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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (12 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Era bastante extraño, pero más asombroso todavía era el hecho de que parecía que algo le sucedía a la montaña. Era como si no estuviera sobre el suelo, sino que flotara por encima de él.

— ¿Qué ha sucedido? —preguntó Jim, preocupado.

— Yo tampoco lo sé —dijo Lucas—. De todos modos tenemos que dar la vuelta.

Pero antes de que hubiera terminado de hablar, había desaparecido la montaña y no se la podía ver ni a la derecha ni a la izquierda. En su lugar descubrieron a cierta distancia una playa con palmeras que se balanceaban.

— ¡Fíjate en lo que se ve ahora! —murmuró Lucas, desconcertado—. ¿Lo entiendes, Jim?

— No —contestó Jim—. Me parece que hemos llegado a un lugar muy extraño.

Se volvió y miró hacia atrás. ¡Asombroso! Allí estaba otra vez la montaña estriada de rojo y blanco. ¡Pero ahora estaba al revés!

Parecía colgada del cielo.

— Aquí hay algo que no funciona —gruñó Lucas, mordiendo la pipa.

— ¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Jim con miedo—. Como esto siga así no volveremos a encontrar la dirección justa.

— Lo más sensato será —dijo Lucas— seguir adelante hasta que salgamos de este estúpido no-sé-qué.

Así es que siguieron pero no lograron salir.

Todo se les presentaba cada vez más enredado. Por ejemplo, vieron de repente grandes icebergs flotando en el cielo. Era asombroso porque con aquel calor los icebergs tenían que fundirse.

De pronto apareció ante ellos la torre Eiffel que está en realidad en la ciudad de París y de ninguna manera en el desierto «El Fin del Mundo». Luego aparecieron a la izquierda muchas tiendas de indios alrededor de un fuego de campamento y guerreros con plumas en la cabeza y con la cara pintada con colores de guerra, bailando danzas salvajes. A la derecha apareció la ciudad de Ping con sus tejados de oro.

Luego todo desapareció tan deprisa como había aparecido y alrededor de los viajeros sólo quedó el desierto pelado. A los pocos segundos volvió a aparecer algo nuevo en el aire.

Lucas había tenido la esperanza de encontrar la dirección hacia el norte, por la tarde, basándose en la posición del sol poniente.

Pero no había que pensar en ello. El sol aparecía unas veces a la derecha, otras a la izquierda y muchas veces por los dos lados a la vez. Se había multiplicado. Parecía que todo había enloquecido.

De repente, las visiones se mezclaban entre sí. Por ejemplo, se veía una torre de iglesia completamente cabeza abajo, apoyada sobre la punta de su veleta, mientras en el aire flotaba un mar sobre cuyas olas pacían unas vacas.

— ¡Este es el desorden más estúpido que he visto en mi vida! — gruñó Lucas.

Apareció un gran molino de viento apoyado sobre el lomo de dos elefantes.

— Si el asunto no fuese tan poco claro —dijo Lucas—, pensaría que este jaleo es muy divertido.

— No sé —murmuró Jim sacudiendo preocupado la cabeza—, pero todo esto no me gusta nada... quisiera que encontráramos pronto la salida.

Delante de ellos corría media bicicleta gigantesca semejante a las de las ferias; daba grandes saltos por el desierto, como si buscara a su otra mitad que no se veía por ninguna parte.

—Yo también lo preferiría —dijo Lucas, y se rascó detrás de la oreja — . Bueno, de todos modos acabaremos saliendo de este lugar de pesadilla. Según mis cálculos, desde el mediodía hemos retrocedido unas cien millas. Ha sido una tontería haber olvidado la brújula.

Los dos amigos avanzaron un buen rato en silencio, contemplando las visiones que aparecían y desaparecían. En el momento en que Lucas le iba a enseñar a Jim el sol que se veía en tres lugares distintos a la vez, el muchacho dio un chillido de alegría.

