La tía Tula (10 page)

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Authors: Miguel de Unamuno

BOOK: La tía Tula
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¡Y lo que le costó criarla! Porque el primer hijo de Ramiro y Manuela fue criado por esta, por su madre. La cual, sumisa siempre como una res, y ayudada a la vez por su natural instinto, no intentó siquiera rehusarlo a pesar de la endeblez de su carne, pero fue con el hombre, fue con el marido, con quien tuvo que bregar Gertrudis. Porque Ramiro, viendo la flaqueza de su pobre mujer, procuró buscar nodriza a su hijo. Y fue Gertrudis la que le obligó a casarse con aquélla, quien se plantó en iirme en que había de ser la madre misma quien criara al hijo. «No hay leche como la de la madre» , repetía y al redargüir su cuñado: «Sí, pero es tan débil que corren peligro ella y el niño, y este se criará enclenque», replicaba implacable la soberana del hogar: «¡Pretextos y habladurías! Una mujer a la que se le puede alimentar, puede siempre criar y la naturaleza ayuda, y en cuanto al niño, te repito que la mejor leche es la de la madre, si no está envenenada.» Y luego, bajando la voz, agregaba: «Y no creo que le hayas envenenado la sangre a tu mujer.» Y Ramiro tenía que someterse. Y la querella terminó un día en que a nuevas instancias del hombre, que vio que su nueva mujer sufrió un vahído, para que le desahijaran el hijo, la soberana del hogar, cogiéndole aparte, le dijo: «¡Pero qué empeño, hombre! Cualquiera creería que te estorba el hijo...»

—¿Cómo que me estorba el hijo...? No lo comprendo...

—¿No lo comprendes? ¡Pues yo sí!

—Como no te expliques...

—¿Que me explique? ¿Te acuerdas de lo de aquel bárbaro de Pascualón, el guarda de tu cortijo de Majadalaprieta?

—¿Qué? ¿Aquello que comentamos de la insensibilidad con que recibió la muerte de su hijo...?

—Sí.

—¿Y qué tiene que ver esto con aquello? ¡Por Dios, Tula... !

—Que a mí aquello me llegó al fondo del alma, me hirió profundamente y quise averiguar la raíz del mal...

—Tu manía de siempre...

—Sí, ya me decía el pobre tío que yo era como Eva, empeñada en conocer la ciencia del bien y del mal.

—¿Y averiguaste...?

—Que a aquel... hombre...

—¿Ibas a decir..?

—Que a aquel hombre, digo, le estorbaba el niño para más cómodamente disponer de su mujer. ¿Lo entiendes?

—¡Qué barbaridad!

Pero ya Ramiro tuvo que darse por vencido y dejó que su Manuela criara al niño mientras Gertrudis lo dispusiese así.

Y ahora se encontraba ésta con que tenía que criar a la pequeñuela, a la hija de la muerte, y que forzosamente había de dársela a una madre de alquiler, buscándole un pecho mercenario. Y esto le horrorizaba. Horrorizábale porque temía que cualquier nodriza, y más si era soltera, pudiese tener envenenada, con la sangre, la leche, y abusase de su posición. «Si es soltera —se decía—, ¡malo! Hay que vigilarla para que no vuelva al novio o acaso a otro cualquiera, y si es casada, malo también, y peor aún si dejó al hijo propio para criar al ajeno.» Porque esto era lo que sobre todo le repugnaba. Vender el jugo maternal de las propias entrañas para mantener mal, para dejarlos morir acaso de hambre, a los propios hijos, era algo que le causaba dolorosos retortijones en las entrañas maternales. Y así es cómo se vio desde un principio en conflicto con las amas de cría de la pobre criatura, y teniendo que cambiar de ellas cada cuatro días. ¡No poder criarle ella misma! Hasta que tuvo que acudir a la lactancia artificial.

