El viajero (20 page)

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Authors: Mandelrot

BOOK: El viajero
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Después de dejar a los heridos el hombre que les había mirado sobre la carreta al llegar apareció y habló en voz alta.

—Los que estéis conscientes escuchadme y avisad a los otros cuando despierten. Estáis en la cantera de Totolm, ahora sois esclavos y aunque no lo parezca tenéis mucha suerte. Los gargos matan a todos los que no les sirven de utilidad, pero vosotros sois los más fuertes y os necesitan vivos para bajar a los niveles más bajos donde está la roca de mejor calidad y hace más calor.

Esto es la enfermería, yo me llamo Lerluc y estas son mis ayudantes; pasareis aquí la noche y nosotros intentaremos que os sintáis mejor, pero los que mañana no sean capaces de sostenerse en pie y trabajar con un pico serán arrojados al fondo del agujero. Así que intentad hacer acopio de fuerzas y estar listos, o no tendrán piedad. Ahora descansad.

Tras esto todos se pusieron a trabajar. Limpiaban y vendaban heridas, daban agua, movían algunos brazos o piernas para comprobar que no estuvieran rotos, untaban linimentos... De vez en cuando hablaban para hacerse comentarios, pedir ayuda a quien estuviera cerca o llamar a Lerluc para pedirle opinión o enseñarle algo; este iba de acá para allá, daba instrucciones y seguía su examen.

La chica humana curaba al viajero. Este no tenía grandes heridas sangrantes, pero su cuerpo estaba lleno de hematomas especialmente en el torso; ella le aplicaba compresas frías sobre las costillas cuando Lerluc se acercó.

—¿Puedes hablar? ¿Cómo te has hecho esto?

Kyro contestó con cierta dificultad.

—Uno de esos pájaros me atrapó.

—¿Te apresó con sus garras? —Lerluc estaba sorprendido—. ¿En pleno vuelo?

—Sí. Caminaba solo y no tenía armas ni había ningún refugio; no pude hacer mucho.

—Entiendo. Si te sirve de consuelo, no eres el primero al que atrapan así; pero todos los que había visto hasta ahora estaban muertos, destrozados por la presión. Nunca había visto a nadie que hubiera sobrevivido a uno de esos monstruos.

El viajero no dijo nada.

—Bien —continuó Lerluc—. El frío quizá ayude con tus hematomas y sientas menos el dolor para trabajar mañana; espero que no tengas heridas internas graves o morirás antes de eso —le dio dos palmaditas en el hombro—. Intenta descansar.

Se alejó para atender a otros. La chica siguió con su trabajo.

—Qué raro hablas. ¿De dónde eres?

—Vengo de lejos —respondió Kyro—. Tu lengua se parece mucho a una que estudié hace tiempo, pero no es fácil.

—Me hubiera gustado conocer otros lugares —dijo ella, hablando casi para sí misma—. Pero ahora esta es mi casa.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Más de la mitad de mi vida. Los gargos mataron a toda mi familia menos a mi tío Lerluc y a mí. Yo tuve la oportunidad de huir, pero decidí quedarme con él y Lerluc les dijo que era su ayudante. De todas formas era casi una niña y tampoco tenía a nadie más.

—Entonces conoces bien este sitio.

La joven se detuvo y se le quedó mirando un momento.

—¿Estás pensando en escapar? Olvídalo —y siguió mojando y aplicando las compresas.

Unos momentos después Kyro habló de nuevo.

—Me has recordado a alguien que conocí una vez. Ella también cuidó de mis heridas.

—¿Alguien especial?

—Sí. Especial.

—¿Y qué pasó?

El viajero tardó un instante en contestar.

—Tuve que irme —bajó la vista.

La chica le miró mientras él parecía perderse en sus pensamientos.

—Bueno, pues al menos de aquí no te irás.

Kyro le devolvió la mirada. Ambos sonrieron.

Al cabo de un momento más ella se levantó.

—Trata de que esa compresa no se te mueva —dijo, señalando un trozo de tela humedecida que dejaba sobre las costillas del viajero. Volveré luego. Se dio la vuelta para alejarse, pero volvió a mirarle de nuevo—. Me llamo Zía —añadió con una fugaz sonrisa; entonces se fue a atender a otros.

A la mañana siguiente la mayoría de los que habían pasado la noche con Kyro estaban en pie en la superficie, fuera del gran hoyo que era la cantera; algunos tenían aspecto enfermo. A ellos se había unido otro grupo, lo que hacía unos quince en total. Pocos eran humanos, y lo único que tenían todos en común es que eran de complexión fuerte y musculosa. Cada uno tenía una muñeca y un tobillo sujetos con grilletes, por el que pasaban cadenas que les mantenían a todos unidos; estaban uno al lado del otro mirando al frente, mientras un gargo del pequeño grupo que les rodeaba les estaba hablando.

—¡Atención a los nuevos! Estaréis solos allá abajo, pero no creáis que no tener vigilancia significa no trabajar. No podréis subir sin vuestro saco bien cargado; a los que mueran los podéis arrojar directamente al agujero, o coméoslos si tenéis hambre —rió y sus compañeros lo hicieron con él—. Preguntadles a los que llevan más tiempo cómo sacar la roca sin romperla; los que no traigan buen material no nos sirven y acabarán allá abajo también. ¡Andando!

