Authors: Mandelrot
Por fin llegó al lugar. La construcción no se diferenciaba en absoluto de las demás: la pared perfectamente lisa y blanca, la puerta plateada, dos ventanas a un lado cerradas con aquel hielo caliente a través del que se podía ver en el interior. Dentro había lo que parecían asientos alargados en la parte central, algunos otros muebles y objetos para él desconocidos, y al fondo un hueco en el suelo protegido por una barandilla que acompañaba a una escalera descendente a lo que debía ser un sótano.
Kyro se colocó frente a la entrada. Apoyó las manos en la puerta comprobando su resistencia: la superficie era suave pero parecía invulnerable, y no había pestillo ni forma visible de abrirla.
Probó a empujar con ambas manos pero aquello solo sirvió para convencerle de que así sería imposible; descolgó su hacha y dio un golpe con ella, con exactamente el mismo resultado.
Después de un momento pensando volvió de nuevo a una de las ventanas. Al tocarla con los nudillos le dio la impresión de que el hielo caliente no era tan resistente como el material del que estaba hecho la puerta, así que volvió a sujetar su hacha y probó a descargar un golpe sobre él: el hielo se hizo añicos con gran estrépito, cayendo al interior trozos y astillas y quedando también algunos aún sujetos en el marco de la ventana.
Después de colgarse de nuevo el hacha a la espalda Kyro movió uno de los trozos triangulares que habían quedado en el borde hasta sacarlo. ¿Qué era aquello? Muy fino, muy rígido, como una plancha transparente que debía aislar perfectamente un lado del otro pero dejando pasar la luz. No, aquello no era hielo: ni siquiera era algo natural. Alguien con una magia muchísimo más poderosa de lo que nadie en su mundo hubiera podido siquiera imaginar era el responsable de aquella maravilla.
Después de observarlo unos momentos más, mirar a su alrededor a través de él, ponerlo al trasluz del sol, lo tiró al suelo y quitó otros trozos del borde de la ventana. Al hacerlo se sorprendió: aquello además cortaba. Y mucho, porque sin siquiera haberse dado cuenta tenía sangre en una mano; igual que la daga más afilada aquello abría la carne como si fuera agua, el maravilloso material parecía además muy peligroso si no se manejaba con cuidado.
Retiró los demás trozos que quedaban antes de atravesar la ventana para entrar. Pero al tirar al suelo el último se llevó un gran susto: había alguien junto a él. Era... un sacerdote de Varomm.
El viajero soltó un grito y dio un salto atrás. Ni siquiera le había oído llegar, ni sentido cómo se acercaba; con todo su entrenamiento, con toda su capacidad de percepción alerta por estar en un lugar extraño, el sacerdote había podido colocarse a su lado como si se hubiera materializado de la nada. Era exactamente igual que los que había visto en su mundo: alto, fantasmagórico, vestido con su ropa gris aunque en este caso sin llevar la capucha que había visto otras veces.
Su rostro de piel azulada no mostraba expresión alguna, y sus ojos negros y abismales miraban a Kyro como si realmente no existiera.
De repente se movió a una velocidad asombrosa: sin tomar impulso avanzó unos pasos y golpeó al intruso en el abdomen, tan fuerte que le levantó del suelo y le hizo rodar por el suelo de la calle. El viajero se quedó un momento encogido por el dolor y sin respiración, pero rápidamente se puso en pie con gesto contraído.
El sacerdote parecía no haberse siquiera inmutado por el esfuerzo. Se acercó lentamente hasta su oponente, mientras Kyro luchaba por recuperar el resuello. Cuando ya estaba a un paso el viajero le atacó con una patada a su rodilla, pero fue como golpear una pared; el sacerdote instantáneamente le golpeó con el dorso de la mano en la cara, tan fuerte que le hizo dar una vuelta en el aire antes de caer al suelo un poco más allá.
Trató de levantarse como pudo; notaba el lado del rostro donde había recibido el brutal impacto ardiendo y comenzando a hincharse. Estaba de rodillas cuando sintió que le sujetaban con tremenda fuerza levantándole por una axila, y se vio arrojado como un muñeco volando otra vez hasta caer haciéndose aún más daño.
Ya no podía abrir el ojo del lado hinchado; con el otro vio al sacerdote acercarse lentamente de nuevo. Se levantó con tremendo dolor y volvió a colocarse en postura defensiva mientras sujetaba su hacha, esperando a su enemigo. Este no parecía inmutarse: sin dar absolutamente ninguna muestra de cansancio llegó hasta colocarse frente a él y le lanzó otro puñetazo asombrosamente rápido.
Pero esta vez el viajero estaba preparado: movió la cabeza esquivando el golpe por muy poco, pero lo suficiente como para contraatacar golpeando con su hacha con todas sus fuerzas en el costado descubierto del sacerdote. El filo mellado de la piedra, que con ese potente impacto casi hubiera partido en dos a un hombre normal, solo se clavó un poco haciendo un ruido seco; si Kyro hubiera podido pararse a pensar le habría extrañado además que su enemigo no sangrara al ser herido sino que el hacha se manchara de un fluido parecido al aceite y de color negro.