Pero el artificio se hizo en ella arte, y luego poesía, y por fin más profunda naturaleza que la del instinto ciego. Fue un culto, un sacrificio, casi un sacramento. El biberón, ese artefacto industrial, llegó a ser para Gertrudis el símbolo y el instrumento de un rito religioso. Limpiaba los botellines, cocía los pisgos cada vez que los había empleado, preparaba y esterilizaba la leche con el ardor recatado y ansioso con que una sacerdotisa cumpliría un sacrificio ritual. Cuando ponía el pisgo de caucho en la boquita de la pobre criatura, sentía que le palpitaba y se le encendía la propia mama. La pobre criatura posaba alguna vez su manecita en la mano de Gertrudis, que sostenía el frasco.

Se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo, y contra este guardaba el frasco de la leche por si de noche se despertaba aquélla pidiendo alimento. Y se le antojaba que el calor de su carne, enfebrecida a ratos por la fiebre de la maternidad virginal, de la virginidad maternal, daba a aquella leche industrial una virtud de vida materna y hasta que pasaba a ella, por misterioso modo, also de los ensueños que habían florecido en aquella cama solitaria. Y al darle de mamar, en aquel artilugio, por la noche, a oscuras y a solas las dos, poníale a la criatura uno de sus pechos estériles, pero henchidos de sangre, al alcance de las manecitas para que siquiera las posase sobre él mientras chupaba el jugo de vida. Antojábasele que así una vaga y dulce ilusión animaría a la huérfana. Y era ella, Gertrudis, la que así soñaba. ¿Qué? Ni ella misma lo sabía bien.

Alguna vez la criatura se vomitó sobre aquella cama, limpia siempre hasta entonces como una patena, y de pronto sintió Gertrudis la punzada de la mancha. Su pasión morbosa por la pureza, de que procedía su culto místico a la limpieza, sufrió entonces, y tuvo que esforzarse para dominarse. Comprendía, sí, que no cabe vivir sin mancharse y que aquella mancha era inocentísima, pero los cimientos de su espíritu se conmovían dolorosamente con ello. Y luego le apretaba a la criaturita contra sus pechos pidiéndole perdón en silencio por aquella tentación de su pureza.

XIX

Fuera de este cuidado maternal por la pobre criaturita de la muerte de Manuela, cuidado que celaba una expiación y un culto místicos, y sin desatender a los otros y esforzándose por no mostrar preferencias a favor de los de su sangre, Gertrudis se preocupaba muy en especial de Ramirín y seguía su educación paso a paso, vigilando todo lo que en él pudiese recordar rasgos de su padre, a quien físicamente se parecía mucho. «Así sería a su edad», pensaba la tía y hasta buscó y llegó a encontrar entre los papeles de su cuñado retratos de cuando este era un chicuelo, y los miraba y remiraba para descubrir en ellos al hijo. Porque quería hacer de este lo que de aquel habría hecho a haberle conocido y podido tomar bajo su amparo y crianza cuando fue un mozuelo a quien se le abrían los caminos de la vida. «Que no se equivoque como él —se decía—, que aprenda a detenerse para elegir, que no encadene la voluntad antes de haberla asentado en su raíz viva, en el amor perfecto y bien alumbrado, a la luz que le sea propia.» Porque ella creía que no era al suelo, sino al cielo, a lo que había que mirar antes de plantar un retoño; no al mantillo de la tierra, sino a las razas de lumbre que del sol le llegaran, y que crece mejor el arbolito que prende sobre una roca al solano dulce del mediodía que no el que sobre un mantillo vicioso y graso se alza a la umbría. La luz era la pureza.