Les dieron un gran saco vacío y les llevaron hasta el borde de la cantera. El calor que salía del agujero era tan intenso que ni siquiera se podía mirar abajo para ver el fondo, y los prisioneros se cubrieron la cara con los brazos y los sacos mientras seguían un camino descendente junto a la pared; los guardias usaron unos escudos ligeros que llevaban y que les protegían algo mejor.

El viajero avanzaba mirando como podía a su alrededor. Aunque estaban bien armados con espadas, lanzas o arcos, la proporción de gargos con respecto a la de los prisioneros era baja ya que realmente no había muchos esclavos potencialmente peligrosos. La mayoría se quedaba fuera del gran agujero, probablemente por el calor y porque no había más que una salida fácil de controlar; algunos vigilaban en los niveles superiores donde trabajaban los más débiles o quienes eran menos resistentes a las altas temperaturas. Ocasionalmente vio a algún guardia empujando a alguien hasta hacerle caer.

Llegados a un punto el grupo se detuvo; los gargos les quitaron las cadenas mientras su jefe hablaba.

—A partir de aquí seguís solos. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.

Bajaron un poco más, tapándose como podían para protegerse del brutal chorro de aire ardiente; por fin llegaron a una cueva en la que se metieron todo lo rápido que pudieron, jadeando al tratar de respirar.

—Hacia el fondo hace menos calor —señaló uno de los veteranos; parecía de la misma especie que la enfermera de aspecto de reptil que les había esperado al llegar, pero este era mucho más alto y bajo su piel rojo oscuro se apreciaban enormes músculos.

Se ayudaron entre ellos para adentrarse en la cueva; allí descansaron unos momentos tratando de recuperar el resuello. Aunque la luz exterior no llegaba hasta allá abajo, unas piedras colocadas en rudimentarios soportes clavados a la pared iluminaban el entorno. Kyro se quedó mirando una de ellas con curiosidad. La tocó con cuidado.

—Sí, la piedra da luz y está fría —dijo el que había hablado antes—. Se alimenta de calor, así que refresca el ambiente al mismo tiempo que ilumina. Cuanto más calor hace, más luz tenemos.

Señaló al rincón donde había un saco cuya tela dejaba ver dos puntos de luz en su interior.

—Ojalá tuviéramos más, pero solo hay cinco: dos para enfriar el agua y tres para poder ver algo por aquí.

—Estupendo —intervino uno de los nuevos, que estaba sentado en el suelo; un humano—. Moriremos asados como la carne pero al menos no será a oscuras.

—Ellos nos quieren vivos y fuertes —le respondió el veterano—, esta veta es valiosa y somos pocos los que podemos aguantar aquí abajo. Mientras les sirvamos tendremos posibilidades de sobrevivir.

—Hanho, siempre dices lo mismo —dijo otro con voz muy grave, de complexión parecida a los gargos pero con la piel más clara y pequeñas protuberancias sobre la frente que parecían cuernos—. Pero vamos cayendo uno tras otro y esto es solo aguantar para retrasar un poco más la muerte.

—¿Y qué crees, Boac, que no lo he pensado mil veces? Pero arriba estamos encadenados y desarmados, y de aquí no podemos subir por la fuerza sin que los arqueros acaben en seguida con nosotros —se movió unos pasos para recoger algunas herramientas de un montón que había en el suelo: un pesado martillo y lo que parecía un escoplo para picar la piedra—. Si se nos presenta la oportunidad la aprovecharemos, pero hasta entonces rebelarse sería un suicidio.

Boac bajó la mirada; Hanho habló de nuevo.

—Los nuevos —dijo al grupo—, venid conmigo y os enseñaré cómo sacar la roca sin estropearla. Hay que darse prisa, no se puede resistir todo el día en este maldito lugar.

Al haber completado su trabajo, cada uno cargando con enorme esfuerzo su saco lleno de piedras, subieron lentamente hasta el punto en el que encontraron a los gargos. Les pasaron las cadenas por los grilletes, todos tratando de cubrirse del calor. El viajero no dejaba de observar todo a su alrededor: los guardias, las armas, el terreno. Al llegar arriba y soltar la mercancía vio además a dos de los enormes pájaros sobrevolando el lugar y al tercero posado allí cerca.

No, no eran pájaros como los que había visto antes: no solo por el descomunal tamaño, sino por su terrible aspecto que les hacía más bien parecidos a reptiles voladores. Completamente negros excepto por sus ojos que brillaban como dos luces rojas, cubiertos de algo parecido a escamas y con toda la parte superior surcada por una hilera doble de cuernos afilados, tenían el cuello largo al igual que la cola. La cabeza tenía forma triangular, más como de serpiente que de ave, y sus dos fuertes patas acababan en grandes y poderosas garras. Y lo más llamativo, sus alas membranosas que desplegadas eran en proporción más grandes que todo el resto del cuerpo.

