Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
Por fin, cuando el sol ya casi se había puesto, llegó a una iglesia, más grande pero no mucho mejor construida que las casas que la rodeaban. Hizo una pequeña pausa, miró de nuevo a ambos lados aunque no había nadie a la vista, y luego sacó la mantilla del bolso y se la puso en la cabeza. No pudo evitar sentir un cosquilleo de emoción al hacer algo ilícito. Ir a una iglesia de Viejos Creyentes ya no era ilegal, salvo para un pastor de la Iglesia, pero desde luego estaba mal visto. Muchas eran las cosas que caían en las sombras, entre la luz brillante de la ilegalidad y la cómoda oscuridad de la aprobación. No cabía duda de que Avan no habría podido seguir dándole empleo como secretaria si se hubiera sabido su filiación religiosa. La joven apartó de sí la emoción y murmuró una plegaria a Veld para que le diese claridad de pensamiento. Luego puso una garra en la puerta, que se abrió sin esfuerzo, y entró sin más.
La sala se parecía mucho a cualquier iglesia de un barrio pobre. Era una cripta mal iluminada, apenas medio enterrada y medio llena de dragones, muchos con las alas atadas de la servidumbre y todos ellos pequeños (muy pocos superaban los dos metros y medio), salvo el sacerdote que se encontraba en el centro del nártex y estaba a punto de comenzar el servicio. Una visión que se podría observar en cualquier iglesia la mañana de un primerdía o durante la tarde de cualquier día. Solo las mantillas que asentían y las puertas laterales de madera tallada que llevaban a la sala de confesiones la distinguían de las demás. Un visitante que lo viera quizá se habría sorprendido cuando Sebeth hizo un gesto y se unió a las plegarias, pero se habría sorprendido porque nadie se estaba dando un banquete de carne cocinada ni aullaba grotescas y excitantes confesiones; se limitaban a comportarse como cualquier dragón hubiera hecho en una congregación. Incluso las plegarias eran las mismas.
La única diferencia teológica se podía ver en las puertas. Como en la mayoría de las iglesias, las paredes estaban cubiertas con las formas talladas entrelazadas y retorcidas de los dioses. Los grandes ojos oscuros de Jurale giraban tiernos y comprensivos en todas las paredes. El rostro que representaba a Veld era sabio y firme, el mundo yacía acurrucado y a salvo entre sus garras. Se los reconocía de inmediato por lo que eran. No había retratos de Camran, salvo en las puertas. Estas representaciones habrían hecho parpadear a la mayor parte de los dragones y algunos habrían salido corriendo y gritando al ver la herejía. Camran estaba representado a la izquierda trayendo el Libro de la Ley y a la derecha subiendo a la Cueva de Azashan, como en cualquier otro lugar, pero el artista de esta iglesia lo había representado como un yargo, suave, sin alas y desarmado.
Un pastor de la Iglesia, si se hubiera atrevido a entrar en este templo, quizá no se hubiera sorprendido tanto. Había libros antiguos que mostraban a Camran de este modo. A Penn, por ejemplo, le habían enseñado en el Círculo que esta era una antigua forma simbólica de mostrar la naturaleza pacífica y la humildad de Camran, del mismo modo que al Vengador Veld se le podía mostrar como el duro sol del mediodía y a Jurale como una montaña que da refugio. Pero los Viejos Creyentes, y Sebeth con ellos, no veían en eso un símbolo, como los cordones rojos que ataban las alas de un sacerdote o un pastor de la Iglesia: creían de verdad que Camran había sido yargo.
Después del servicio, Sebeth esperó ante las puertas, rezando con paciencia hasta que le tocó el turno de confesar. El sacerdote, que se hacía llamar bienaventurado Calien, la absolvió, como siempre, de vivir con Avan sin el sacramento del matrimonio, de codiciar el oro de Avan y de reprocharle que hubiera presentado esta demanda, cuyos detalles le contó a Calien cuando este le preguntó. Luego, de una forma un poco menos automática, la perdonó por haber disfrutado al ver a los dos dragones luchando por ella esa tarde.
