Authors: Mandelrot
—Bienvenido, Kyro, amigo mío —le dijo con una sonrisa de satisfacción.
—Sire —le saludó Kyro al subir los escalones para llegar hasta él—, os traigo la última corona.
Se la ofreció, y Crondol la tomó en sus manos. Miró a los lados, a la multitud, y la levantó con gesto de victoria. Las gentes rompieron en una tremenda, interminable ovación.
El general despachaba asuntos con algunos subordinados que le rodeaban, mientras ojeaba algunos documentos.
—Comandante Orku —dijo, sin levantar la cabeza.
—Sí, mi general —el aludido era más alto y delgado que un humano, de piel amarillenta y facciones alargadas.
—Tú te ocuparás de la seguridad exterior del castillo. El capitán Hamara está enterado y se pondrá a tus órdenes. Comandante Iod.
—Mi general —se adelantó una mujer con una gran cicatriz que le deformaba la mitad del rostro.
—Serás responsable del orden en ciudad; quiero patrullas y vigías con arqueros en todos los edificios altos con buena visibilidad. Si hay problemas serás la primera defensa.
—Entendido, mi general.
—Golda —dijo Kyro, mientras dejaba sus papeles.
Un enorme ralk, de piel negra y tan dura como el cuero, mucho más alto y musculoso que el resto, respondió instantáneamente.
—A la orden, mi general.
—Tú estarás en el salón con tus mejores hombres. Que todos los invitados sientan el poder militar del rey sin que les incomode vuestra presencia. ¿Está claro?
—Sí, mi general.
—Bien —Kyro alargó los documentos y un ayudante los tomó—. La general Membe coordinará todas las operaciones y responderéis directamente ante ella.
Miró a la aludida, que estaba a su lado; era casi de la altura de Kyro y de complexión mucho más ancha que un humano medio. Giró su poderoso cuello para devolverle la mirada, asintió y desvió de nuevo los ojos a los demás; todos la miraron con respeto.
—Eso es todo —concluyó Kyro.
Sus subordinaros se cuadraron y se dirigieron a la salida, mientras aparecía un asistente.
—General Kyro —le dijo—, su majestad te reclama.
Crondol estaba sentado en el trono, escuchando a algunos de sus consejeros. Cuando entró el general se levantó y pareció ignorarlos a todos.
—Kyro, amigo mío —le dijo—. Ven, acércate.
—El general de corazón de hierro —le saludó uno de los que rodeaban al rey; un humano de piel pálida y huesos marcados—. Aún no hemos tenido tiempo de felicitaros por la victoria.
—Felec —Kyro asintió al acercarse, devolviéndole el saludo con seriedad.
Habló entonces Tudd, otro de los consejeros; este era más bajo y regordete, de piel verdosa y ojos completamente blancos.
—Tienes un aspecto excelente, general Kyro —le dijo—. La victoria te sienta bien.
—Quizá sea por eso que por él no pasa el tiempo —volvió a hablar Felec—. Tantos años, tantas guerras ganadas, todos nosotros envejecemos y él sigue exactamente igual que el primer día.
—Debe ser la inmortalidad que otorga la gloria —sonrió Tudd de nuevo—. Aunque el general parece no dar la más mínima importancia a estas cosas, ya lo sabemos.
Kyro ignoró los comentarios y se dirigió al rey.
—Me habéis mandado llamar.
—Así es —respondió este, y se dirigió a los otros—. Marchaos, tenemos que hablar a solas.
Hicieron una reverencia y abandonaron el salón, dejando solos al monarca y a su general.
—He de decir que Tudd tiene razón —habló de nuevo Crondol—. Has vencido al último rey rebelde, has ganado las doce coronas. Eres el general de corazón de hierro, conocido en todos los confines del mundo; la sola mención de tu nombre hace que tus enemigos se rindan y tus soldados darían la vida por ti con gusto. Cualquier otro hombre se sentiría orgulloso, pero tú pareces tomártelo como un simple trabajo.
El general dejó hablar a su interlocutor mientras permanecía impasible; cuando el rey hubo terminado le tocó a él.
—Me marcho —dijo simplemente.
Crondol tardó unos instantes en asimilar estas palabras; se le cayó la sonrisa, y solo pudo reaccionar entre el desconcierto y la incredulidad.
—Pero... ¿Pero qué estás diciendo? —fue lo primero que logró decir.
—Esta noche serás coronado emperador; la seguridad en la ceremonia está garantizada. He saldado mi deuda y me voy.
Se dio la vuelta y comenzó a andar.
—¡Espera! —Crondol se había levantado y, tan precipitadamente que casi tropezó, bajó los escalones ante el trono para dirigirse al general—. Espera, cómo... —No terminaba de encontrar las palabras—. ¿Cómo puedes hacerme esto?
Kyro se había girado para mirarle; el monarca se le acercó con expresión desencajada.
—¡No puedes marcharte! ¿Has olvidado que te salvé la vida? ¡Eras un simple vagabundo herido en medio del bosque!
