Authors: Mandelrot
—Tus hematomas están bien —le dijo sin prestarles ninguna atención—. Ponte esto en el pecho.
Le dio un pequeño frasco de barro tapado con cera, y bajando la vista se colocó a unos pasos de distancia junto a su compañera, ignorándole.
—Oye, a esa le gustas —le dijo Thelas en voz baja.
El chico le miró, y Thelas arrugó los ojos al mirarle también.
—Y por la cara que pones veo que es mutuo... —Rió por lo bajo—. Te felicitaría, si no estuviéramos todos muertos.
El viajero volvió los ojos de nuevo a Zía, que parecía evitar deliberadamente el contacto visual. Tras esto cubrió con sus manos el frasco que le había dado.
Un día más en la cueva. Todos sudaban y sufrían trabajando la dura roca, unos con picos y otros con martillos y escoplos; cuando sacaban un bloque de piedra lo llevaban adonde estaban los sacos. El calor era absolutamente insoportable.
—Tened cuidado con eso —dijo Hanho a los que golpeaban fuerte con los picos, entre los que estaba el viajero—. Por ahí la veta tiene que estar cerca, no vayáis a estropearla.
Solo unos momentos después el esclavo que estaba junto a Kyro, un semihumano de piel grisácea y ojos amarillos, se detuvo. Se secó el sudor de la frente con esfuerzo.
—Este calor... No... —dijo, y cayó al suelo desmayado.
Los demás se acercaron en seguida.
—¡Traed agua y acercad las piedras! —dijo Hanho.
Los demás lo hicieron dejando sus tareas; le pusieron las piedras iluminadas en el pecho y en la nuca mientras trataban de reanimarle. Una vez abrió los ojos le dieron unos sorbos para beber.
—Tranquilo, amigo. ¿Estás mejor?
—Sí... sí.
—No tenemos mucha agua, tendrás que conformarte con lo que hay —siguió hablando Hanho.
—Estoy bien. Puedo seguir.
—De acuerdo —asintió Hanho—. Volvamos al trabajo y acabemos cuanto antes —añadió para todos mientras ayudaba a levantar al otro.
Mientras todos volvían a sus puestos Kyro se le acercó.
—Hanho —dijo—, cuando uno de nosotros muere los demás lo echáis al agujero, ¿no es así?
—¿Ya estás pensando en eso? —le respondió Boac que estaba junto a él—. Aún no estás muerto, humano; no tengas prisa.
—¿Los gargos no bajan nunca aquí? ¿No comprueban cómo está todo ni qué hacemos?
—A veces, casi nunca —siguió Hanho—. No hay adonde ir más que arriba, y mientras les llevemos la carga del día no se preocupan por nosotros. Con este calor saben que estamos deseando acabar para salir lo antes posible y respirar aire fresco.
Thelas les interrumpió.
—¿Quieres quedarte a vivir aquí abajo? ¡Creo que se te están empezando a derretir los sesos!
—Oye —Hanho le señaló el pecho—, ¿has visto lo que tienes ahí?
—Sí, lo sé —Kyro se miró el torso, donde se había frotado con lo que le dio Zía el día anterior; estaba todo irritado y lleno de pequeñas heridas—. Escuece bastante, creo que empeora con el calor.
Una vez arriba, Lerluc le miraba la zona con preocupación.
—Sí, parece caromma —murmuró; después habló a uno de los gargos—. Tengo que llevarme a este. Hoy se quedará en la enfermería.
—Si no puede trabajar no nos sirve —le respondió el aludido con desprecio.
—No pasa nada, le aplicaremos remedios durante la noche y mañana podrá bajar de nuevo. Si no lo hacemos se extenderá y morirá.
El guardia dudó un momento, pero hizo una señal y soltaron a Kyro del resto del grupo.
Lo llevaron hasta la enfermería y le pasaron una cadena por los grilletes que llevaba en la muñeca y el tobillo. Tras esto le dejaron con Zía, que le había acompañado hasta allí.
—No sé qué es caromma —dijo el viajero—. ¿Es cierto que puedo morir?
—No tienes caromma —le respondió ella, sentándose junto a él y aplicándole unos paños húmedos sobre el pecho—. El mismo Lerluc me enseñó este truco hace mucho tiempo; no estaba segura de si le engañaría.
Sonrió, y él le devolvió la sonrisa.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó la chica mirándole fijamente, con algo más que curiosidad.
Kyro le devolvió la mirada por un largo momento, y entonces respondió.
—Información.
Ella abrió más los ojos, entre sorprendida y decepcionada.
—Sigues con esa estúpida idea de escapar.
—Para eso no necesito tu ayuda. Ya sé cómo escapar.
Zía dudó un momento.
—¿Entonces?
—Solo quiero saber dónde están los gargos durante la noche, y qué hacen. Dónde guardan sus armas. Tú no estás encadenada y puedes averiguarlo; tu información me ayudará a liberaros a todos.
La chica abrió la boca como para decir algo, pero volvió a cerrarla y bajó los ojos. Unos instantes más y de repente se levantó y salió de la cueva, dejando al viajero sin poder hacer nada.
