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Authors: Alan Dean Foster

La llegada de la tormenta (27 page)

BOOK: La llegada de la tormenta
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En cuanto uno de nosotros consiga soltarse, sí que te vas a tomar algo personalmente, pensó Luminara furiosa. Intentó mantener la calma, y dejarse guiar por su entrenamiento. Todos los Jedi saben que la ira entorpece el razonamiento, y que la venganza es un arcaico gasto de energía.

Había alguien que no quería que regresaran a Cuipernam demasiado pronto. ¿Cuánto tiempo eran dos partes de un ciclo de cría? ¿Cuál sería la razón para mantenerles cautivos y después dejarles ir? Sus ojos se abrieron de sorpresa tras la tela.

¡El Consejo de la Unidad! Obi-Wan y ella les habían prometido un trato con los alwari. Si no regresaban al cabo de un periodo de tiempo razonable, los secesionistas se harían fuertes en su posición en el Consejo. ¿Votarían a favor de la secesión sin esperar a recibir el informe de los Jedi? Como todos los políticos, los representantes del Consejo tenían votantes ante los que responder. No iban a esperar siempre. Quizá ni siquiera esperaran dos partes de un ciclo de cría.

O por lo menos había alguien que lo creía así. ¿Quién era el que iba a salir más beneficiado de que los Jedi no realizaran su misión? ¿Quién, además de los secesionistas? ¿Quién estaba detrás del ataque a Barriss y a ella y del posterior secuestro de la pádawan?

Aunque su olfato no era tan agudo como el de un suubatar, pudo percibir la lejana presencia de un hutt.

Cuando volvieran a Cuipernam tendrían que tener algo más que palabras con el tal Soergg, pensó. Algo más que palabras. Pero lo que más interesaba a Luminara, y lo que seguro interesaría al Consejo Jedi, era la mucho más preocupante cuestión de quién estaba detrás del hutt. Sin embargo, antes de que se enfrentaran a Soergg, tendrían que liberarse de la fácil captura de los avariciosos qulun. Y rápido.

***

Tooqui observó desde las altas hierbas cómo los qulun levantaban el campamento. Las casas y las tiendas-establecimiento se doblaron cuidadosamente sobre sí mismas, las cosas se guardaron, y todas las mercancías que portaba el clan nómada fueron empaquetadas. Cerrando la procesión iban algunos sadain sueltos y, lo que era más importante, los suubatar de sus amigos. Cuando la caravana comenzó a moverse, él se movió con ella, siguiéndola en la distancia. Poco a poco su audacia fue creciendo y cada vez se acercaba más al convoy. Cuanto más se aproximaba, mejor podía distinguir detalles mientras se mantenía oculto.

Reconoció a algunos de los miembros del clan. Primero al rotundo Baiuntu. El jefe cabalgaba a la cabeza de la procesión, aposentado sobre una plataforma decorada con estandartes de colores que chasqueaban en la eterna brisa, junto con órganos de viento hechos a mano, penachos qulun, y atractivos reclamos de las mercancías con las que comerciaba el clan. Tooqui estaba tan ocupado controlando los movimientos del clan y mantenerse oculto al mismo tiempo, que casi olvidaba por qué estaba arriesgando la vida.

Pero dio un salto de alegría cuando, aquella tarde, sus amigos fueron sacados de un transporte tirado por ocho sadain. De uno en uno, les sentaban en un banco para que les diera el sol y el aire, y tras un modesto intervalo les volvían a internar en la oscuridad del carro. Temblando de emoción, observó y contó pacientemente. Estaban todos: los cuatro Jedi así como los dos maliciosos alwari. Por lo que podía ver desde su escondite en la hierba, ninguno parecía herido. Estaban encapuchados, amordazados y atados tan concienzudamente como para controlar hasta a un Jedi. El culogordo de Baiuntu podía ser un mientementiroso y una sabandija, pero sabía lo que hacía.