—Tú eras un rey destronado y perseguido por sus propios súbditos; hoy serás emperador del mundo. He vencido a los ejércitos de todos tus enemigos, mi promesa está cumplida: a partir de este momento soy libre.
Crondol parecía buscar con desesperación cualquier argumento.
—Aún quedan focos de resistencia en los reinos del este. ¡Kyro, hasta aquí tengo enemigos! Te necesito.
—Ese ya no es mi problema.
Comenzó a girarse otra vez, pero el rey le apoyó una mano en el brazo.
—¡Espera! ¿Qué quieres? ¿Riquezas, poder? ¿Un reino? ¡Te daré lo que me pidas!
El general ni siquiera contestó; simplemente reanudó sus pasos hacia la salida. Crondol dio una corta carrera hasta colocarse delante de él, cortándole el paso.
—No te lo permitiré —dijo, furioso y amenazante—. Te quedarás aquí quieras o no. ¡Puedo obligarte!
Kyro le miró fijamente; su expresión era temible. Adelantó el cuerpo levemente, acercándose al rey. Le habló en voz baja.
—Fuera de mi camino.
Los ojos de Crondol se abrieron por la sorpresa, y su fingida fortaleza flaqueó. El general pasó a su lado y abandonó el salón.
Recorría con paso decidido un lujoso pasillo cuando vio aparecer a un lado a tres de los consejeros del rey: Felec y Tudd, acompañados de un tercero, Oldalam, un humano que era el jefe de finanzas del rey y por lo tanto muy poderoso. Era evidente que le esperaban.
—General Kyro —le llamó Felec—. ¿Tendrías un momento para nosotros?
—No —fue la única respuesta del general.
—Por favor, concédenos solo unos instantes —dijo Oldalam—. No será mucho.
Kyro se detuvo.
—¿Qué queréis?
—Solo consultarte un asunto de vital importancia y que no puede retrasarse —dijo Tudd.
El general se dio cuenta de que los otros miraban a los lados del pasillo, asegurándose de que no había nadie más.
—Verás —continuó Tudd—. Por supuesto sabes que esta noche será la gran coronación imperial; su majestad es un monarca muy amado por sus ciudadanos, por supuesto, pero...
—La seguridad está garantizada.
—Sí, eso nadie lo pone en duda —sonrió Felec—. No es de eso de lo que hemos venido a hablarte...
—Di lo que tengas que decir y no me hagas perder más tiempo.
Los tres consejeros dudaron, mirándose entre ellos. Oldalam fue el que habló.
—Kyro, seré claro. Supongo que estás al tanto de los rumores sobre ti en la corte.
El general le miró con impaciencia; antes de que pudiera contestar Tudd continuó.
—Todo el mundo es consciente de que este imperio no lo ha conseguido Crondol. Lo has conseguido tú para él.
—Y hay voces —continuó Felec— que afirman que hace falta una figura muy poderosa para mantener cohesionado un dominio que ha sido ganado por la guerra. Si el emperador no es fuerte tarde o temprano surgirá la resistencia y eso dará lugar a la desintegración.
—Quizá... —intervino de nuevo Oldalam, mirándole con cautela—. Quizá, si el rey no fuera todo lo firme que debería ser, habría alguien que se planteara reclamar el trono. Hay que estar prevenidos contra cualquier posibilidad, ¿verdad?
—Tú eres un gran militar —habló de nuevo Felec—, y nosotros solo queremos lo mejor para el imperio; por supuesto serviremos siempre a nuestro emperador.
Kyro había fruncido el ceño mientras los otros le hablaban; ahora se le quedaron mirando con absoluta atención, esperando su respuesta.
—Estáis pensando que voy a dar un golpe de Estado —dijo por fin—. Y venís a decirme que me apoyaréis.
Los tres consejeros se miraron entre sí con alarma.
—No nos malinterpretes, por favor —Oldalam medía cuidadosamente sus palabras—; nosotros pondremos siempre nuestros conocimientos y experiencia al servicio de la corona.
—Simplemente queríamos que supieras —añadió Tudd— que puedes estar tranquilo con respecto a nuestra posición.
—Estamos aquí solo como leales servidores al imperio —repitió Felec.
El general les miraba con desprecio, sin decir palabra hasta que hubieron acabado.
—No quiero ser emperador.
Los otros respiraron mirándose de nuevo, mientras Kyro continuó.
—Consideraos afortunados; si me sentara en el trono lo primero que haría sería limpiar la corte de traidores.
Tras esto se dio la vuelta y siguió caminando, mientras los otros le miraban alejarse sin atreverse siquiera a murmurar.
La general Membe se acercó cuando Kyro estaba terminando de ensillar a su dalc.
—¿Me has llamado?
—Me voy —le dijo simplemente—. Ahora estás al mando.
La mujer pareció sorprenderse, pero no dijo nada.
—Dentro de poco el emperador te ordenará que me encuentres y me traigas de vuelta. Quiero pedirte algo.