Después de haberla visto marcharse este aún tardó un momento más en reaccionar: comprobó la fortaleza de los grilletes y las cadenas que le sujetaban, de la fijación al suelo. Imposible soltarse.
Más tarde Zía regresó. Apareció en la puerta y avanzó dos pasos mirándole con gravedad.
—Con una condición.
A la mañana siguiente Lerluc y Zía ayudaban a Kyro, sosteniéndolo mientras caminaba escoltado por un guardia hasta donde estaba el resto de su grupo. El gargo que estaba al mando se dirigió a Lerluc.
—Dijiste que hoy estaría bien.
—La caromma ha empeorado; quizá no hemos llegado a tiempo. Pero aún puede trabajar.
El gargo asintió e hizo un gesto a otro de los guardias, que lo encadenó con los demás. Le dieron su saco y se pusieron en marcha.
Llegaron a la cueva, jadeando y apoyándose los unos en los otros para no caer por el asfixiante calor. Cuando llegaron al fondo, donde estaban las piedras de luz, habló Hanho.
—¿Cómo estás, Kyro? ¿Puedes trabajar?
—Tengo que hablaros a todos —dijo el viajero en voz alta.
—No pareces enfermo, humano —observó Boac.
—Voy a salir de aquí —siguió Kyro, sin responderle—. Con vuestra ayuda tendré más posibilidades.
Todos se habían congregado a su alrededor.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Hanho.
—A cambio creo que podré liberaros.
Hubo un murmullo general de sorpresa. Boac volvió a dirigirse a él.
—Explícate. ¿Cuál es tu plan?
—No volveré con vosotros; diréis que he muerto y me habéis echado al agujero. Me quedaré aquí hasta que oscurezca, entonces subiré y acabaré con los gargos que estén de guardia. Os liberaré y entre todos acabaremos con los demás que estarán durmiendo.
—¿Pero te has vuelto loco? —dijo Thelas entre el murmullo general que volvió a levantarse—. Lo que yo había dicho, te asarás como carne al fuego. ¡No llegarás a la noche!
—Lo intentaré. Si vosotros bebéis hoy poca agua y me dejáis el resto quizá lo consiga.
Los demás hacían comentarios de todo tipo, mezclados unos con otros hasta convertirse en un ruido ininteligible. Boac levantó una mano tratando de hacerse oír.
—Escuchadme, ¡escuchadme! Dejadme hablar. Humano, yo no creo que ni siquiera con agua puedas sobrevivir tanto tiempo aquí dentro. Pero suponiendo que lo consigas, ¿cómo sabemos que no te largarás y nos dejarás aquí?
—Esa no es la pregunta, Boac —le respondió el viajero, sosteniéndole la mirada.
—¿Y cuál es entonces? —intervino Hanho.
—Si tomamos la mina lo primero que hay que hacer es evitar que esos pájaros enormes puedan levantar el vuelo y avisar a la ciudad. Con eso ganareis dos días de ventaja, pero tenéis diez de camino muy duro hasta una zona más segura y casi todos los prisioneros están débiles y castigados. Seréis muy pocos en condiciones de presentar batalla, muy mal armados y defendiendo a muchos; lo más probable es que seáis masacrados.
Todos se miraron entre sí; el murmullo apenas duró un momento, dejando paso inmediatamente al silencio. El viajero continuó.
—Así que la pregunta es: ¿queréis morir aquí como esclavos, o al aire libre como guerreros?
No hubo muchas palabras aquel día; todos trabajaron pensando en lo que les esperaba. Ya al final de la jornada el grupo se disponía a subir, cada uno con su saco lleno de piedras. Kyro estaba junto a ellos.
—Humano —habló Boac—, te dejamos mucho más que nuestra agua. Solo espero que si no aguantas hasta la noche mueras antes de subir y delatarnos a todos.
Kyro le miró fijamente y asintió.
—Buena suerte —Hanho se acercó y le estrechó la mano.
—Espero que mañana no tengamos carne asada para comer —Thelas le palmeó el hombro, sonriendo. Kyro le sonrió también.
Nadie dijo nada más: recogieron sus sacos y se marcharon, dejando allí al viajero.
Una vez solo Kyro fue hasta donde estaban las piedras y las sacó de sus soportes; dejó una con el agua que le quedaba junto a él, se tumbó en el suelo bocarriba y se colocó una en la nuca y las tres restantes sobre el torso, y se dispuso a esperar.
Era de noche y todo estaba oscuro. La única luz venía de una hoguera junto a la que se veían las siluetas de dos guardias; al cabo de unos momentos se les unieron dos más. Un poco más allá, en el borde del gran agujero, apareció la mano de Kyro aferrándose a la roca para salir.
Lo consiguió, tirando de su cuerpo con gran esfuerzo, y quedó tumbado unos momentos tratando de respirar. Intentó moverse pero estaba demasiado agotado y deshidratado; a duras penas logró darse la vuelta hasta quedar bocabajo y poder apoyar las palmas de las manos en el suelo para tratar de ponerse en pie.
