Authors: Mandelrot
Subieron la escalera aparentando tranquilidad, y se separaron cada uno hacia un puesto.
—Llegáis tarde —dijo malhumorado el guardia que esperaba el relevo cuando Kyro se acercó.
El viajero no respondió, se limitó a soltar un gruñido. El otro, sin decir nada más, se alejó dirigiéndose directamente hacia la escalera para bajar. Kyro miró al otro extremo del pasillo almenado; la situación en el otro puesto con Lennar era similar. Los dos soldados ya relevados parecían con ganas de marcharse de allí, y bajaron rápidamente la escalera para alejarse por el patio.
En cuanto estuvieron solos el jefe rebelde bajó a recoger la bolsa que habían traído consigo. El viajero miró alrededor para comprobar que estuvieran seguros: desde allí podía ver cómo toda la actividad se concentraba al otro lado del castillo, no había nadie observándoles o que pudiera suponer un peligro. Tras esto Kyro se asomó por las almenas y agitó un brazo sobre su cabeza; abajo, en la oscuridad, vio varias siluetas acercarse repitiendo su gesto.
—¿Están ahí? —Lennar volvía corriendo.
—Sí.
Sacaron de la bolsa dos largas cuerdas con garfios, que aseguraron para resistir el peso de los que se preparaban para subir.
Eran algo más de cincuenta en total; casi todos traían arcos y flechas además de sus espadas.
Se notaba una gran tensión en los guerreros, todos esperaban ansiosos su venganza sobre los que les habían vencido y esclavizado.
—¿Habéis avisado a los del otro lado? —susurró Lennar a uno de los últimos en llegar.
—Sí. Ahora mismo tienen que estar haciendo la señal.
—Bien —dijo Kyro—. Os han explicado lo que hay que hacer; separaos y esperad en vuestros puestos hasta que yo dé el aviso.
El viajero se llevó a su grupo por la zona más cercana a las almenas; no había más guardias, todos se habían desplazado a la zona donde esperaban tender la emboscada a los rebeldes. Poco después llegaron a su posición, desde la que podían ver el patio iluminado muy débilmente por dos pequeñas antorchas para no delatar a los soldados que esperaban abajo o apostados a distintas alturas. Era evidente, de haber caído en la trampa hubieran muerto todos con absoluta seguridad.
Vieron cómo uno de ellos, el único que se asomaba al exterior aunque tenía a varios compañeros agachados cerca, arrojaba una cuerda sujetando uno de sus extremos. Hizo una seña para que subieran, y unos momentos después la repitió. Se estiró para mirar abajo y volvió a mover las manos para que empezaran.
Aunque en voz baja, entre el absoluto silencio se escuchó a alguien hablar al otro lado del patio; no se distinguía bien entre las sombras quién era.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé, señor —dijo una silueta a su lado.
El soldado de arriba miró a sus compañeros haciendo gesto de que no comprendía lo que estaba pasando.
—Parece que no suben.
—Que les hable. Que les diga que es seguro.
Mientras le transmitían la orden Kyro vio cómo los demás iban colocándose en los lugares señalados, algo más elevados que el resto y que les daban ventaja. En uno de ellos dos soldados, que habían estado allí hacía un momento, desaparecieron silenciosamente antes de que varias cabezas se asomaran con precaución.
El que estaba en las almenas habló a quien creía que le esperaba abajo.
—¡Subid, no hay peligro!
Los rebeldes ya estaban todos preparados. Era el momento: el grito de Kyro retumbó con sonoridad.
—¡Ahora!
La lluvia de flechas cayó por todas partes; cada atacante apuntaba a las sombras de abajo y disparaba hasta quedarse sin proyectiles. Los gritos de rabia de los rebeldes se mezclaron con los de dolor de los soldados.
En cuanto se quedaron sin flechas Kyro saltó hacia adelante, sosteniendo el hacha de Uko; los demás, gritando salvajemente, salieron todos desde sus escondites para rematar a los que pudieran haber sobrevivido.
El viajero avanzaba imparable. Esquivando el ataque de un soldado que apareció a su derecha lanzó un hachazo que le impactó en el costado y se hundió en la carne hasta casi partirle en dos; le empujó con el pie para liberar la hoja mientras veía acercarse otra silueta hacia él con su espada en alto. Sin pensarlo dos veces se lanzó hacia adelante, bloqueando su ataque con la mano libre mientras le clavaba el hacha desde arriba en la cabeza, partiéndole en dos el casco y el propio cráneo y hundiendo la hoja hasta la altura de los hombros.
Fue una carnicería salvaje; los rebeldes querían sangre y la tuvieron. Cuando por fin acabó la matanza y encendieron más antorchas para traer luz las imágenes de devastación, dolor, muerte, cadáveres desmembrados, vísceras desparramadas, hablaron del odio y la venganza acumulados durante tanto tiempo de dominación en los corazones de aquellos hombres. Ante aquel terrible escenario, ahora visible a la luz del fuego, todos reaccionaron como uno solo levantando sus espadas y gritando por la victoria.