— ¡Lucas —gritó — , mira hacia allá! ¿Cómo es posible? ¡Es, es Lummerland!

Exactamente. Allí estaba Lummerland rodeado por el mar azul. El pico grande y el pico pequeño se elevaban hacia lo alto y, en medio de los dos, el castillo del rey Alfonso Doce-menos-cuarto.

El tendido del tren lleno de curvas brillaba; se veían los cinco túneles y la casa del señor Manga. Allí estaba la pequeña estación y allí también la casa de la señora Quée con su tienda.

En el mar se veía el barco correo.

— ¡Rápido! —gritó Jim fuera de sí—, ¡rápido, Lucas! ¡Vayamos hacia allá!

Pero Emma había tomado por sí sola el rumbo hacia Lummerland.

Ella también había descubierto su isla natal. Se fueron acercando y por fin vieron al rey asomado a la ventana. Delante del castillo estaba la señora Quée con una carta en la mano y junto a ella el cartero y el señor Manga. Los cuatro parecían muy tristes. La señora Quée se secaba continuamente los ojos con el delantal.

— ¡Señora Quée! —gritó Jim lo más fuerte que pudo; abrió la ventanilla y se inclinó hacia fuera a pesar del calor tremendo que le daba en la cara—. ¡Señora Quée, estoy aquí! ¿No me ve, señora Quée? ¡Soy yo, Jim Botón! ¡Espérenos, ya vamos!

Gritaba y gesticulaba tanto que estuvo a punto de caerse por la ventanilla. Lucas le sujetó por el gran botón de los pantalones.

Cuando Emma llegó a unos diez metros de Lummerland, todo desapareció tan de repente como habían desaparecido las otras visiones. Se volvieron a encontrar en la inmensidad del desierto bañado por el sol.

Al principio Jim no lo podía creer, pero de nada le sirvió.

Lummerland ya no estaba allí. Dos grandes lágrimas resbalaron por sus negras mejillas. No lo pudo evitar. También en los ojos de Lucas apareció un brillo sospechoso mientras lanzaba grandes anillos de humo.

Siguieron avanzando en silencio. Pero lo más asombroso todavía no había ocurrido.

De pronto vieron otra locomotora exactamente igual que su Emma. Esa locomotora marchaba a unos cien metros de distancia de ellos. Avanzaba además a la misma velocidad.

Lucas, que no se fiaba de sus ojos, se asomó a la ventanilla y en la otra máquina también se asomó el maquinista. Lucas saludó y el otro maquinista le devolvió el saludo.

— Me parece muy raro —dijo Lucas—. ¿Estaremos soñando?

— De ninguna manera —le aseguró Jim.

— Pues lo comprobaremos desde más cerca —dijo Lucas.

Torcieron el rumbo y se dirigieron hacia la otra locomotora, pero ésta también giró y las dos máquinas siguieron separadas.

Entonces Lucas frenó. La otra locomotora se detuvo igualmente.

Lucas y Jim bajaron. En el mismo momento, de la otra locomotora se apearon un maquinista y un muchachito negro.

— ¡Siempre lo mismo...! —murmuró Lucas, perplejo.

Entonces se dirigieron los unos hacia los otros, Lucas hacia el otro Lucas y Jim hacia el otro Jim. Los dos Lucas y los dos Jim querían saludarse estrechándose la mano. Entonces empezó a soplar un vientecillo suave. El otro Lucas, el otro Jim y la otra Emma se volvieron transparentes y se desvanecieron... Se deshicieron sencillamente en la nada.

Jim se detuvo desconcertado, con los ojos muy abiertos mirando el lugar donde había estado el otro Jim un momento antes. De pronto oyó que Lucas silbaba y decía:

— ¡Ahora lo comprendo! ¡Claro, eso es!

— ¿Qué es? —preguntó Jim.

— ¿No has oído hablar del espejismo?

— No —contestó Jim, intrigado—, ¿qué quieres decir?

