Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
—No me puedo creer que Berend consienta algo así —dijo Haner con decisión—. Daverak, quizá, pero Berend es mi hermana y sabe cómo se hacían las cosas en Agornin.
—Cuando llegó y todo la asustaba, el Ilustre le dijo que no fuera provinciana —dijo Lamith—. Por eso sé cuántos problemas puede causar el decir cosas con la mejor intención. Ahora la señora levanta los ojos hacia el techo y se comporta como una ilustre, más que él. Siento decir estas cosas, Respetada, pero no es más que la verdad y tiene que saberla.
—Voy a ponerte bálsamo en ese ala —dijo Haner mientras sacaba el bálsamo de la caja que le había hecho Amer antes de dejar su hogar—. Te la volveré a atar muy apretada después, si insistes, pero no me va a servir una dragona con una llaga tan fea. Te está impidiendo que cumplas con tu obligación y es fácil de curar. Eso es lo que diré si alguien dice algo, cosa que no harán. Ni lo notarán.
—Es probable que no —dijo Lamith, y se sentó muy quieta para someterse a los cuidados de Haner—. Ya me siento mucho mejor —dijo cuando Haner le ató las alas otra vez—. Ahora déjeme arreglarle el sombrero para esta noche, respetada.
Haner se quedó despierta mucho rato aquella noche, daba vueltas en su cómodo lecho de oro como si hubiera sido pizarra. Había sabido durante toda su vida que las condiciones de la servidumbre eran duras. Sin embargo, jamás lo había entendido de verdad hasta que Lamith había rechazado con miedo el ofrecimiento de un bálsamo. Había pensado en Amer y los otros criados de Agornin, cuyo servicio era hereditario y parecía casi tan cómodo para ellos como para sus señores. Se preguntó cuánto era mera apariencia. Pero la llaga de Lamith era real, y también su miedo. Había leído sobre las condiciones de los trabajadores de las fábricas que tenían las alas atadas y flexionó las suyas con ademán nervioso. Quería hacer algo y no tenía ni la menor idea de por dónde podría empezar, o qué podría lograr. Ni siquiera se le ocurría nadie con quien pudiera hablar del tema, salvo Selendra, que estaba muy lejos. Le escribiría. Le escribiría por la mañana. Así resuelta, por fin pudo sumirse en un sueño inquieto.
La noche siguiente, y de forma extraordinaria, la familia cenaba sola. Había estado lloviendo todo el día y ni aun Daverak se había alejado mucho de casa. Haner no había salido en absoluto. Berend estaba a punto de poner otro huevo en cualquier momento, lo que la ponía de un humor irritable y reacia a tener compañía. Ellos tres y los dos dragoncitos supervivientes se habían reunido en la salita, donde la roca nativa estaba incrustada con guijarros de mármol y piedra caliza según la moda imperante. Berend era incapaz de acomodarse y no hacía más que pasear.
Los dos dragoncitos, ella dorada y él negro, tenían los mismos ojos enormes y rosados de su padre. Se habían sentado en silencio al lado de Haner, con los hombros juntos. Habían estado muy silenciosos desde que se habían llevado a Lamerak de su lado. Quizá lo echaban de menos o quizá temían tener que reunirse con él en cualquier momento. Haner extendió un ala y los cubrió con una caricia por un momento. Los niños levantaron la cabeza y la miraron, pero apenas sonrieron.
—Parece todo tan aburrido, así, solos… —dijo Berend haciendo una pausa en sus paseos.
—Fue decisión tuya —respondió Daverak mientras agitaba una garra delante de un gran bostezo que dejó al descubierto unos dientes enormes y fuertes.
—Lo sé, y esta mañana parecía una buena decisión porque no quería ver a nadie. Pero es que ahora me parece terriblemente aburrido —dijo Berend.
—Es acogedor, la familia nada más, solo por una vez —dijo Haner con tono tranquilo.
Berend chasqueó los dientes como si quisiera morder el comentario de su hermana.
—Acogedor es una forma de describirlo. Aburrido es lo que yo digo, y es mucho más exacto. ¿No te gustaría que estuviera Londaver aquí, Haner?
El digno Londaver, que vivía muy cerca, era un invitado frecuente, al igual que sus padres. No parecía distinguir a Haner con ninguna atención especial, cosa que Berend había notado, así que fue cruel por su parte mencionarlo.
—Yo diría que la chica agradecería cualquier compañía salvo la tuya esta noche —comentó Daverak.
Antes de que Berend pudiera replicar, o de que Haner pudiera pensar en alguna respuesta tranquilizadora, llegó un criado con un paquete de papeles en las garras.
—Ha llegado el correo —observó Daverak. Tenía la mala costumbre de señalar cosas que eran perfectamente obvias.
—¿Algo para mí? —preguntó Berend.
—Casi todo, sin duda —dijo Daverak mientras lo clasificaba con aire ocioso y le entregaba un gran montón a Berend—. Dos para mí, una de mi agente de bolsa y una de mi abogado. Y aquí hay una para ti, Haner —dijo al tiempo que le pasaba una carta doblada y sellada.