Ninguno de ellos existía en realidad.
El viajero, ignorándolos, salió del patio con paso firme hacia el interior del castillo.
Estaban ahí, gritaban y hacían ruido, pero no eran nadie. Su vida o su muerte no significaban nada.
Recorrió un pasillo con el hacha aún en la mano, la mirada fija hacia adelante.
Todos quedarían siempre atrás; eran el pasado.
El corredor acababa con una puerta, que se abrió al empujarla. Estaba ahora en una pequeña estancia con una mesa y varios asientos; Kyro siguió directo a la siguiente puerta y la abrió.
Daba a un salón algo más grande. Había varias personas allí, parecían miembros del servicio; se apartaron a su paso, asustados, mientras él iba hacia un arco que había al otro lado sin desviar la mirada de su camino.
Solo había algo que siempre estaría ahí, lo único que me impulsaba a seguir.
Llegó hasta unas escaleras. Subió y se encontró en otro corredor, abierto de media altura hasta el techo por uno de los lados que daba al patio; había más sirvientes allí, parecían muy asustados. Avanzó hacia ellos y el que estaba delante sacó un cuchillo y se lo mostró como una débil amenaza, tratando de disimular su miedo. El viajero, al llegar hasta él, le sujetó la muñeca con un rápido movimiento de su mano libre y se la dobló hacia fuera hasta hacerle soltar el arma; con la misma mano le apartó empujándole con tanta fuerza que lo levantó del suelo haciéndole caer pesadamente de espaldas. Mientras tanto Kyro seguía dejando atrás a los otros, que se habían hecho a un lado con caras de pánico para dejarle pasar.
Lo único que me importaba. Lo único que me quedaba.
La siguiente puerta estaba cerrada. Kyro la abrió de una patada y se encontró una sala espaciosa: justo en el centro le esperaba su esfera. Al acercarse se iluminó y se abrió para él.
Mi misión.
Sin mirar atrás, sin dejar de avanzar, se quitó todo lo que llevaba encima arrojándolo a un lado para entrar en la esfera y seguir el viaje hacia su destino.
El viajero salió de la esfera. Ante él todo se iluminó: estaba en una sala pequeña y de techo muy alto, de líneas rectas y paredes de piedra. La luz salía de manera uniforme de varios rectángulos en el techo, y frente a donde estaba había lo que parecía una puerta de metal cerrada. No tenía pomo ni había nada que pareciera poder utilizarse para abrirla.
Desde el primer instante en aquel mundo me di cuenta de que faltaba algo.
Kyro se fijó en un pequeño punto rojo en la esquina de arriba a su derecha: en el lugar donde las paredes se unían con el techo había algo pequeño, un objeto blanco y alargado más o menos como el pulgar de cualquier hombre. Se quedó un momento quieto, mirándolo, el punto se apagó; extrañado, se acercó despacio a mirar y, justo al empezar a moverse, se encendió otra vez.
Una sensación que me había acompañado desde el principio de mi viaje, y que jamás me había abandonado desde entonces.
Era el movimiento; llegó a esa conclusión después de probar varias veces. Esa cosa respondía encendiendo la lucecita roja cada vez que se movía. Magia.
Me di cuenta de que, en realidad, siempre me había preguntado si un día ocurriría. Aquella sensación era tan vieja como el miedo a perderla.
No parecía peligrosa ni hacía nada más, y estaba demasiado alto para llegar hasta ella; así que el viajero decidió concentrarse en la puerta. Se acercó, apoyando sus manos sobre la hoja. Era pesada, maciza, infranqueable.
Ahora aquel pensamiento se había hecho realidad: por primera vez desde el momento en que todo empezó, no sentía la llamada de la siguiente esfera.
Palpó la pared buscando algún dispositivo oculto: nada. Trató de empujar lateralmente la puerta por si se deslizara hacia un lado, probó hacia arriba... Nada.
Y si no había una esfera esperándome para llevarme al siguiente mundo, me quedaría atrapado en este para siempre. Mi viaje había terminado.
Se hizo unos pasos atrás, mirando a todas partes sin encontrar una solución. No sabía cómo salir de allí.
No había pasado mucho tiempo cuando le pareció oír algo: sí, al otro lado de la puerta se podían escuchar sonidos. Golpes de intensidad creciente, quizá pudieran ser varias personas que se acercaban corriendo. Kyro se apartó unos pasos, esperando en tensión y preparado para cualquier cosa a la que tuviera que enfrentarse.
A continuación se oyó el ruido de algo muy pesado deslizándose y después un fuerte golpe, la puerta se abrió despacio hacia fuera, y tras ella lo primero que apareció fue la cara de una mujer, delgada y pálida, de ojos grandes y negros y pelo liso y oscuro, que le miraba con gran impresión.