¿Pero cómo, en nombre de los dioses de la lluvia, iba a liberarlos? Se preguntaba Tooqui. Primero tendría que colarse en el campamento, y luego deshacerse de los guardias de alguna forma. Guardias qulun, más grandes y fuertes que él. No tenía nada parecido a un arma, si exceptuaba las piedras. Aun suponiendo que pudiera manejar el carro sin que le vieran y que pudiera librarse de los centinelas, aún necesitaría tiempo para liberar a sus cuatro amigos, y quizás, quizás a los dos alwari también. Y después tendrían que recuperar los objetos personales de todos, recoger a los suubatar y cabalgar hacia las praderas abiertas sanos y salvos. Ni diez Tooquis podrían hacer algo semejante, y sólo había uno.

Pero desear cosas no le haría ningún bien, pensó. Los gwurran eran una tribu fuerte. No habían sobrevivido en un entorno difícil y de fauna agresiva sólo deseando cosas con mucha avidez. Cuando no había recursos, encontraban sustitutivos aceptables, o se las arreglaban para crearlos ellos.

Eso era, pensó. Tenía que planear algo. La razón y la lógica podían llevar a un fracaso inevitable en aquella situación, pero Tooqui podía compensar el pequeño tamaño con su ego desproporcionado. Otra cosa no, pero su amor propio no le fallaría nunca, y ahora había que hacerles comprender eso a los qulun.

Cada paso, cada balanceo de los tenaces e incansables sadain le llevaba todavía más lejos de su hogar, de la seguridad de las colinas de siempre y el calor de la tribu gwurran. Intentó no pensar en lo lejos que estaba de todo lo que conocía. El agua no era un problema, ya que la lluvia quedaba almacenada en pequeños charcos en la pradera. Pero se pasaba mucho tiempo buscando comida, y luego tenía que volver corriendo para mantener el paso incesante de la caravana. Y pasaron los días, uno y otro, y otro más. Cansado, sucio y triste, se las arreglaba para no perder a la procesión.

Y así llegó otra noche sin tener más posibilidades de salvar a sus amigos como cuando estaba escondido en el agujero kholot. La oscuridad caía lentamente, y él, cansado y hambriento, buscaba refugio de los depredadores acechantes. Se alejaba más y más del campamento. Lamentó no poder aprovechar la luz artificial del asentamiento, aun teniendo en cuenta que sólo podía acercarse a una cierta distancia. Pero la seguridad era más importante que un poco de luz en la oscuridad. Si no era una madriguera o un árbol, tendría que encontrar unas rocas, o algo parecido, en las que poder cobijarse para poder descansar.

Pero lo que encontró en su lugar fue el sonido de un temblor y un estruendo distantes. "¡Oh, dioses!", murmuró. Como si la situación no estuviera demasiado mal, ahora para colmo se preparaba una tormenta. Y además bastante fuerte, a juzgar por el olor. El viento le golpeaba por todas partes, como si no supiera muy bien hacia dónde ir, y el sabor de la humedad inminente comenzaba a espesarse en el aire de la noche.

Kapchenaga retumbó en el Norte, anunciando su avance con temblores continuos en la tierra que anunciaban su Luz-Que-Quema.

A su espalda, el campamento se estaría preparando para la llegada de la tormenta. Sellarían las junturas de las viviendas, pondrían a salvo al ganado, cerrarían las ventanas y guardarían los penachos y reclamos. Los qulun y sus prisioneros esperarían a que comenzara en la seguridad de sus cómodos refugios, con comida caliente y estufas importadas. Y mientras, él, Tooqui, tendría suerte si encontraba una madriguera seca que no estuviera ocupada ya por alguna hostil criatura.

El abrigo de una roca sería mejor, pensó mientras seguía buscando.