Fue con Ramirín aprendiendo todo lo que él tenía que aprender, pues le tomaba a diario las lecciones. Y así satisfacía aquella ansia por saber que desde niña le había aquejado y que hizo que su tío le comparase alguna vez con Eva. Y de entre las cosas que aprendió con su sobrino y para enseñárselas, pocas le interesaron más que la geometría. ¡Nunca lo hubiese ella creído! Y es que en aquellas demostraciones de la geometría, ciencia árida y fría al sentir de los más, encontraba Gertrudis un no sabía qué de luminosidad y de pureza. Años después, ya mayor Ramirín, y cuando el polvo que fue la carne de su tía reposaba bajo tierra, sin luz de sol, recordaba el entusiasmo con que un día de radiante primavera le explicaba cómo no puede haber más que cinco y sólo cinco poliedros regulares; tres formados de triángulos: el tetraedro, de cuatro; el octaedro, de ocho, y el icosaedro, de veinte; uno de cuadrados: el cubo, de seis, y uno de pentágonos: el dodecaedro, de doce. «Pero ¿no ves qué claro?» , sólo cinco y no más me decía —contaba el sobrino—, «¿no lo ves?, ¡qué bonito! Y no puede ser de otro modo, tiene que ser así!», y al decirlo me mostraba los cinco modelos en cartulina blanca, blanquísima, que ella misma había construido, con sus santas manos, que eran prodigiosas para toda labor, y parecía como si acabase de descubrir por sí misma la ley de los cinco poliedros regulares..., ¡pobre tía Tula! Y recuerdo que como a uno de aquellos modelos geométricos le cayera una mancha de grasa, hizo otro, porque decía que con la mancha no se veía bien la demostración. Para ella la geometría era luz y pureza.»

En cambio huyó de enseñarle anatomía y fisiología. «Esas son porquerías —decía— y en que nada se sabe de cierto ni de claro.»

Y lo que sobre todo acechaba era el alborear de la pubertad en su sobrino. Quería guiarle en sus primeros descubrimientos sentimentales y que fuese su amor primero el último y el único. «Pero ¿es que hay un primer amor?», se preguntaba a sí misma sin acertar a responderse.

Lo que más temía eran las soledades de su sobrino. La soledad, no siendo a toda luz, la temía. Para ella no había más soledad santa que la del sol y la de la Virgen de la Soledad cuando se quedó sin su Hijo, el Sol del Espíritu. «Que no se encierre en su cuarto —pensaba—, que no esté nunca, a poder ser, solo; hay soledad que es la peor compañía; que no lea mucho, sobre todo, que no lea mucho; y que no se esté mirando grabados.» No temía tanto para su sobrino a lo vivo cuanto a lo muerto, a lo pintado. «La muerte viene por lo muerto», pensaba.

Confesábase Gertrudis con el confesor de Ramirín, y era para, dirigiendo al director del muchacho en la dirección de este, ser ella la que de veras le dirigiese. Y por eso en sus confesiones hablaba más que de sí misma de su hijo mayor, como le llamaba. «Pero es, señora, que usted viene aquí a confesar sus pecados y no los de otros»,, le tuvo que decir alguna vez el padre Álvarez, a lo que ella contestó: «Y si ese chico es mi pecado ...»

Cuando una vez creyó observar en el muchacho inclinaciones ascéticas, acaso místicas, acudió alarmada al padre Alvarez.

—¡Eso no puede ser, padre!

—Y si Dios le llamase por ese camino...

—No, no le llama por ahí; lo sé, lo sé mejor que usted y desde luego mejor que él mismo; eso es... la sensualidad que se le despierta...

—Pero, señora...

—Sí, anda triste, y la tristeza no es señal de vocación religiosa. ¡Y remordimiento no puede ser! ¿De qué ...?

—Los juicios de Dios, señora...

—Los juicios de Dios son claros. Y esto es oscuro. Quítele eso de la cabeza. ¡Él ha nacido para padre y yo para abuela!

—¡Ya salió aquello!

—¡Sí, ya salió aquello!

—¡Y cómo le pesa a usted eso! Líbrese de ese peso... Me ha dicho cien veces que había agotado ese mal pensamiento...

—¡No puedo, padre, no puedo! Que ellos, que mis hijos —porque son mis hijos, mis verdaderos hijos—, que ellos no lo sepan, que no lo sepan, padre, que no lo adivinen...