Tras ella dos hombres, muy pálidos y delgados también, ambos con el pelo azulado, le miraban por encima de su hombro con los ojos y la boca abiertos por la sorpresa. Los tres iban vestidos con extrañas ropas holgadas, como si fueran sacos cosidos de manera que fueran una sola pieza con forma humana pero sin ajustarse al cuerpo. El viajero se fijó en que uno de ellos, el más joven, llevaba en la mano un objeto: lo había visto antes, era el arma de un sacerdote de Varomm.
Pero estos humanos no parecían hostiles. Se quedaron un momento allí, quietos, mirando al viajero que aún seguía también inmóvil y en tensión.
—Eh... Hola —dijo la mujer; dudaba sin saber qué decir—. Somos amigos. ¿Hablas mi idioma?
Kyro no se permitió confiarse del todo.
—Sí —respondió—. Entiendo tus palabras.
Los tres humanos se miraron, y ella siguió hablando.
—Somos... Mi nombre es Sarah. Estos son mis compañeros Carl y Jon.
—Hola —dijo débilmente este último, el joven, levantando tímidamente una mano.
—Llevas un arma —dijo el viajero.
Los otros dos le miraron, y el chico pareció turbado.
—Sí, eh... Bueno, tranquilo, no te preocupes... Nosotros no... Vamos, no esperábamos...
—Es una pieza del museo y está descargada —le cortó ella—; Jon, guarda eso. Tú eres... ¿Eres el viajero?
Kyro asintió. La mujer habló de nuevo.
—¿Cómo te llamas?
Antes de que pudiera responder se oyeron pasos precipitados tras los tres humanos, y aparecieron varios más, dos hombres y tres mujeres, todos muy delgados, vestidos igual que los primeros y con rostros también muy pálidos aunque con el cabello de distintos llamativos colores.
—¡Sarah! —dijo uno de ellos al llegar hasta donde estaban. Todos se quedaron estupefactos asomándose para mirar al extranjero.
—¡Está bien, está bien! —dijo ella.
—Es él —dijo el que se llamaba Carl a los demás, que soltaron murmullos de asombro.
—¿No deberíamos.... —susurró el joven del arma a la mujer—. No sé, darle algo de ropa?
No tenían nada de su tamaño, probablemente todos los habitantes de aquel extraño mundo serían tan flacos como los que había visto hasta el momento; pero sus vestiduras eran amplias y las que les dieron le resultaron cómodas al igual que el calzado. El viajero estaba en una habitación alargada con bancos, una hilera de cajones alargados verticales y, donde él estaba, uno de esos cristales mágicos en los que podía ver perfectamente su reflejo. La mujer, Sarah, y su compañero Carl estaban con él.
—El mono te sienta bien —comentó Carl—. No estaba seguro de que entraras en uno, por muy grande que fuera.
—Aún no nos has dicho tu nombre —dijo Sarah.
—Kyro.
—Kyro —repitió ella, pensativa.
Se oyó un zumbido y Carl se llevó una mano a un costado. Sacó un diminuto objeto alargado, hizo algo con él que el viajero no llegó a ver y fue como si un rectángulo de luz apareciera flotando de la nada junto a aquella cosa mágica. Carl habló sin dejar de mirarla.
—Parece que ya se han enterado. Los del Consejo vienen para acá.
Se dirigió a la salida, pero al llegar a ella se detuvo y miró al viajero y luego a Sarah; esta asintió, y Carl les dejó solos.
—Kyro —la mujer se dirigió a él—, ¿necesitas algo? Lo siento, con tanto lío olvidé preguntártelo —sonrió nerviosa—. Aquí no hay mucho que ofrecerte, pero en el cuarto de descanso habrá algo antes de que vengan los otros y empiecen a hacerte preguntas.
—¿Qué es este lugar?
—El departamento de Historia de la Universidad; esta es la zona de profesores. Yo soy la directora.
—Es una escuela.
—Eh... Sí —Sarah le miró con extrañeza—. También es un museo, por eso tenemos tu célula de teletransporte. Es... Esa esfera negra por la que has venido —añadió al ver que el viajero no comprendía.
Se quedó un momento más en silencio, observándole.
—Kyro, ¿sabes lo que es el teletransporte? ¿La física? Sabes... —Se detuvo un instante al ver su expresión—. ¿Sabes lo que es la electricidad?
—He visto magia muchas veces, pero no la conozco. Supongo que me hablas de cosas de magos. De ciencia.
Si antes Sarah había mostrado sorpresa, ahora le miraba con absoluta estupefacción.
—No me lo puedo creer —decía el hombre que estaba delante del viajero, mirándole con descaro—. Nos han mandado a un cavernícola.
Estaban en una sala amplia aunque no había ventanas; Kyro aún no había visto ni una sola desde que llegó, como si todo estuviera sellado. La espaciosa habitación contaba con varios asientos que en ese momento estaban vacíos: los cuatro humanos más que habían aparecido, tres hombres y una mujer tan flacos y pálidos como el resto y vestidos con ropajes similares, estaban de pie frente al viajero. La única diferencia llamativa entre todos los que había visto hasta entonces era el color del pelo, aunque la mayoría lo llevaba en distintos tonos de azul.