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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (13 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Cuando ya hacía un rato que viajaban y el sol se disponía a desaparecer en el horizonte, Jim observó algo raro. Hasta aquel momento los buitres les habían seguido, volando muy alto en el cielo y ahora giraban todos al mismo tiempo y se marchaban.

Parecían tener mucha prisa. Jim le dijo a Lucas lo que había observado.

—A lo mejor están decepcionados y nos dejan por inútiles — refunfuñó Lucas, satisfecho.

Pero en aquel momento Emma dio un silbido agudo que sonó como un grito de terror, dio la vuelta por sí sola y salió corriendo como una loca.

Lucas agarró el freno y la paró. Emma se detuvo temblorosa y resopló jadeando.

— ¡Vaya, Emma! —exclamó Lucas—, ¿qué nueva costumbre es ésta?

Jim iba a añadir algo más cuando por casualidad miró hacia atrás y se quedó con la palabra en la boca. «¡Oh!», es lo único que pudo decir.

Lucas se volvió. Lo que apareció ante sus ojos sobrepasó con mucho a todo lo que había visto jamás.

En el horizonte se veía un gigante tan grande que la misma altísima montaña «La Corona del Mundo» a su lado hubiera parecido un montón de cajas de cerillas. Era un gigante muy viejo, tenía una barba blanca larguísima que le llegaba hasta las rodillas y, cosa rara, estaba trenzada. Seguramente porque así le era más fácil tenerla siempre en orden; es fácil imaginar lo pesado que debe de ser el tener que peinar cada día una barba como aquélla.

El gigante llevaba en la cabeza un viejo sombrero de paja. ¿Dónde podría haber en el mundo paja tan enorme? El gigantesco cuerpo estaba metido en una camisa vieja y larga, mayor que la vela del barco más grande que pueda haber.

— ¡Oh! —dijo Jim — , esto no es un espejismo. ¡Rápido, afuera, Lucas! A lo mejor no nos ha visto todavía.

— ¡Calma, siempre calma! —contestó Lucas echando anillos de humo. Luego contempló atentamente al gigante—. Me parece — afirmó—, que a pesar de su tamaño, tiene un aspecto amable.

— ¿Qu... qu... qué? —balbuceó Jim, estupefacto.

— Sí —dijo Lucas con calma—, a pesar de ser tan grande, puede no ser un monstruo.

— Sí, pero... —tartamudeó Jim— ¿y si lo fuera?

El gigante tendió ansioso la mano. Luego la dejó caer con gesto de desaliento y un suspiro muy hondo levantó su pecho. Pero no se oyó nada. Todo permaneció en silencio.

— Si hubiera tenido intención de hacernos algo — dijo Lucas con la pipa entre los dientes—, podía haberlo hecho hace rato. Me parece bueno, pero me gustaría saber por qué no se acerca.

¿Será que nos tiene miedo?

— ¡Oh, Lucas! —gimió Jim, y por el pánico le empezaron a castañetear los dientes—, todo... todo ha terminado para nosotros.

—No lo creo así —contestó Lucas—, a lo mejor, el gigante nos puede indicar cómo salir de este desierto del demonio.

Jim se quedó sin palabras. Ya no sabía qué pensar.

De pronto el gigante levantó las manos, las juntó en actitud suplicante y dijo con una pobre vocecilla:

—Por favor, extranjeros, no huyáis. No os quiero hacer ningún daño.

Por su tamaño, la voz hubiese tenido que sonar como un trueno. Sin embargo, no fue así. ¿A qué se debía?

—Me está pareciendo —gruñó Lucas—, que éste es un gigante completamente inofensivo. Se me está haciendo simpático. Pero encuentro rara su voz.

—A lo mejor es que está disimulando —exclamó Jim, lleno de miedo—. Seguramente nos cogerá para guisarnos. He oído hablar de un gigante que lo hacía. ¡Seguro, Lucas!

— No te fías de él únicamente porque es tan grande —respondió Lucas—. Pero ésta no es una razón.