—Quizá esté en nuestra naturaleza, pero Camran nos enseñó que podemos sobreponernos a nuestra naturaleza y vencerla. Que con la gracia de Veld lo hagas mejor si tal tentación se presenta de nuevo ante ti. ¿Es eso todo?
—Hay una cosa más, bienaventurado —dijo la joven—. No es un pecado mío y en realidad contárselo quizá sea pecado, pues Liralen dijo que era más o menos confidencial. Pero a Avan se le ha dado cierta carpeta que se refiere a los derechos de construcción en el Skamble, y me preguntaba si no sería mejor advertirle sobre ello.
—Has hecho bien, hermanita —dijo Calien—. Cuéntame todo lo que descubras sobre este asunto a medida que pase por tus manos. El pecado menor de traicionar a tus jefes quedará compensado por la gran ayuda que le prestas al huevo que nutre a la Iglesia.
—Sí, bienaventurado —dijo Sebeth obediente.
Luego el sacerdote le colocó las garras en los ojos mientras ella se quedaba muy quieta.
—He oído tu confesión, hermana Sebeth, y te absuelvo y te perdono en el nombre de Camran, en el nombre de Jurale y en el nombre de Veld.
Era el quinto día del mes de cambiodehoja, el día que la eminente Benandi había fijado para la pequeña cena de celebración del regreso de Penn a Benandi y para examinar también a la hermana de este y a la antigua niñera de ambos. Según los planes de la dama, Penn llevó a Amer por el Pasaje del Pastor para que la examinaran en el despacho de la eminente Benandi, poco antes de la hora señalada para la cena. La Eminente estaba de buen humor. Su amiga, la bienaventurada Telstie, le había dicho que su hija Gelener llegaría la tarde del siete, dos días después. Por tanto recibió a Penn con una sonrisa cuando este entró tras dejar a Amer esperando en el pasillo, y si bien le reprochó el derroche del alquiler del carruaje, lo hizo con benevolencia.
—Un pastor de la Iglesia tiene una cierta posición en el mundo, pero tú dependes por completo de tu salario, tienes una hacienda muy cómoda y una cantidad suficiente, pero no bastante para frivolidades —terminó la dama.
—Tiene razón, Eminente. Tendré más cuidado en otra ocasión —dijo Penn. Ya había descansado, y al llegar a casa había disfrutado de la atención exclusiva de Felin. Además, había visto que Selendra se había comportado muy bien durante toda una noche y un día, y todo ello había conspirado para hacerlo sentirse mucho más relajado.
—Y mi más sentido pésame por la pérdida de tu buen padre —dijo la Eminente, un poco consciente de que lo había dicho con cierto retraso.
—Murió en los brazos de Camran —dijo Penn, y aquellas convencionales palabras le remordieron un poco al decirlas y acordarse de la confesión de su padre.
—Entonces preséntame a tu antigua niñera —dijo la Eminente—. No hace falta que te quedes, ve a buscar a los jóvenes. Sin duda se estarán divirtiendo en el saliente o en la salita pequeña.
Penn le hizo un gesto a Amer para que entrara. Amer le había pedido a Selendra que le atara las alas a la espalda con austeridad para esta entrevista. No había querido pedírselo a Felin, no fuera a ser que su nueva señora decidiera no aflojárselas después. Amer no temía tener las alas atadas pero prefería su acostumbrada medida de libertad y comodidad. Con todo, sabía que para esta entrevista sus ataduras debían estar lo más apretadas posible. No temía en absoluto a Felin, no cuando tenía a Penn y a Selendra para defenderla, pero sabía que Penn le tenía miedo a la Eminente, que era la auténtica señora del lugar. Cuando Penn la llamó inclinó la cabeza, cogió aliento y entró.