No tan acogedor como una madriguera, pero era más probable que no lo hubieran reclamado ya para pasar la noche. Él tenía su cobertura de pelo para mantener la temperatura, no como los humanos o los alwari. Y al menos la lluvia ocultaría su olor a los carnívoros itinerantes.

Y frente a él en la oscuridad aparecieron unas pequeñas colinas. Y justo a tiempo, por lo que indicaba el viento creciente. Las nubes comenzaban a eclipsar rápidamente las estrellas y la primera luna ascendiente de Ansion. El trueno resonaba con intervalos cada vez menores, y las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear el suelo. Entre los goterones, se dirigió a un hueco que había entre dos de las elevaciones. Un rayo de Kapchenaga iluminó por un segundo el cielo. Tooqui se quedó de piedra. No se estaba acercando a unas colinas. Y no lo sabía sólo por lo que había visto en aquel segundo de luz, sino porque una de las colinas a las que se aproximaba había girado la cabeza y le había mirado.

Lorqual.

Estaba tan asustado que no sabía si hacerse un ovillo en el suelo, darse la vuelta y correr o simplemente caer inconsciente. Como consecuencia, no hizo nada. Se quedó mirando mientras la lluvia empezó a caer pesadamente. El sonido de las gotas contra el suelo era bastante tranquilizador, pero no eliminaba la amenaza de las mugientes montañas que se alzaban masivas ante él.

Y pensar que casi se pasea tranquilamente entre ellos.

Los lorqual eran, por lo que sabía el gwurran, los mayores habitantes del planeta. Tenían tres pares de patas como los suubatar, aunque eran algo más altos que ellos y eran mucho más grandes. Un macho adulto podría pesar tanto como cuatro suubatar. Su pelo extraño y rígido era de color marrón y beige, y les salía de los costados dándoles una apariencia algo amenazadora. Seis huesos protuberantes les sobresalían del gigantesco cráneo. En la época del cortejo, el sonido de los lorqual adultos; chocando sus enormes cornamentas, se podía oír por toda la pradera. Cada pata acababa en una pezuña dura, tres miraban hacia adelante y tres hacia atrás, un diseño perfecto para soportar el enorme peso del animal.

En contraste con su gran tamaño, sus ojos eran pequeños, uno a cada lado del cráneo. Pero el masivo agujero de la nariz era lo suficientemente grande como para que un gwurran se escondiera en él. Tenían el morro corto y flexible, y el enorme agujero les permitía sondear el aire en busca de cualquier peligro.

Tampoco es que los lorqual se vieran muy amenazados, pensó Tooqui.

Incluso los cachorros de dos semanas eran demasiado grandes como para ser atacados por una manada de shanh. Normalmente no les gustaba que merodearan extraños, pero a él ni le miraron. Se pegaban los unos a los otros demasiado preocupados por la que iba a caer. Por otra parte, la lluvia le serviría para que su olor les pasara más desapercibido.

Los rayos caían ahora con más frecuencia, por lo que podía ver mejor a la manada. Parecía ser numerosa, aunque era imposible verla entera. Ni siquiera podía ver completamente a un solo lorqual, mucho menos a una docena o más. Quizá los que veía formaban toda la manada, o quizá había más tras ellos, con sus cabezas huesudas pegadas a los flancos de los otros.

Entonces tuvo la idea. Podría matarle o convertirle en un héroe. Pero después de pasarse tres días arrastrándose por la hierba, sobre las rocas y por fangosos agujeros, era la primera idea que se le ocurría. Era un poco duro pensar que probablemente también fuera la última, y quizá ni siquiera saliera bien.

Se agachó y comenzó a tejer una cesta gwurran con las hierbas más secas que pudo encontrar. Era algo que les enseñaban desde pequeños a todos los miembros de la tribu, así que no tuvo dificultades para hacerla en la oscuridad, y sus ágiles dedos manipulaban las espigas con la pericia de la práctica. Avanzando lentamente y con cuidado bajo la lluvia para no molestar a los sensibles lorqual, se puso a buscar otra cosa. Y a pesar de la cortina de agua, no le costó encontrarlo: reunió todas las piedras que pudo en la cesta, piedras redondas no demasiado grandes para su mano.