—Es de Selendra —dijo la joven con una sonrisa al ver el sello.
—¿No vas a abrirla? —preguntó Berend.
—Pensaba guardarla para después de la cena —dijo Haner sumisa—. ¿Son las tuyas interesantes?
—Solo invitaciones, muy pocas de las cuales podré atender hasta que haya terminado con la nidada —dijo Berend hojeando el montón de correo con gesto poco entusiasta. Entonces Daverak lanzó un gruñido que hizo que los niños se acurrucaran de miedo y que las dos adultas lo miraran. Berend incluso dejó caer algunas de sus tarjetas.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó Berend y parecía muy preocupada. Daverak estaba en todo momento negro, pero ahora parecía casi de color púrpura.
—No puedo creer semejante atrevimiento —gruñó Daverak.
—¿De quién? —preguntó Berend.
Haner lo supo de inmediato. Había albergado la esperanza de que Avan cambiara de opinión y no se había imaginado que se pudiera obtener una demanda con tanta rapidez.
—Los miserables de tu hermano y hermana me llevan a los tribunales por el tema del cuerpo de tu padre.
—¿Haner? —preguntó Berend mientras se volvía hacia ella.
—No, no —dijo Haner, que tenía la sensación de que muy bien podrían haberla devorado allí mismo si hubiera unido su nombre al de Avan en esta empresa.
—No, Haner sabe bien qué carne debe reservar para el desayuno —dijo Daverak al tiempo que tiraba el papel con gesto salvaje—. Tienes dos hermanas, por si lo habías olvidado. ¿Sabías algo de esto, Haner?
—¿Qué? —preguntó Haner sinceramente asustada.
—Este intento de llevarme a los tribunales para recuperar la carne que comí del cuerpo de tu padre, como juzgó que era correcto y de acuerdo con los deseos de tu padre el bienaventurado Frelt en su momento, si lo recuerdas.
Las mandíbulas de Daverak estaban a una escasa garra de distancia de la garganta de Haner; esta se encogió atemorizada. Jamás había visto a Daverak tan furioso.
—Avan dijo algo de eso, estaba enfadado en aquel momento —dijo—. Yo no tenía ni idea de que en realidad hubiese hecho algo al respecto. —Y era la verdad, aunque la joven había sabido que lo haría.
—Yo lo demandaré a mi vez, reclamaré la parte de tu oro que se llevaron ellos dos y también la de Berend. —Daverak estaba colérico y se alejó hacia el otro lado de la habitación. Los dragoncitos se arrastraron más cerca de Haner y se refugiaron bajo su ala.
—No necesitamos el oro, querido —dijo Berend con mucha calma.
—Entonces se puede destinar todo a la dote de Haner. El otro día decías que querías que le añadiéramos algo para que pudiera conseguir un buen partido. —Haner no sabía nada de eso y ahogó una exclamación cuando se mencionó—. Muy bien —dijo Daverak con crueldad—. Vamos a añadirle algo a todo eso. Veinticuatro mil coronas y lo que tu hermano Avan haya ahorrado de los sobornos de su despacho la hará más atractiva, ¿no te parece? Dado que ha unido su suerte a la nuestra, y no a la de esos aventureros intrigantes a los que como un estúpido traté como si fueran de la familia. Porque has unido tu suerte a la nuestra, ¿verdad, Haner?
—Sí —susurró Haner al tiempo que sentía los cuerpos de su sobrina y su sobrino apretados contra ella, y supo que en aquel momento no tenía otra alternativa.
—Jamás te he visto tan enfadado, querido —dijo Berend mientras le ponía una mano a Daverak en el brazo con gesto cariñoso—. ¿No deberías calmarte un poco? Parece como si estuvieras a punto de explotar.
—Subiré mañana a Irieth para ver a mi abogado —bramó Daverak apartándola con brusquedad—. No pienso permitir que se salgan con la suya. Qué insolentes. Me llevaré cada corona que tengan, pienso luchar hasta el final. Y haré que Penn venga a los tribunales y admita que Bon no dijo nada de eso en su lecho de muerte. Prácticamente lo dijo en su momento. Les enseñaré a creer que me pueden sacar algo así. Soy muy bueno con mi familia y estaba preparado para ser bueno con la tuya, Berend. ¡Mira cómo acepté acoger a Haner!
—Lo sé, querido, lo sé y jamás me habría imaginado que pudieran ser todos tan desagradecidos. Siempre supe que tú tenías razón y que los equivocados eran ellos —canturreó Berend.
—Semejante descaro es incluso peor de lo que esperaba —dijo Daverak mientras levantaba la demanda y la miraba ceñudo; y al hacerlo, de repente, le salió humo de la nariz y un chorro de fuego surgió disparado de la boca e incendió la notificación. El dragón la dejó caer con brusquedad y se sentó por un momento erguido sobre las ancas traseras, con las garras levantadas delante de la boca.
—Tienes fuego, querido —dijo Berend mientras sofocaba la demanda ardiente con la cola—. Pero déjame apagar esto antes de que empiece a oler.
—Fuego —dijo Daverak, que parecía muy satisfecho de sí mismo—. No tenía ni idea de que estaba tan cerca. —Y expulsó otra llamarada experimental.