En el horizonte el gigante se dejó caer de rodillas, volvió a juntar las manos en actitud suplicante y exclamó:

— ¡Por favor, por favor, creedme! No os quiero hacer nada malo, lo que quiero es hablar con vosotros. ¡Estoy tan solo, tan terriblemente solo! —Esta vez también la voz era infantil y tenía un acento lastimero.

— El pobre me da pena —dijo Lucas—, le haré unas señas para que se dé cuenta de que no traemos malas intenciones.

Jim vio con horror cómo Lucas se asomaba a la ventanilla, se quitaba educadamente la gorra y agitaba el pañuelo. ¡Ahora sí que caería sobre ellos la desgracia!

Lucas bajó decidido y fue al encuentro del gigante.

Jim se había quedado ciego por el terror. ¿No sufriría Lucas una insolación?

Pero no podía permitir que Lucas se enfrentara solo con un peligro tan grande. Bajó también y le siguió corriendo a pesar de que le temblaban las piernas.

— ¡Espérame, Lucas! —Jim jadeaba—. ¡Voy contigo!

El gigante se puso en pie. Parecía vacilante y perplejo.

— ¿Significa eso —exclamó con su vocecilla aguda—, que me puedo acercar?

— ¡Claro! —gritó Lucas haciendo altavoz con la mano; después volvió a agitar amistosamente el pañuelo.

El gigante dio un paso hacia la locomotora, luego se detuvo y esperó.

— No se fía —gruñó Jim.

— Bueno —dijo Lucas y le dio unas palmadas cariñosas en la espalda—. Esto está mejor. El miedo no sirve para nada. Si uno tiene miedo, todo le parece peor de lo que es en realidad.

Cuando el gigante vio que el hombre y el muchacho bajaban de la locomotora y se acercaban a él, comprendió que podía estar tranquilo. Su cara triste se iluminó.

— Bien, amigos —exclamó con su vocecilla—, ¡ya voy!

Y diciendo esto se puso en movimiento y se dirigió hacia Jim y Lucas. Pero lo que sucedió entonces fue tan sorprendente que Jim abrió desmesuradamente los ojos y Lucas se olvidó de que estaba fumando.

El gigante se acercaba paso a paso y a cada paso que daba se volvía un poco más pequeño. Cuando estaba a unos cien metros de distancia ya no era mucho más alto que la torre de una iglesia.

Quince metros después tenía sólo la altura de una casa y cuando por fin llegó junto a Emma, tenía exactamente la altura de Lucas el maquinista. Quizás era todavía media cabeza más bajo. Delante de los dos amigos se hallaba un viejo delgado, de cara simpática y amable.

— ¡Buenos días! —dijo, quitándose el sombrero—. No sé cómo agradeceros que no hayáis huido de mí. Desde hace muchos años no hago más que ansiar que alguien tenga vuestro valor. Pero hasta hoy nadie ha permitido que me le acercara. ¡Es que, desde lejos, parezco tan terriblemente grande! Ah, no me he presentado todavía: mi nombre es Tur Tur. Me llamo Tur de nombre y Tur de apellido.

— Buenos días, señor Tur Tur —contestó Lucas, cortés, y se quitó la gorra—. Mi nombre es Lucas el maquinista.

No dejó traslucir su asombro e hizo como si la extraña presentación fuese natural. Lucas era realmente un hombre que sabía lo que convenía hacer.

También Jim, que había estado mirando al señor Tur Tur con la boca abierta, se acercó y dijo:

— Yo me llamo Jim Botón.

— Me alegro muchísimo —dijo el señor Tur dirigiéndose esta vez a Jim—. Y sobre todo me alegro de que un hombre tan joven como usted, mi querido señor Botón, sea tan extraordinariamente valiente. Me ha hecho usted un gran servicio.

— ¡Oh... ah...! Yo, verdaderamente —tartamudeó Jim y por debajo de su negra piel se sonrojó hasta las orejas. Estaba muy avergonzado porque en realidad no había sido valiente y en su interior se propuso no volver a tener miedo de nada ni de nadie sin antes haberlo visto de cerca. No se podía saber nunca si pasaría lo mismo que con el señor Tur Tur. Se dio palabra de honor de no olvidarlo nunca.