Pero no había tiempo. El sacerdote recogía el brazo del golpe fallido cuando el viajero golpeó de abajo a arriba, del costado donde había impactado su hacha hasta la cara donde volvió a darle de lleno.
La cabeza del sacerdote se balanceó hacia atrás levemente por el fuerte impacto; lo que Kyro vio entonces fue tan asombroso que incluso le hizo frenar sus movimientos por un momento.
Bajo su piel destrozada por el hacha no había huesos y músculos: había metal. Y el ojo no era un ojo, era como...
A tal velocidad que pareció instantáneo el sacerdote le arrebató el hacha con una mano y con la otra le dio el más tremendo golpe en el estómago que Kyro hubiera sufrido jamás. Fue tan brutal que perdió la consciencia mientras salía despedido hacia atrás, y cuando volvió en sí ya estaba en el suelo; vagamente entrevió con el ojo que aún podía abrir que su oponente volvía a por él caminando mientras apretaba con las manos el hacha de piedra que le había arrebatado hasta destrozarla como si nada.
El cuerpo de Kyro apenas le respondía. Haciendo un esfuerzo supremo, ignorando el dolor que casi le volvía loco, logró incorporarse despacio hasta quedar casi sentado; pero no sirvió de nada. El sacerdote, poniéndole un pie en el pecho, le empujó hasta tumbarle de nuevo. El viajero le miró sacar algo de un lateral de su túnica, a la altura de la cadera: tenía una forma parecida a la empuñadura de una espada pero sin la hoja. Su enemigo le apuntó con un extremo, y a Kyro le vino extrañamente por un instante a la memoria el día del combate del patio de armas en el que aquel guerrero, que luego supo que era su padre, le tuvo sometido exactamente en la misma situación.
Algo se movió como un resorte dentro de él; ni siquiera fue consciente de lo que hacía. Su cuerpo se encogió como en un espasmo y su pie se lanzó directamente contra el de su enemigo, desequilibrándole levemente justo en el mismo momento en que esa extraña empuñadura que llevaba se iluminaba en el extremo que apuntaba a Kyro y, con un extraño silbido que no se parecía a nada que hubiera oído antes, un ardiente rayo de luz le rasgaba toda la piel del costado salvando sus costillas por nada. Era como si le marcaran con un hierro al rojo, pero en realidad el viajero percibió el dolor como una sensación muy lejana por estar absolutamente concentrado en el segundo golpe sobre el pie del sacerdote: lo dio con las escasas fuerzas que le quedaban, pero esta vez logró desplazar un poco su apoyo y hacerle caer.
Ignorando el inmenso dolor de su cuerpo torturado, enfocando su consciencia hacia la idea de sobrevivir como había aprendido durante el entrenamiento que había sido toda su vida, Kyro se levantó instantáneamente y salió corriendo a toda la velocidad que podía. Siguió unos pasos por esa calle y giró en la primera esquina que encontró, que resultó ser un callejón algo más estrecho que terminaba en un nuevo recodo. El viajero avanzó tan rápido como pudo y sin mirar atrás, pero cuando llegó allí vio que no había salida: solo una pared con una puerta de metal brillante, invulnerable como las demás.
Apoyó las manos sobre ella, desesperado, y salió corriendo de nuevo por donde había venido; pero cuando le faltaba poco para llegar a la entrada del callejón apareció en ella la terrible figura del sacerdote. Debía saber que por allí no había escapatoria, porque se quedó esperándole inmóvil.
No había opción: después de mirar a los lados por un momento, Kyro volvió la vista de nuevo a su enemigo y corrió hacia él. Cuando ya estaba cerca de chocar directamente contra su cuerpo hizo una finta y trató de esquivarle para escapar: pero el dolor le hacía moverse algo más despacio y el sacerdote se estiró para golpearle tan fuerte que le lanzó contra la pared. El impacto fue tremendo y acabó con las pocas fuerzas que le quedaban: el viajero quedó inmóvil, destrozado, derrotado en el suelo de la entrada al callejón.
Kyro giró la cabeza hasta ver, con media cara desfigurada por la hinchazón y la otra llena de sangre, cómo el sacerdote se le acercaba de nuevo; su rostro, rasgado y mostrando bajo la piel cortada su armazón metálico, era absolutamente inexpresivo.
El momento de mirar a mi enemigo, esperando la muerte, fue el momento de aprender que hay vínculos que nunca se rompen.
Le apuntó con su empuñadura mágica. Pero esta vez no pudo lanzar su rayo: salió despedido hacia un lado al ser golpeado por algo que le había impactado de lleno. El viajero se movió como pudo para ver qué ocurría: el sacerdote estaba en el suelo, y sobre él estaban Jefe y Kamor mordiéndole salvajemente. El Blanco y la Blanca llegaban justo en ese momento y se le echaban encima también. Kyro se sorprendió por notar que algo le lamía la cara: era Princesa.