—Cálmese, señora, por Dios, cálmese... y deseche esas aprensiones .... esas tentaciones del Demonio, se lo he dicho cien veces... Sea lo que es..., la tía Tula que todos conocemos y veneramos y admiramos ...; sí, admiramos...

—¡No, padre, no! ¡Usted lo sabe! Por dentro soy otra...

—Pero hay que ocultarlo...

—Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hay días en que siento ganas de reunir a sus hijos, a mis hijos...

—¡Sí, suyos, de usted!

—¡Sí, yo madre, como usted... padre!

—Deje eso, señora, deje eso...

—Sí, reunirles y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso...

—Usted se calumnia, señora. Esa no es usted, usted es la otra..., la que todos conocemos .... la tía Tula...

—Yo le hice desgraciado, padre; yo le hice caer dos veces: una con mi hermana, otra vez con otra...

—¿Caer?

—¡Caer, sí! ¡Y fue por soberbia!

—No, fue por amor, por verdadero amor..

—Por amor propio, padre —y estalló a llorar.

XX

Logró sacar a su sobrino de aquellas veleidades ascéticás y se puso a vigilarle, a espiar la aparición del primer amor. «Fíjate bien, hijo —le decía—, y no te precipites, que una vez que hayas comprometido a una no debes dejarla...»

—Pero, mamá, si no se trata de compromisos... Primero hay que probar...

—No, nada de pruebas; nada de esos noviazgos; nada de eso de «hablo con Fulana». Todo seriamente...

En rigor la tía Tula había ya hecho, por su parte, su elección y se proponía ir llevando dulcemente a su Ramirín a aquella que le había escogido, a Caridad.

—Parece que te fijas en Carita—le dijo un día.

—¡Pse!

—Y ella en ti, si no me equivoco.

—Y tú en los dos, a lo que parece...

—¿Yo? Eso es cosa vuestra, hijo mío, cosa vuestra...

Pero les fue llevando el uno al otro, y consiguió su propósito. Y luego se propuso casarlos cuanto antes. «Y que venga acá —decía— y viviremos todos juntos, que hay sitio para todos... ¡Una hija más!»

Y cuando hubo llevado a Carita a su casa, como mujer de su sobrino, era con esta con la que tenía sus confidencias. Y era de quien trataba de sonsacar lo íntimo de su sobrino.

Le obligó, ya desde un principio, a que le tutease y le llamase madre. Y le recomendaba que cuidase sobre todo de la pequeñita, de la mansa, tranquila y medrosica Manolita.

—Mira, Caridad —le decía—, cuida sobre todo de esa pobrecita, que es lo más inocente y lo más quebradizo que hay y buena como el pan... Es mi obra...

—Pero si la pobrecita apenas levanta la voz..., si ni se la siente andar por la casa... Parece como que tuviera vergüenza hasta de presentarse...

—Sí, sí, es así... Harto he hecho por infundirle valor, pero en no estando arrimada a mí, cosida a mi falda, la pobrecita se encuentra como perdida. ¡Claro, como criada con biberón!

—El caso es que es laboriosa, obediente, servicial, pero ¡habla tan poco...! ¡Y luego no se la oye reír nunca... !

—Sólo alguna vez, cuando está a solas conmigo, porque entonces es otra cosa, es otra Manolita..., entonces resucita... Y trato de animarla, de consolarla, y me dice: «No te canses, mamita, que yo soy así..., y además, no estoy triste...»

—Pues lo parece...

—Lo parece, sí, pero he llegado a creer que no lo está. Porque yo, yo misma, ¿qué te parezco, Carita, triste o alegre?

—Usted, tía...

—¿Qué es eso de usted y de tía?

—Bueno, tú, mamá, tú..., pues no sé si eres triste o alegre, pero a mí me pareces alegre...

—¿Te parezco así? ¡Pues basta!

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