— ¿Sabe usted? —dijo el señor Tur Tur dirigiéndose esta vez a Lucas—, en realidad yo no soy un verdadero gigante, sino un gigante-aparente; y ésta es mi desgracia. Por eso estoy tan solo.

— Eso nos lo tiene usted que explicar, señor Tur Tur —contestó Lucas—, porque es usted el primer gigante-aparente con que nos hemos encontrado.

— Se lo aclararé lo mejor que sepa —aseguró el señor Tur Tur—. Pero no aquí. ¿Me puedo tomar la libertad de invitarles a mi humilde cabaña, señores ?

— ¿Vive usted aquí? —preguntó Lucas, asombrado—. ¿En medio del desierto?

— Ciertamente —contestó el señor Tur Tur sonriendo—, vivo en pleno «Fin del Mundo». Junto al oasis.

— ¿Qué es un oasis? —preguntó Jim con temor, porque temía otra sorpresa.

—Un oasis —le explicó el señor Tur Tur— es un lugar con una fuente en medio del desierto. Les guiaré.

Pero Lucas prefirió ir con Emma para que Emma aprovechara la ocasión y pudiera llenar de agua su caldera. Lucas y Jim tardaron un rato en convencer al receloso gigante-aparente de que no era peligroso viajar en locomotora. Por fin montaron los tres y Emma arrancó resoplando.

EN EL QUE EL GIGANTE-APARENTE ACLARA EL PORQUÉ DE SU ORIGINALIDAD Y SE MUESTRA AGRADECIDO

En el oasis del señor Tur Tur había un pequeño y claro estanque en cuyo centro una fuente murmuraba como un surtidor.

Alrededor crecía una hierba fresca y jugosa y muchas palmeras y árboles frutales levantaban sus copas hacia el cielo del desierto.

Bajo estos árboles había una casita que brillaba por su limpieza y tenía postigos verdes en las ventanas. El gigante-aparente cultivaba flores y verduras en un pequeño jardín que había delante de la casa.

Lucas, Jim y el señor Tur Tur se sentaron en la habitación, alrededor de una mesa de madera y cenaron. Comieron varias clases de verduras exquisitas y, para postre, una deliciosa ensalada de frutas.

El señor Tur Tur era vegetariano. Así se llama a las personas que no comen nunca carne. El señor Tur Tur era un gran amigo de los animales y por eso no los mataba para comérselos. Se ponía muy triste si los animales huían de él porque era un gigante-aparente.

Mientras los tres permanecían sentados tranquilamente alrededor de la mesa, Emma esperaba fuera, junto al surtidor.

Lucas había levantado la cúpula que tenía detrás de la chimenea y ella dejaba que el agua fresca le entrara tranquilamente en la caldera. Estaba sedienta por el gran calor que había pasado durante el día.

Después de la cena, Lucas encendió su pipa, se echó hacia atrás en la silla y dijo:

— Gracias por la buena comida, señor Tur Tur. Pero estoy muy interesado por conocer su historia.

— Sí —insistió Jim — , ¡cuéntenosla, por favor!

— Bien —dijo el señor Tur Tur—, no hay mucho que contar. Existen hombres que presentan ciertas particularidades características. Por ejemplo, el señor Botón tiene la piel negra. Es así por naturaleza y en ello no hay nada raro, ¿no es cierto? Pero, por desgracia, la mayoría de las personas no piensan así. Si usted, por ejemplo, es blanco, está convencido de que sólo su color es el bueno y siente algo contra los que son negros. A menudo los hombres somos muy poco razonables.

— En cambio —añadió Jim—, a veces resulta muy cómodo tener la piel negra, por ejemplo para ser maquinista.