Lucas sonrió divertido.

— Espejismo —repitió—, volvamos junto a Emma y te lo explicaré.

Aquí hace más calor que en una sartén.

Subieron a la cabina y se pusieron en marcha. Lucas le contó a Jim lo que eran los espejismos:

— A veces, en las ferias, hay habitaciones con espejos. Cuando uno entra en ellas se arma un lío: nunca sabe lo que es realidad y lo que son imágenes reflejadas. En la feria resulta muy divertido porque, si es necesario, siempre hay alguien que te saca de allí.

Pero en el desierto el asunto es más serio.

»Claro está que aquí el espejismo no se hace con espejos. ¿Cómo podrían llevarse tantos espejos a la vez a un desierto? No, se emplea la palabra sólo porque se trata de algo parecido. Los espejismos son fenómenos de la naturaleza. En el desierto, cuando el sol da violentamente sobre la arena, el aire se calienta muchísimo y parece como si centellease por el calor. La luz se vuelve deslumbradora y empieza a reflejar como si fuera un espejo de cuarto de baño. No sólo refleja los objetos que están cerca, sino que recoge las imágenes que están muy lejos. Es así como aparecen de pronto cosas que están a muchas millas de distancia. Puede suceder, por ejemplo, que personas que andan por el desierto, vean aparecer de pronto ante ellos una posada con un letrero que diga:

LIMONADA FRESCA, 10 CTS. VASO

Y cuando se dirigen hacia ella, porque a lo mejor tienen una sed espantosa, de pronto todo desaparece. Entonces las personas se desorientan y ya no saben dónde están.»

Puede ocurrir, naturalmente, que las imágenes, en el largo viaje hacia el desierto, se entremezclen. Entonces hay apariciones curiosas como las que habían visto los dos amigos.

—Y como remate —dijo Lucas terminando su explicación—, como remate, hemos tenido nuestro propio espejismo. Pero al llegar el vientecillo disminuyó el calor, el aire se hizo más fresco y dejó de reflejar.

Jim estuvo largo rato callado, como pensando y luego exclamó admirado:

— Me parece que no hay nada que tú no sepas, Lucas.

— Claro que sí —contestó Lucas, riéndose—, hay muchas cosas que yo no sé. Por ejemplo, no sé lo que hay allá, más lejos.

Los dos miraron hacia delante.

— Me parece ver una huella en la arena —dijo Jim.

— Exacto —gruñó Lucas—. Parece la huella de un coche.

— Mientras no se trate de otro espejismo... —dijo Jim, preocupado—. En un desierto como éste uno no sabe nunca si lo que tiene delante es un fenómeno de la naturaleza o no.

Se acercaron, pero esta vez la imagen no desapareció. Eran realmente huellas en la arena, huellas de rueda de coche.

— Diría —afirmó Jim—, que por aquí ha pasado alguien antes que nosotros.

Lucas frenó, bajó de la locomotora y examinó las huellas.

— ¡Rayos! —dijo por fin rascándose la oreja—, por aquí ha pasado realmente alguien. ¿Y sabes quién?

— No, ¿quién?

— Pues nosotros mismos. Esas son las huellas de Emma. Me parece que hemos vuelto sobre nuestros pasos dando una vuelta gigantesca.

— ¡Dios mío! —exclamó Jim, horrorizado—, ¡pero de alguna manera tenemos que salir de este desierto!

— ¡Naturalmente! — afirmó Lucas —. Sólo que me pregunto cómo.

Miró alrededor inspeccionando.

En el cielo, hacia la derecha, se veía un barco de vapor que lanzaba por la chimenea grandes pompas de jabón de colores. A la izquierda había un faro y en lo alto una ballena con la cabeza hacia abajo. Detrás de sí, Lucas vio un bazar por cuyas ventanas y puertas salían árboles y delante una gran hilera de postes de telégrafo. Por los hilos se paseaba toda una familia de hipopótamos.

