Authors: Miguel de Unamuno
El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritos amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No amor, sino mejor cariño. Eso de amor —decíase Ramiro ahora— sabe a libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el yo te amo; en la vida de carne y sangre y hueso el entrañable ¡te quiero! y el más entrañable aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los cantores amatorios saben de amor lo que de oración los masculla-jaculatorias, traga-novenas y engulle-rosarios. No, la oración no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales horas, en sitio apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y el jugar, y el leer, y el escribir, y el conversar, y hasta el dormir, y rezo todo, y nuestra vida un continuo y mudo «¡hágase tu voluntad!», y un incesante «¡venga a nos el tu reino!» , no ya pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fue, que se le llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el hire que se respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de su viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y vivido.
Al principio de su matrimonio fue, sí, el imperio del deseo; no podía juntar carne con carne sin que la suya se le encendiese y alborotase y empezara a martillarle el corazón, pero era porque la otra no era aún de veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto, tan tranquilo se quedaba; mas también si se la hubiesen cortado habríale dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió acaso en sus entrañas los dolores de los partos de su Rosa?
Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su primer hijo, es cuando comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y domina la discordia de estas; cómo el amor hace morirse a la vida y vivir la muerte; cómo él vivía ahora la muerte de su Rosa y se moría en su propia vida. Luego, al ver al niño dormido y sereno, con los labios en flor entreabiertos, vio al amor hecho carne que vive. Y allí, sobre la cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y mientras el niño sonreía en sueños palpitando sus labios, besaba él a Rosa en la corola de sus labios frescos y en la fuente de paz de sus ojos. Y le decía mostrándole dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos, dos...!» Y ella: «¡No, no, ya no más, uno y no más!» Y se reía. Y él: «¡Dos, dos, me ha entrado el capricho de que tengamos dos mellizos, una parejita, niño y niña!» Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a cada paso y tropezón, él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón! ¡Me voy a salir con la mía; por lo menos dos!» « ¡Uno, el último, y basta!», replicaba ella riendo. Y vino el segundo, la niña, Tulita, y luego que salió con vida, cuando descansaba la madre, la besó larga y apretadamente en la boca, como en premio, diciéndose: «¡Bien has trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa, vencedora de la muerte y de la vida, sonreía con los domésticos ojos apacibles.
¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió. Vino la tarde terrible del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el cuidado de la pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió, sirviendo medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma, encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de donde brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cogida de la mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como el navegante, al ir a perderse en el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua de la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y junto al cielo; en los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde la eternidad, a los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella mirada una pregunta desesperada y suprema, como si a punto de partirse para nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de acongojado reposo, decían: «Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto qué es?» Fue una tarde abismática. En momentos de tregua, teniendo Rosa entre sus manos, húmedas y febriles, las manos temblorosas de Ramiro, clavados en los ojos de este sus ojos henchidos de cansancio de vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía allí cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito de voz: « ¡No despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡Que duerma..., que duerma hasta hartarse, que duerma!» Llególe por último el supremo trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de las eternas tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su hombre, que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con las uñas la garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los ojos aire; luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y soltando su mano cayó en la cama donde había concebido y parido sus tres hijos. Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón acorchado, sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar, muerta el alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien, viniendo con la pequeñita al pecho, cerró luego los ojos a su hermana, la compuso un poco y fuese después a cubrir y arropar mejor al niño dormido, y trasladarle en un beso la tibieza que con otro recogió de la vida que aún tendía sus últimos jirones sobre la frente de la rendida madre.
Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía haberse muerto viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor, sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con ella la otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!» Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis, gravemente dulce, respondía: « ¡Hijo!»
No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y derramando vida en torno; la mujer no podía morir.
Gertrudis, que se había instalado en casa de su hermana desde que esta dio por última vez a luz y durante su enfermedad última, le dijo un día a su cuñado:
—Mira, voy a levantar mi casa.
El corazón de Ramiro se puso al galope.
—Sí —añadió ella—, tengo que venir a vivir con vosotros y a cuidar de los chicos. No se le puede, además, dejar aquí sola a esa buena pécora del ama.
—Dios te lo pague, Tula.
—Nada de Tula, ya te lo tengo dicho; para ti soy Gertrudis.
—¿Y qué más da?
—Yo lo sé.
—Mira, Gertrudis...
—Bueno, voy a ver qué hace el ama.
A la cual vigilaba sin descanso. No le dejaba dar el pecho al pequeñito delante del padre de este, y le regañaba por el poco recato y mucha desenvoltura con que se desabrochaba el seno.