El señor Tur Tur asintió muy serio y continuó:

— Vean, amigos: si uno de ustedes se levantara ahora y se alejara, se volvería cada vez más pequeño y al llegar al horizonte no sería más que un punto. Si regresara, se iría volviendo cada vez más grande y al llegar ante nosotros tendría su verdadera estatura. Pero han de reconocer que en realidad conservaría siempre la misma. Sólo parece que se vuelve cada vez más pequeño cuando se aleja y cada vez más grande cuando se acerca.

— ¡Exacto! —dijo Lucas.

— Bien —aclaró el señor Tur Tur—, conmigo sucede lo contrario. Eso es todo. Cuanto más lejos estoy, más grande parezco y cuanto más me acerco, más se ve mi verdadera estatura.

— Usted quiere decir —preguntó Lucas—, que no se vuelve pequeño cuando se aleja. ¿Y que no es usted un gigante cuando está lejos, sino que sólo lo parece?

— Exacto —contestó el señor Tur Tur—. Por eso he dicho que soy un gigante-aparente. De igual modo a las demás personas se les podría llamar enanos-aparentes, porque de lejos parecen enanos aunque no lo sean.

—Esto es muy interesante —murmuró Lucas y lanzó pensativo dos anillos de humo muy artísticos—. Pero dígame, señor Tur Tur, ¿Cómo es que le sucede esto? ¿Ha sido siempre así? ¿Y también cuando era niño?

— Siempre he sido así —dijo el señor Tur Tur, apenado—, y no puedo hacer nada. En mi niñez esta particularidad no era tan exagerada como ahora, pero a pesar de ello nunca tenía compañeros con quienes jugar porque todos me tenían miedo.

Pueden ustedes imaginar mi pena. Soy un hombre muy tranquilo y muy sociable, pero cuando llego a algún sitio todos huyen horrorizados.

— ¿Por qué vive usted aquí en el desierto «El Fin del Mundo»? — quiso saber Jim, muy interesado. Aquel simpático viejo le daba mucha pena.

— Sucedió así —explicó el señor Tur Tur—. Nací en Laripur. Es una gran isla al norte de la Tierra del Fuego. Mis padres eran las únicas personas que no me tenían miedo. Eran unos padres muy buenos. Cuando murieron decidí emigrar porque quería buscar un país donde los hombres no me temieran. He viajado por todo el mundo pero en todas partes sucedía lo mismo. Por fin me vine a este desierto para no poder asustar a nadie. Ustedes, amigos míos, son las primeras personas, después de mis padres, que no me han tenido miedo. Por encima de todo he estado deseando poder hablar con alguien antes de morir y gracias a ustedes he podido ver realizado este deseo. Desde ahora en adelante, cuando me sienta solo, pensaré en ustedes y será para mí un gran consuelo saber que en algún sitio del mundo tengo unos amigos. Como agradecimiento quisiera poder hacer algo por ustedes.

Lucas estuvo meditando un rato sobre lo que había oído. También Jim estaba entregado a sus pensamientos. Le hubiera gustado ser capaz de decirle al señor Tur Tur algo que le pudiera consolar pero no se le ocurría nada a propósito.

Por fin Lucas interrumpió el silencio:

— Si está usted dispuesto, señor Tur Tur, nos podría prestar un gran servicio.

Entonces le explicó de dónde venían, todo lo que habían visto y pasado en su camino hacia la Ciudad de los Dragones para liberar a la princesa Li Si y para descubrir alguna pista que aclarara el misterio de Jim.

Cuando Lucas hubo terminado, el señor Tur Tur contempló con respeto a los dos amigos y dijo:

— Son ustedes unos hombres muy valientes. No dudo de que puedan salvar a la princesa aun cuando entrar en la Ciudad de los Dragones sea mayor peligro.

— Quizá nos pueda usted indicar el camino hasta allí —dijo Lucas.

— Sería demasiado inseguro —contestó el señor Tur Tur—. Mejor será que les acompañe yo mismo por el desierto. Pero sólo puedo llegar hasta la región de las «Rocas Negras». Desde allí tendrán ustedes que seguir solos.

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