No importa el tiempo, no importa la distancia que separe a quienes une, ni siquiera la propia muerte les separará jamás.
Vio al sacerdote, aún tratando de levantarse, agarrar a Jefe del cuello y lanzarlo contra la pared con fuerza increíble; en ella quedó una mancha de sangre y el canna cayó al suelo inerte. Los demás seguían atacando sin echarse atrás.
Kyro apoyó la mano en la cabeza de princesa, mirando alrededor; comenzó a levantarse como pudo.
Me pareció extraño no haber recibido esa lección por parte de humanos como yo, que hubieran sido unos animales los que me hicieran comprenderlo.
Ya en pie vio cómo el sacerdote atravesaba con su rayo a Kamor; se escuchó aquel extraño silbido que hacía el arma al disparar. La Blanca estaba inmóvil en el suelo, el Blanco seguía mordiéndole tirando de su ropa mientras él trataba de levantarse también. Princesa salió disparada sin dudarlo y le saltó encima; él la apartó de un manotazo.
Quizá su corazón fuera más puro. Quizá ellos sabían lo que el hombre había olvidado.
El viajero se alejó corriendo; tras él escuchó de nuevo el silbido de la empuñadura mágica; hizo el ademán de girar la cabeza y mostró un gesto de dolor, pero no dejó de avanzar tan rápido como pudo.
Supe que nunca más volvería a sentir un lazo tan poderoso.
Llegó a la ventana rota y saltó al interior de la construcción: fue directo hacia la escalera que bajaba al sótano.
Y que, ocurriera lo que ocurriera y durante toda mi vida, jamás olvidaría que una vez me sentí entre mis hermanos.
Kyro descendió sin mirar atrás.
Una caravana de esclavos atravesaba un paisaje volcánico. El entorno era desolador: apenas había vegetación, la tierra cubierta de ceniza negra aparecía retorcida como si su rostro hubiera sido forjado mediante la tortura y el dolor, y el cielo completamente cubierto por espesas nubes dejaba pasar algo de luz pero no disfrutar de la calidez de un sol.
Si la maldad, el sufrimiento, la muerte, tuvieran un mundo de origen sería sin duda aquel.
Unos seres de forma similar a la de los hombres pero un poco más grandes y robustos que la mayoría de ellos, de piel oscura, rasgos contraídos y dientes afilados que asomaban de sus enormes bocas, hacían avanzar a latigazos a sus prisioneros; de estos los había de distintas especies, también humanos. Varios pájaros negros, que aún vistos desde lejos parecían enormes, sobrevolaban la fila.
Ya no podía contar los mundos que había conocido, quizá incluso olvidaría muchos de ellos, pero nunca dejaría de recordar aquel lugar oscuro y maldito.
Los esclavos caminaban llevando pesados sacos, o tiraban con esfuerzo de carretas, o simplemente andaban encadenados. Los seres que les conducían lo hacían con crueldad: gritaban para hacer avanzar más rápido la caravana, azotaban y apaleaban a cualquiera que flaqueara o cayera, no tenían piedad de nadie. Los prisioneros que ya no podían seguir, reventados por los golpes y el cansancio, eran asesinados allí mismo para servir de ejemplo a los demás.
No solo por la negrura y la corrupción que encontré a mi alrededor, sino por los hechos que yo mismo viví y que me cambiaron para siempre.
El viajero estaba sobre una de las carretas, con su cuerpo inerte lleno de hematomas y magulladuras igual que el resto de los que estaban amontonados con él. Todos llevaban grilletes a pesar de que por su aspecto ninguno parecía en condiciones de poder moverse, mucho menos de escapar.
Llegaron hasta un lugar donde había un enorme agujero en el suelo, por el que hubiera cabido un pueblo entero. Incluso desde allí se notaba el brutal calor que subía desde el fondo.
La carreta en la que iba Kyro se detuvo. Entreabriendo los ojos pudo ver a un hombre pequeño y flaco, echándole un vistazo a él y a los demás.
—Sí, parecen fuertes. Haré todo lo que pueda —dijo.
Tras él uno de los seres grandes y de piel oscura le habló con dureza.
—Los que mañana no estén listos morirán —espetó—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
El hombre hizo una seña y varios de los esclavos se acercaron y comenzaron a descargar a los heridos. El viajero se sintió transportado hasta una cueva cerca del borde del gran agujero.
Dentro no había luces, pero la entrada era muy grande y se veía bien. El espacio interior no era muy amplio y había una especie de hamacas a modo de camas repartidas por todas partes, lo que hacía que para moverse por aquel lugar hubiera que pasar sorteándolas constantemente.
Kyro se dio cuenta de que, además de los esclavos que iban dejando en las hamacas a los que traían desde la carreta, había allí dos personas más esperando a los recién llegados: una chica joven que dejaba ver cierta belleza bajo aquel aspecto tremendamente cansado, y una criatura más o menos de la misma complexión pero que no era humana: se parecía más bien a un reptil sin cola, de ojos saltones y piel rojo oscuro.