Lucas miró hacia el cielo. El sol estaba en tres sitios distintos.

Era imposible adivinar cuál de ellos era el verdadero y cuál un espejismo.

Lucas sacudió la cabeza.

— No tiene sentido —dijo — . Tenemos que esperar hasta que el espejismo termine, de lo contrario no saldremos nunca de aquí.

No podemos gastar inútilmente carbón y agua. No sabemos lo que nos durarán las provisiones.

— ¿Cuándo crees tú que se terminarán los espejismos? — quiso saber Jim, que ya no podía más.

— Creo que por la noche —contestó Lucas—, cuando no haga tanto calor.

Se metieron en la cabina para descansar mientras esperaban la puesta del sol. El calor les adormeció y cuando Lucas empezaba a dar cabezadas, Jim le preguntó de pronto:

— ¿Por qué parecían tan tristes?

— ¿Quiénes? —preguntó Lucas.

— Todos —respondió Jim en voz baja—. Quiero decir en el espejismo de Lummerland.

— Es posible que los hayamos visto en el momento de la llegada de nuestra carta —dijo Lucas, pensativo.

Jim suspiró profundamente. Al cabo de un rato dijo, preocupado:

— Lucas, ¿crees que volveremos alguna vez a Lummerland?

Lucas rodeó cariñosamente a Jim con su brazo y le consoló:

— Tengo el presentimiento de que los tres, tú, Emma y yo volveremos un día allá.

Jim levantó la cabeza y sus ojos se hicieron más grandes.

— ¿Lo crees de verdad? —preguntó esperanzado.

—Te puedo dar mi palabra —contestó Lucas.

Jim se puso tan contento como si estuvieran en el viaje de vuelta a sus casas. Sabía que cuando Lucas afirmaba algo, la cosa era segura.

— ¿Crees que será pronto? -volvió a preguntar.

—Es posible que sí y es posible que no —dijo Lucas—. No lo sé; se trata de un presentimiento.

Al poco rato añadió:

—Ahora procura dormir, Jim. A lo mejor nos tocará viajar toda la noche.

—A la orden —dijo Jim y al momento se quedó dormido.

Pero Lucas permaneció despierto y pensativo. Se sentía muy preocupado. Después de haber preparado su pipa estuvo un rato contemplando el sol de la tarde en el desierto; de pronto se dio cuenta de que los buitres habían vuelto. Estaban colocados en círculo alrededor de Emma pacientes, callados, y llenos de esperanza. Parecían estar seguros de que los viajeros no lograrían salir jamás de aquel desierto espantoso.

EN EL QUE JIM BOTÓN TIENE UNA EXPERIENCIA IMPORTANTE

Todo aquel que haya viajado por un desierto, sabe que las puestas de sol son allí de una belleza particular. El cielo brilla con muchos colores, desde el naranja encendido hasta el rosa, el verde o el violeta más delicado.

Jim y Lucas, sentados en el techo de la locomotora, balanceaban las piernas mientras comían los restos de sus provisiones y bebían el último té que quedaba en el termo de oro.

—No podemos comer nada más hasta que encontremos nuevas provisiones —dijo Lucas, preocupado.

El calor ya no era tan fuerte. Se había levantado un vientecillo suave y hacía fresco. Todos los espejismos habían desaparecido, menos uno, que obstinado, quiso permanecer un rato más. Pero era un fenómeno pequeñísimo: un erizo montado en media bicicleta. Anduvo durante un cuarto de hora por el desierto y luego se desvaneció.

Ahora los dos amigos podían estar casi seguros de que el sol, que en aquel momento desaparecía en el horizonte, era el verdadero sol. Y es sabido que el sol se pone por el oeste. Lucas podía calcular exactamente dónde quedaba el norte y hacia dónde tenían que dirigirse. El sol poniente tenía que verse siempre por la ventanilla de la izquierda. Era muy sencillo y emprendieron la marcha.

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