La parte fácil de la idea había salido bien. Ahora tocaba proceder a la más difícil... y peligrosa.

Siguió deslizándose despacio, secándose el agua de los ojos saltones, intentando encontrar un lorqual que pareciera un poco más adormilado que el resto. Pero con la lluvia y la oscuridad era imposible. Y hubiera sido igual de difícil a plena luz del día, pensó. Apenas había diferencia entre la apariencia y la actitud de los lorqual. Y si seguía dudando era probable que acabara por abandonar la idea. ¿Y entonces qué?

Optó por el animal que más cerca tenía, ya que era tan buen candidato como el resto, y se acercó tanto como pudo. Se colgó la cesta al hombro, se agarró al pelo mojado del lorqual y se alzó del suelo. Al ver que la criatura no reaccionaba, comenzó a escalar. Cuanto más subiera, menos posibilidades tendría de acabar pisoteado bajo los cascos del monstruo.

Y finalmente llegó arriba, manteniendo el equilibrio entre los hombros medianos del animal. Con pasitos ligeros, se dirigió hacia adelante entre los erizados pelos que se parecían bastante a la hierba de la pradera, hasta que llegó a lo que parecía una montura natural entre el primer par de patas y el segundo. La criatura seguía sin reaccionar a su presencia. Empapado y congelado, Tooqui se dio cuenta del gran logro que había conseguido de momento. No perdió el tiempo felicitándose a sí mismo. Lo que había hecho no era nada en comparación con lo que le quedaba por hacer.

Se irguió en el cuello del lorqual y, asegurando su posición, cogió una de las piedras de la cesta y se preparó. No tuvo que esperar mucho. La Luz-Que-Quema brilló dos veces bajo las rápidas nubes. La manada se agitó incómoda, más nerviosa ahora por la intensidad de la tormenta. El trueno retumbó. Cuando lo hizo, Tooqui fijó su objetivo y tiró la primera piedra.

Dio en el blanco deseado justo a la altura del ojo izquierdo. El lorqual próximo al de Tooqui gimió como una luna lamentándose, y se encaramó sobre los dos pares de patas traseras, encabritándose en el aire. Los animales que se hallaban cerca dejaron escapar sonidos nerviosos. Una segunda piedra cortó el aire y le dio a un segundo miembro de la manada, que también se encabritó. Una tercera piedra le dio al lorqual más grande justo en el ojo.

La manada comenzó a moverse de un lado a otro, sin saber qué hacer o cómo reaccionar. Los animales que rodeaban al de Tooqui comenzaron a asustarse en oleadas que llegaban a los más alejados. No dejó de lanzar piedras, agitando a los animales que se hallaban a tiro. El rugido comenzó a crecer, dejándose oír incluso por encima del trueno ensordecedor y de la lluvia.

Los lorqual se lanzaban unos contra otros, confundidos e inseguros.

Entonces Kapchenaga le echó una mano a Tooqui en forma de varios rayos de la Luz-Que-Quema. Con el restallido del último, la manada abandonó cualquier asomo de comedimiento. Empezaron a moverse, primero lentamente, pero cogiendo velocidad. Con la lluvia dándole de lleno en los ojos, Tooqui hizo todo lo que pudo para orientarlos en la dirección adecuada con ayuda de las piedras. Cuando tiró la última, se agarró fuerte mente con ambas manos al pelo del cuello de su montura, sabiendo que de ello dependía su vida. La suya y la de sus amigos. Tampoco tenía elección. Si hubiera intentado bajarse de su gigantesca montura le habrían aplastado como a un insecto. Bajo él, la tierra temblaba bajo el impacto de los lorqual al galope.

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