—Si no hace falta que enseñes eso así; en el niño es en quien hay que ver si tienes o no leche abundante.
Ramiro sufría y Gertrudis le sentía sufrir.
—¡Pobre Rosa! —decía de continuo.
—Ahora los pobres son los niños y es en ellos en quienes hay que pensar..
—No basta, no. Apenas descanso. Sobre todo por las noches la soledad me pesa; las hay que las paso en vela.
—Sal después de cenar, como salías de casado últimamente, y no vuelvas a casa hasta que sientas sueño. Hay que acostarse con sueño.
—Pero es que siento un vacío...
—¿Vacío teniendo hijos?
—Pero ella es insustituible...
—Así lo creo... Aunque vosotros los hombres...
—No creí que la quería tanto...
—Así nos pasa de continuo. Así me pasó con mi tío y así me ha pasado con mi hermana, con tu Rosa. Hasta que ha muerto tampoco yo he sabido lo que la quería. Lo sé ahora en que cuido a sus hijos, a vuestros hijos. Y es que queremos a los muertos en los vivos...
—¿Y no, acaso, a los vivos en los muertos ...?
—No sutilicemos.
Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón diciéndose: «Para que se vaya el olor a hombre.» Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre algún niño delante.
Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los juegos de los pequeñuelos.
—Es que yo soy chico y tú no eres más que chica ——oyó que le decía un día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita.
—Ramirín, Ramirín —le dijo la tía—, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser bruto, a ser hombre?
Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo:
—He sorprendido tu secreto, Gertrudis.
—¿Qué secreto?
—Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo. —Pues bien, sí es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz, y acabó por darme lástima.
—Y tan oculto que lo teníais...
—¿Para qué declararlo?
—Y sé más.
—¿Qué es lo que sabes?
—Que le has despedido.
—También es cierto.
—Me ha enseñado él mismo tu carta.
—¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al fin!
Ramiro, en efecto, había visto una carta de su cuñada a Ricardo, que decía así:
«Mi querido Ricardo: No sabes bien qué días tan malos estoy pasando desde que murió la pobre Rosa. Estos últimos han sido terribles y no he cesado de pedir a la Virgen Santísima y a su Hijo que me diesen fuerzas para ver claro en mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo, pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos a que cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú, que eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te olvidará
GERTRUDIS.»
—Y ahora —añadió Ramiro—, a pesar de esto Ricardo quiere verte.
—¿Es que yo me oculto acaso?
—No, pero...
—Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa.
—Nuestra casa, Gertrudis, nuestra...
—Nuestra, sí, y de nuestros hijos.
—Si tú quisieras...
—¡No hablemos de eso! —y se levantó.
Al siguiente día se le presentó Ricardo.
—Pero, por Dios, Tula.
—No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha.
—Pero, por Dios —y se le quebró la voz.
—¡Sé hombre, Ricardo; sé fuerte!
—Pero es que ya tienen padre...
—No basta, no tienen madre..., es decir, sí la tienen.
—Puede él volver a casarse.
—¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra.
—¿Y si llegases a serlo tú, Tula?
—¿Cómo yo? —Sí, tú; casándote con él, con Ramiro.
—¡Eso nunca!
—Pues yo sólo así me lo explico.
—Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a esos tengo. ¿Y más hijos, más? Eso nunca. Bastan estos para bien criarlos.
—Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir aquí por eso.
—Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que yo te lo diga.
Se separaron para siempre.
—¿Y qué? —le preguntó luego Ramiro.
—Que hemos acabado; no podía ser de otro modo.
—Y que has quedado libre...
—Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme.
—Gertrudis..., Gertrudis —y su voz temblaba de súplica.
—Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los hijos de Rosa...
—Y tuyos..., ¿no dices así?
—¡Y míos, sí!
—Pero si tú quisieras...
—No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos.
—¿Menos? —y se le abrió el pecho.
—Sí, menos.
—¿Y cómo no fuiste monja?
—No me gusta que me manden.
—Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora.
—Menos me gusta mandar. ¡Ramirín!
El niño acudió al reclamo. Y cogiéndole su tía le dijo: «¡Vamos a jugar al escondite, rico!»
—Pero Tula...
—Te he dicho —y para decirle esto se le acercó, teniendo cogido de la mano al niño, y se lo dijo al oídoque no me llames Tula, y menos delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los pequeños.
—¿En qué les falto al respeto?
—En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos...
—Pero si no comprenden...
—Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprenden, lo comprenderán mañana. Cada cosa de estas que ve a oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto. ¡Y basta!