Le alarmó una figura que se acercaba: se puso en tensión a pesar de que no tenía fuerzas para defenderse. La sombra llegó hasta él y se agachó.
—Bebe —susurró. Era Zía.
Le acercó un odre a la boca y Kyro probó un poco de agua. Volvió a tomar un poco más, y después de unos momentos se recuperó lo suficiente para incorporarse y beber por sí mismo.
—Gracias —jadeó en voz muy baja.
—Pensaba que no lo conseguirías. No sé cómo no te has vuelto loco de sed ahí abajo.
El viajero asintió.
—Ha estado cerca. Ahora debes irte, esto es muy peligroso.
—He venido a recordarte tu promesa. Y a darte algo.
Le dejó en la mano lo que parecía una daga.
—Ahora los cuatro de guardia están juntos y pronto los de la siguiente ronda se alejarán —dijo—. Pero hay algo que debes saber: dos de los pájaros no están. Se fueron al atardecer.
Kyro asintió en silencio.
—Entiendo —respondió al cabo de un instante—. Ponte a salvo, Zía. Luego iré a buscarte.
Ella reaccionó de forma inesperada: después de una intensa mirada le dio un beso en los labios.
Kyro apenas tuvo tiempo de responder antes de que ella se separara de nuevo.
—Suerte —le miró un momento más, y entonces se alejó entre sombras.
Los dos gargos caminaban despacio, mirando a su alrededor ayudándose de la escasa luz de una pequeña antorcha que llevaba uno de ellos; llevaban sus espadas enfundadas y no parecían preocupados. Cuando llegaban a la entrada de una de las cuevas donde estaban los esclavos el de la antorcha entraba mientras el otro esperaba fuera, y el primero comprobaba la sujeción de las cadenas antes de volver a salir. Tras esto los dos se dirigían a la siguiente.
En una de ellas el que llevaba la luz entró, se aseguró de que todo estuviera en orden y salió. Su compañero no estaba.
—¿Dónde...? —empezó a decir, tratando de ver en la oscuridad que le rodeaba.
No pudo seguir: una sombra apareció a su espalda y con asombrosa rapidez y precisión le cortó la garganta.
Zía estaba tumbada sin dormir cuando empezaron el ruido y los gritos. Se incorporó en la oscuridad; un poco más allá se oyó la voz de Lerluc.
—Algo pasa.
Se asomaron al exterior seguidos por su compañera Maore. El cielo empezaba a clarear débilmente tras el manto de nubes, pero aún no lo suficiente para distinguir exactamente lo que ocurría. Fuera se veía mucha actividad, ruido y antorchas moviéndose de un lado a otro; una de las luces se acercaba lentamente hacia donde ellos estaban.
—Sois libres —dijo el viajero al llegar.
Miró a Zía fijamente, y ella a él. Ambos sonrieron levemente antes de bajar los ojos.
Ya era completamente de día. Los esclavos liberados se alejaban de la cantera, mientras un reducido grupo estaba junto al gran pájaro negro que no se había marchado el día anterior. El viajero, libre de sus grilletes como los demás y con una bolsa colgada a la espalda, hablaba con sus antiguos compañeros de prisión, y junto a ellos Zía estaba con Lerluc y Maore.
—Ahora tendréis muy poco tiempo —decía Kyro a Hanho—; menos de un día de ventaja. Debéis estar preparados.
—No te preocupes por nosotros, humano —contestó Boac—. Moriremos libres.
—Gracias, Kyro —añadió Hanho—. Nos veremos en la otra vida.
Kyro sonrió.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Thelas—, ¡hueles tanto a carne asada que estoy a punto de morir de hambre antes de que me maten!
Todos rieron y finalmente se despidieron. Mientras los otros se iban Zía se acercó al viajero.
—Si te quedas en la cantera con tu tío es probable que no os hagan daño —le dijo Kyro—. Vosotros sois útiles a los gargos.
—¿Mantendrás tu promesa o no? —su pregunta fue una respuesta.
El viajero se la quedó mirando, y asintió.
—Vamos —dijo.
La ayudó a subir al animal y él subió también, colocándose delante para sujetar las riendas. Una vez arriba las sacudió un poco y aquel fantástico ser desplegó las alas con un chillido ensordecedor; tomó impulso con las patas y echó a volar.
Ascendían en círculos, Zía fuertemente abrazada a la espalda de Kyro; miraba el espectáculo del gran agujero al fondo del cual solo había oscuridad y la larga hilera de esclavos liberados alejándose. Cuando hubo tomado altura suficiente el viajero tiró con suavidad de las riendas hacia un lado y dejaron la espiral ascendente para tomar rumbo al sureste.
La vista desde allí arriba era absolutamente impresionante: todo ante ellos y hasta el horizonte era un manto de densas nubes grises por encima y un mar de tierra negra por debajo. La velocidad a la que iban hacía que notaran fuerte viento en contra, aunque iban bien sujetos y no parecía haber peligro de caer. Zía no soltaba a Kyro, simplemente miraba a todas partes sin hablar.
—¿Estás bien? —dijo el viajero.
—¡Sí, bien! —acertó a decir la chica.