—Quizá deberías practicar fuera hasta que puedas controlarlo bien —sugirió Berend con tono práctico.
—Eso haré mañana —dijo Daverak—. Y ni siquiera he cumplido aún los trescientos.
—Por fin están comunicando que la cena está lista —dijo Berend.
Daverak miró a su mujer con el ceño fruncido.
—Dicen que el fuego temprano es señal de grandeza —aventuró Haner sin añadir el frecuente corolario de que el fuego temprano era señal de una muerte temprana. Las llamas suponían desde luego un sobreesfuerzo para el organismo de un dragón. Su padre había usado las suyas pocas veces, pero con buen juicio.
Daverak le sonrió y expuso los dientes que se habían quedado ennegrecidos tras las explosiones de fuego.
—Gracias por la confianza —dijo intentando adoptar su tono lánguido acostumbrado pero demasiado emocionado para lograr su propósito—. Y ahora, por supuesto vamos a comer antes de que alguno de nosotros se muera de hambre entre tanta emoción.
Como la familia estaba sola, la cena consistió en seis corderos, con la piel y la lana arrancadas antes de llegar a la mesa por expertos en ese arte. Tanto la lana como los vellones enteros de cordero eran muy apreciados en la industria sombrerera. Los vellones se enviarían a las ciudades y reaparecerían en forma de tocados de sutiles diseños. Daverak se apoderó de inmediato del más grande y empezó a desgarrarlo y cortarlo. Berend cogió otro y Haner, con los dragoncitos todavía cerca de ella, empezó con un tercero. Los dragoncitos pronto salieron de debajo de su ala y empezaron a comer, solo para volver a refugiarse cuando la llama de Daverak estalló de nuevo, envolvió la pierna de cordero que tenía en la garra y llenó toda la habitación con el aroma a carne chamuscada.
—Pienso de verdad que sería mejor practicar fuera —dijo Haner cuando el chorro de fuego se le acercó un poco a la cola.
—Tonterías, es perfectamente seguro —dijo Daverak al tiempo que elegía un segundo cordero y lo volvía a hacer.
—Me pregunto por qué existe una prohibición contra la carne cocinada —dijo Berend en tono familiar mientras tragaba un gran bocado del grueso vientre de su cordero—. Tiene un olor bastante agradable.
—Llamearla no es lo mismo que cocinarla —dijo Daverak con un aspecto un poco culpable.
—Ah, ya veo, qué tonta —replicó Berend y emitió un ligero bufido que quizá fuera una carcajada ante su necedad, o quizá solo formara parte de su digestión. Estaba engullendo la carne a toda prisa.
—La prohibición es porque los asquerosos yargos lo hacen —dijo Daverak mientras hacía girar un poco la pata chamuscada en su garra como si se preguntara si se convertiría en un paria social si se la comía—. Al menos eso es lo que me contaron en la escuela. Al parecer intentaron obligarnos a hacerlo durante la Conquista y fue una de las razones por las que nos sublevamos. La carne cocinada es asquerosa, intragable. Eso es lo que decían, por lo menos. Yo nunca la he probado.
—¿Esa pata que has llameado está asquerosa? —preguntó Berend.
—Ya te he dicho que eso es diferente de cocinarla —dijo Daverak con el ceño fruncido.
—Pero, ¿cómo sabe? —preguntó Berend—. Como la carne cocinada es ilegal, es probable que sea lo más próximo que estaré jamás a ver algo así, y es cierto que el olor es agradable, o por lo menos interesante. ¿A qué sabe?
—Igual que siempre, solo un poco más caliente —dijo Daverak al dar un tímido bocado—. Además, si de verdad quieres probar carne cocinada, hay lugares en Irieth donde puedes conseguirla. Es una de esas emociones fuertes que buscan algunos dragones. A mí nunca me ha apetecido, pero unos años antes de casarme contigo estaba de moda largarse al distrito migantino para probarla. Pero no creo que nadie fuera más de una vez.
La conversación giró luego en torno a las modas que recordaban de las pasadas temporadas en Irieth. Haner, como es natural, no podía tomar demasiada parte en ella pero comió e hizo comentarios ocasionales para mantener la conversación en este tema neutral. También se aseguró de que los dragoncitos comían su parte, o un poco más. Ella no tenía hambre. Cuando volvieron los criados para retirar los huesos y pasarle la esponja a las escamas de todo el mundo para quitar las gotas de sangre, se habían comido todo el cordero. Daverak había cogido tres, Berend dos y entre Haner y los dragoncitos solo uno.
Después de la cena, Daverak anunció que iba a salir para probar el viento, con lo que todos entendieron que pensaba practicar con su fuego. La niñera volvió para hacerse cargo de los dragoncitos. Berend se echó sobre las patas delante de la chimenea y le hizo un gesto a Haner para que se sentara a su lado. Haner habría preferido retirarse a su habitación pero compadecía a la pobre Berend, abandonada por su marido cuando estaba en un estado tan delicado, y por tanto ocupó su lugar al lado de su hermana y se acomodó sobre las ancas.