—Te daré el tiempo que necesites —respondió ella—. ¿Hacia dónde te dirigirás?
—Hacia el sur. Tengo asuntos en Rihau.
La general asintió.
—Mandaré a los hombres en otras direcciones.
—Gracias.
No dijo nada más; Kyro montó y salió en dirección a las puertas de la ciudad.
Recorrió las calles sin prestar atención a las gentes que se le quedaban mirando por su vistoso uniforme militar; poco después cruzaba hasta las inmensas murallas para alejarse de allí siempre hacia el sur y sin mirar atrás. El general avanzó sin detenerse todo el resto del día hasta que, cuando ya estaba bastante oscuro y él se encontraba en un camino entre suaves colinas pedregosas, hizo detenerse a su montura.
Se bajó apoyándose en una roca y le quitó todo lo que llevaba, para darle una fuerte palmada y dejar que se fuera camino adelante; Kyro se apartó del camino llevando todo el equipo y evitando dejar huellas. Mucho después, ya de noche cerrada y en medio de la nada, soltó el peso tras unas rocas y se quitó también sus ropas de general y la preciosa espada; lo dejó todo bien oculto para que nadie pudiera encontrarlo ni siquiera por accidente.
Solo se quedó con un taparrabos, unas botas de piel suave y un pequeño odre de agua. Una vez estuvo completamente seguro de que era imposible dar con su rastro, el viajero se alejó de allí rumbo al este.
Caminó muchos días, primero cruzando las colinas y después atravesando otros paisajes que iban desde inhóspitos desiertos hasta bosques muy frondosos. Kyro cazaba para comer, dormía siempre que era posible en sitios elevados y casi inaccesibles, y avanzaba sin flaquear por cualquier terreno, hiciera frío o calor, lloviera o castigara el sol.
Se encontraba ahora al borde de una pradera, escondido en medio de un brote de grandes plantas parecidas a arbustos. Miraba a todas partes con expresión desconfiada: conocía aquel lugar desde hacía muchos años, pero sentía que lo que había venido a buscar ya no estaba allí.
El viajero decidió inspeccionar toda la zona para asegurarse de que no había peligro. Una vez completo su exhaustivo reconocimiento del área se dirigió directamente al lugar donde tantos años antes había visto la siguiente esfera.
Lo que había sido un pequeño hueco, poco más de lo necesario para que pasara un hombre, se veía excavado como si alguien hubiera ensanchado el paso hasta convertirlo en un ancho túnel; y dentro, donde antes había estado la esfera misma, solo había una marca circular en el suelo rota por otras rectas que salían de esta. Alguien había encontrado el lugar, había abierto la entrada a la pequeña cueva, había arrastrado unos pasos el portal que debía llevarle al siguiente mundo, y lo había levantado para llevárselo. Las huellas hablaban de muchos hombres y posiblemente una carreta con dos ruedas; pero no podía estar seguro, debía haber pasado bastante tiempo desde aquello.
El viajero no se entretuvo más de lo imprescindible; una vez hubo averiguado todo lo que podía, simplemente salió de allí hacia el lugar desde donde ahora sentía la llamada de la esfera.
La noche había llegado a la ciudad. Las calles estaban desiertas, salvo por una figura que se movía con cautela entre las sombras. Entró por un estrecho callejón y se detuvo ante una puerta: llamó dos veces, hizo una pausa y dio tres golpes más. La hoja se abrió y entró inmediatamente. Poco más tarde apareció un encapuchado, entró al mismo callejón, después de mirar a los lados para asegurarse de que no le veían repitió la llamada y entró al abrirse la puerta de nuevo.
Kyro observaba desde arriba, subido a lo más alto de una de las casas que daba al callejón.
Había visto suficiente; saltó hasta una viga que sobresalía de la pared, se descolgó hasta el suelo y llamó con la misma clave que había estado oyendo desde hacía largo rato.
Le abrió un enorme ralk, de piel negra y correosa como los que servían en el que había sido su ejército. No hizo preguntas, simplemente le hizo una seña para que pasara y cerró tras echar una rápida ojeada al exterior. Se oían voces al final de un pasillo; Kyro se dirigió hacia allí.
Parecía una bodega o un sótano para comida; había algunos sacos amontonados en varios rincones y un par de barriles en la pared del fondo. El espacio central estaba ocupado por una veintena de seres, la mayoría no humanos, que sentados donde podían escuchaban con atención a uno de los que estaba en pie y les hablaba.
—¡Tenemos que hacer algo más! —decía; era alto, de piel clara y ojos negros, muy parecido a un hombre salvo por las orejas puntiagudas y las manos de cuatro anchos dedos que ahora cerraba en puño con energía. Tenía todo el aspecto de un líder—. Los ataques ocasionales a patrullas aisladas no son suficientes; nos arriesgamos sin conseguir nada.
—Ellos tienen un ejército —habló uno de los que estaba sentado— y nosotros solo somos un puñado de soldados vencidos que tenemos que vivir escondiéndonos para no ser capturados. ¿Qué más quieres que hagamos?