentable; luego a Hokan, y por último al capitán. Entonces habló.
—Que lo echen a los shoara —dijo.
Por unos instantes el tiempo se detuvo: la sorpresa de todos les hizo mantener un absoluto silencio, pero en cuanto se dieron cuenta de lo que aquello significaba estalló un gran alboroto.
La tripulación gritaba con fervor creciente, con Hokan tratando de controlar la situación.
—¡Callaos! ¡Callaos todos, dejadme hablar!
No conseguía calmarles: hablaban, gritaban, se movían cada vez más alterados.
—¡Silencio! —irrumpió la potente voz del capitán. Al escucharla todos se volvieron a mirarle y en seguida no se oyó ni un murmullo más.
Su rostro reflejaba solo una pequeña parte del tremendo enfado que debía haber en su interior.
Abandonó el lugar en que había estado mirando los acontecimientos, para bajar por una escalera ante la mirada de todos. Llegó con paso firme hasta ponerse justo delante del viajero, y le miró como si estuviera dispuesto a comérselo allí mismo.
—Después de lo que se ha dicho aquí aún quieres que le castiguemos.
—Sí —Kyro le sostenía la mirada.
El capitán se le acercó aún más, amenazante, pero al ver que no hacía mella alguna en el viajero trató de dominar su furia. Habló con gran contención.
—Está bien, es la ley. Hokan —dijo, sin desviar la mirada fija en los ojos de Kyro—, que lo arrojen al mar.
—¡Sí, capitán!
Trugha se resistió lo que pudo, gritando y retorciéndose cuando el grupo al que señaló Hokan le ayudó a sujetarle y llevarle hasta el borde de la cubierta. Abajo, en el agua, se veían bajo la superficie muchas sombras en movimiento alrededor del barco; algunas de ellas asomaban brevemente al aire, dejando ver lo que parecían criaturas verdosas, informes, en las que destacaban sus grandes bocas dentadas que abrían y cerraban con un horrendo "clac clac" que sonaba por todas partes.