Lo que la eminente Benandi vio le pareció a todas luces satisfactorio. Estaba claro que Amer era una dragona anciana, con opiniones bien arraigadas y no lo que ella habría elegido para el hogar de Felin. Pero la habían heredado y debían sacarle el mayor partido posible. Al menos era pequeña, tenía las alas bien atadas y parecía adecuadamente sumisa. Se inclinó de tal modo que tocaba el suelo con la cabeza mientras Penn la presentaba, y aun cuando levantó la cabeza mantuvo los ojos bajos.
—¿Cuánto tiempo serviste en Agornin? —preguntó la Eminente tras indicarle con un gesto impaciente a Penn que se marchara. Este se inclinó y se fue, no sin cierta inquietud. Le había dicho a Amer que tuviera buen cuidado de comportarse, pero sabía que la anciana se había acostumbrado a decirle lo que pensaba a sus superiores.
—Desde que el digno Agornin se casó con mi señora, que era entonces la respetada Fidrak, Eminente —dijo Amer.
La eminente Benandi había descubierto la relación con los Fidrak cuando había investigado los ascendentes de Penn antes de decidir ofrecerle el cargo de pastor. La había ayudado a inclinarse en su favor. Sonrió ahora, con tanta gentileza como pudo.
—¿Y cuánto tiempo habías servido a los Fidrak antes de eso?
—Toda mi vida, Eminente, mi madre era la camarera personal de la anciana eminente Fidrak y mi padre era el criado encargado de abrir las puertas de la hacienda. Sus padres y los suyos antes que ellos desde antes de la Conquista ya habían servido en la propiedad de los Fidrak.
—Una ascendencia encomiable —dijo la eminente Benandi, sinceramente complacida—. ¿Y cuántos años tienes?
—Los suficientes para que me queden años de trabajo duro, Eminente —dijo Amer.
Era una buena respuesta y Amer no parecía frágil, pero la Eminente frunció el ceño ante tal frivolidad.
—¿Cuántos, con exactitud? —exigió saber.
—Cuatrocientos siete años, eminente —dijo Amer, que había decidido que la Eminente no lo notaría si se olvidaba de cincuenta años.
Eso pareció satisfacer a la dama, al menos no sondeó más en esa dirección.
—¿En calidad de qué serviste a los Fidrak y a los Agornin?
—Primero fui criada de cocina, luego la criada de la respetada Fidrak y luego, cuando se casó y se convirtió en la digna Agornin, seguí sirviéndole pero sobre todo como niñera de sus recién incubados. Cuando estos crecieron, tras la muerte de mi señora y cuando el digno Agornin fue envejeciendo, volví a estar más en las cocinas.
—¿Entiendes que la parroquia Benandi es una hacienda pequeña? —preguntó la Eminente mirándola muy de cerca—. Allí no hay lugar para lujos y derroches, aunque lleven la vida de unos dragones de noble cuna. ¿Por qué deseabas venir aquí?
—He servido a los Agornin durante tanto tiempo que no quería ira una familia diferente —dijo Amer mientras mantenía los ojos tan bajos como era posible para que la Eminente no viera ninguna chispa de resentimiento o desafío.
—¿Así que fue elección tuya? ¿No de tus superiores? —La Eminente saltó sobre aquella admisión como si fuese un cerdo salvaje cuyo cuello quisiese romper.
—Podría haberme quedado con los Daverak —admitió Amer.
—Los Daverak se iban a hacer cargo de Agornin, podrías haberte quedado con ellos y permanecido en la familia a la que has servido tanto tiempo, y sin embargo elegiste no hacerlo.
—Es una familia diferente, aunque el eminente Daverak se haya casado con la respetada Berend Agornin —dijo Amer, pensando que pisaba terreno firme—. Sabía que el bienaventurado Penn tenía recién incubados, auténticos Agornin, y deseaba servirlos si podía.