Aunque en general estaban en silencio, a veces lanzaban algo parecido a un graznido agudo muy penetrante que era respondido por los otros. Por último el viajero se fijó en que la criatura que estaba posada cerca de ellos, junto al que parecía su cuidador, tenía una doble silla de montar sobre el lomo.

Después de dejar los sacos en una carreta vinieron Lerluc y sus dos enfermeras; Zía llevaba una bolsa. Ella y Kyro se miraron unos instantes mientras su tío iba examinando a los esclavos uno a uno.

—Vaya, nos dispensan un cuidado especial —Thelas, el humano que había hablado a la entrada de la cueva en la mina, estaba encadenado al lado del viajero—. Qué atentos son estos gargos.

—Acostúmbrate —le dijo Boac junto a él—, todos los días al volver de abajo tenemos revisión. Tenemos que estar sanos hasta reventar.

—No sigas, me vas a hacer llorar —dijo de nuevo Thelas.

—Silencio —les cortó un guardia.

Lerluc iba pasando por cada uno fijándose en sus heridas, bajándoles los párpados o haciéndoles sacar la lengua. De vez en cuando hacía indicaciones a sus ayudantes o a los propios gargos.

—Este está deshidratado, necesita más agua o morirá pronto. Hum, tú estás bien. A ver, abre la boca... Maore —habló a su ayudante reptil de piel roja—, dale a este un poco de fuba, hoy y dos días más.

Maore se acercó al esclavo para seguir las instrucciones de Lerluc, que cuando llegó a donde estaba Kyro se agachó un poco palpándole el torso. Le miró a la cara con expresión de sorpresa.

—Tus hematomas casi han desaparecido. Es asombroso...

—Las compresas frías me han hecho bien —respondió el viajero, mirando a Zía. Esta se ruborizó.

—Sí, parece que sí. Increíble.

—¿Podrías darme alguna más para esta noche?

—Sí, está bien. Zía, unta un poco de lándora en dos compresas y dáselas —dijo a su sobrina, y añadió a Kyro: —ponte una mientras mojas la otra en agua y se enfriará enseguida. Cuando se caliente la que tienes sobre la piel las cambias. Veremos cómo estás mañana.

El viajero asintió y Lerluc siguió su inspección mientras Zía se acercaba. Evitaba mirarle directamente a los ojos mientras preparaba las compresas. Kyro adelantó un poco la cabeza hablando en voz muy baja:

—Necesito verte a solas.

Ella le miró con los ojos muy abiertos. Tras un instante de sorpresa volvió a fijar la vista en lo que hacía; terminó de preparar las compresas y se las dio, visiblemente alterada. Se alejó unos pasos y se le quedó mirando con intensidad sin decir nada más.

Al terminar la revisión se llevaron a los esclavos, siempre encadenados, a una de las cuevas excavadas cerca de allí. Al llegar sujetaron el extremo de las cadenas que les unían a unas grandes argollas fijadas a la pared, y les dieron a cada uno un pequeño cuenco con comida maloliente. Tras esto los guardias que les vigilaban les dejaron solos.

—¡Buah, qué asco! —exclamó Thelas—. Si no estuviera tan hambriento sería incapaz de tragarme esto.

—Saboréalo, humano —le dijo Boac—, es lo único que comerás hasta mañana.

—Esto es mucho más de lo que les dan a los otros —intervino Hanho—. A los más débiles casi les dejan morir de hambre.

—Ya veo, somos unos privilegiados —concluyó Thelas—. Visto así casi empieza a gustarme esta bazofia.

Comieron en silencio hasta que habló el viajero.

—¿Alguno de vosotros es de por aquí? ¿Conocéis estas tierras?

—Nadie es de por aquí, humano —respondió Boac—. De este lugar solo salen gargos y piedras.

—Yo soy de Tuko —dijo Thelas—; suponiendo que Tuko aún exista. Esos bastardos arrasaron todo lo que encontraron.

—Tu nombre es Kyro, ¿no es cierto? —intervino Hanho—. Vienes de muy lejos, se nota al hablar.

—Sí, de lejos. No conozco este lugar.

Boac habló de nuevo.

—Estamos en la Tierra Negra, que es donde viven los gargos. Creo que su ciudad está a un par de días al oeste de aquí, aunque no son muchos los que hayan estado allí y vuelto para confirmar la información. Al norte están los reinos libres, quizá a ocho o diez días. De allí venimos la mayoría de nosotros.

—¿Qué hay al sureste?

—¿Al sureste? —Thelas se sorprendió—. ¿Allí te dirigías cuando te atraparon?

—En esa dirección está el fin del mundo —dijo de nuevo Boac—. Las Montañas Malditas, y si hay algo más allá nadie lo sabe. Si ibas hacia el sureste es mejor que mueras aquí.

Al día siguiente los esclavos dejaron de nuevo sus sacos en la carreta con gran esfuerzo. Les colocaron para la revisión y volvieron a acercarse Lerluc y sus ayudantes; pero esta vez, mientras él examinaba a cada uno, Zía vino directamente hasta donde estaba Kyro.

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