—Siempre he creído que a los recién incubados los atienden mejor las niñeras jóvenes —dijo la Eminente con severidad.
—¿Por qué? —preguntó Amer, aunque podría haberse arrancado la lengua en el momento en que pronunció la pregunta.
La eminente Benandi se quedó sentada, en silencio, considerando la pregunta por un momento. Nunca había consentido la familiaridad entre los criados, y aquello se parecía mucho a la insubordinación. Por fortuna, la Eminente estaba tranquila y de buen humor, y Amer le había producido una impresión bastante buena hasta ahora. No había cuestionado una orden, se había limitado a pedir una aclaración, decidió la Eminente.
—Porque es mejor para los jóvenes que los atiendan los jóvenes —dijo.
Amer no respondió aunque estaba deseando denunciar esta opinión como la tontería que era.
—En ese caso ayudaré en las cocinas lo mejor que pueda, o serviré a la respetada Selendra —dijo.
La Eminente miró ahora a Amer con disgusto.
—Como he dicho, la parroquia Benandi es una hacienda pequeña. La respetada Agornin no puede esperar tener una criada personal.
—No, Eminente —dijo Amer poco expresiva.
—¿Seguro que no es lo que espera? —preguntó la Eminente.
—No, Eminente —repitió Amer mientras recordaba cómo se había reído Selendra ante tal idea; ojalá pudieran volver todos a Agornin para volver a vivir aquellos últimos años tan felices.
—Espero de verdad que no sea una doncella insensata con el corazón puesto en la moda…
—No, Eminente —dijo Amer de nuevo al tiempo que se rebajaba como si quisiera hundirse a través de la dura piedra del suelo.
La Eminente suspiró.
—Vuelve a tus obligaciones. Seguiré preguntando si se han cumplido a gusto de Felin y si no es así haré saber mi desagrado.
—Sí, Eminente —dijo Amer y se retiró con cuidado de la habitación. En cuanto hubo recorrido un trecho suficiente del corredor y estuvo segura de que la Eminente no la oiría, lanzó un suspiro de alivio y se aflojó las alas todo lo que pudo en sus apretadas ligaduras. Se preguntó si quizá Daverak, incluso con la amenaza de que la comieran contra su voluntad, no hubiera sido mejor, después de todo.
Selendra se sintió por completo intimidada ante el esplendor de la Mansión Benandi. Aquella primera velada no hizo nada salvo sentarse en silencio y comer con tanta educación como pudo. Respondió a las preguntas con un murmullo casi demasiado bajo para que la oyeran. Sher se mostraba compasivo cuando no la oía, reconocía la timidez y la tristeza de la joven, pero su madre le pedía con frecuencia que repitiese lo que había dicho. A pesar de eso, la eminente Benandi se sintió más satisfecha de lo que esperaba con la hermana de Penn. Había temido que Selendra se diese aires y esperara más de lo que su posición podría por derecho proporcionarle. Pero en lugar de eso la encontró casi demasiado retraída.
A la mañana siguiente, que era primerdía, toda la casa Benandi asistió junta a la iglesia. La eminente Benandi y Sher ocuparon el lado derecho de la iglesia, Felin y Selendra se colocaron a la izquierda, y aunque había espacio de sobra a su lado dejaron que los sirvientes se mezclaran con los aldeanos en la parte anterior y posterior. Penn se colocó en el nártex y dirigió el servicio. Dio un buen sermón, que había escrito en su mayor parte en el tren, sobre las cualidades maternales de Jurale, y se las arregló para felicitar a la Eminente dos veces y a Felin una. A la salida de la iglesia, mientras la Eminente catequizaba a uno de los granjeros sobre la ausencia de su hija y Felin ayudaba a Penn a quitarse su tocado de ceremonias, Sher aprovechó la oportunidad para rezagarse con Selendra y hablar un poco con ella.