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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (4 page)

BOOK: La tía Tula
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—¡Y a ti, Tula, a ti! —exclamó entre sollozòs Rosa.

—¿A mí?

—¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos?

—Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que las pobres beatas lloraban algunas veces al oírle predicar sin percibir ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario!

Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y rezaron el mismo rosario que con él habían rezado durante tantos años, con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron, primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y abrazáronse luego con los ojos ya enjutos.

—Y ahora —le dijo Gertrudis a su hermana al oído— a querer mucho a tu marido, a hacerle dichoso y... ¡a darnos muchos hijos!

—Y ahora —le respondió Rosa— te vendrás a vivir con nosotros, por supuesto.

—¡No, eso no! —exclamó súbitamente la otra.

—¿Cómo que no? Y lo dices de un modo...

—Sí, sí, hermana; perdóname la viveza, perdónamela, ¿me la perdonas? —e hizo mención, ante el cadáver, de volver a arrodillarse.

—Vaya, no te pongas así, Tula, que no es para tanto. Tienes unos prontos...

—Es verdad, pero me los perdonas, ¿no es verdad, Rosa?, me los perdonas.

—Eso ni se pregunta. Pero te vendrás con nosotros...

—No insistas, Rosa, no insistas...

—¿Qué? ¿No te vendrás? Dejarás a tus sobrinos, más bien tus hijos casi...

—Pero si no los he dejado un día...

—¿Te vendrás?

—Lo pensaré, Rosa, lo pensaré...

—Bueno, pues no insisto.

Pero a los pocos días insistió, y Gertrudis se defendía.

—No, no; no quiero estorbaros...

—¿Estorbamos? ¿Qué dices, Tula?

—Los casados casa quieren.

—¿Y no puede ser la tuya también?

—No, no; aunque tú no lo creas, yo os quitaría libertad. ¿No es así, Ramiro?

—No..., no veo... —balbuceó el marido, confuso, como casi siempre le ocurría ante la inesperada interpelación de su cuñada.

—Sí, Rosa; tu marido, aunque no lo dice, comprende que un matrimonio, y más un matrimonio joven como vosotros y en plena producción, necesita estar solo. Yo, la tía, vendré a mis horas a ir enseñando a vuestros hijos todo aquello en que no podáis ocuparos.

Y allá seguía yendo, a las veces desde muy temprano, encontrándose con el niño ya levantado, pero no así sus padres. «Cuando digo que hago yo aquí falta», se decía.

VI

Venía ya el tercer hijo al matrimonio. Rosa empezaba a quejarse de su fecundidad. «Vamos a cargamos de hijos», decía. A lo que su hermana: « ¿Pues para qué os habéis casado?»

El embarazo fue molestísimo para la madre y tenía que descuidar más que antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía, encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de un día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la vieja criada que fue de don Primitivo, y donde los retenía. Y los pequeñuelos se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y grave.

Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos de su mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba más.

—¡Qué pesado y molesto es esto! —decía.

—¿Para ti? —le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o sobrina que de seguro tenía en el regazo.

—Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.

—¡Bah! No será al fin nada. La Naturaleza es sabia.

—Pero tantas veces va el cántaro a la fuente...

—¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!

Ramiro se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada, que rehuía darle su nombre, mientras él, en cambio, se complacía en llamarla por el familiar Tula.

—¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!

—¿De veras? —y levantando los ojos se los clavó en los suyos.

—De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros...

—¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?

—Claro. ¡Lo que es por la edad!

—¿Pues por qué ha de quedar?

—Como no te veo con afición a ello...

—¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?

—Bueno; es que...

—Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?

—No, no es eso.

—Sí, eso es.

—Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado...

—Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.

—¿Qué es eso de que estáis hablando? —dijo Rosa acercándose y dejándose caer abatida en un sillón.

—Nada; discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio.

—¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.

—¡Pero, mujer!

—Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo.

Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en este con ella y cogiéndole con la otra mano, con la diestra de su diestra, se fue lentamente así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto, serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, la tita Tula, se echó a llorar también.

—Vamos, no llores; vamos a jugar.

De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.

—Tengo malos presentimientos, Tula.

—No hagas caso de agüeros.

—No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin sangre.

—Ella volverá.

—Por de pronto, ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula, ¡eso me aterra!

Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.

—¡Esto se va! —pronunció un día el médico.

Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada:

—Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la cabeza que tiene que morirse y ¡es claro!, se morirá. ¿Por qué no le animas y le convences a que viva?

—Eso tú, hijo; tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir, ¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del alma.

Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo, viéndolo todo como a través de una niebla.

Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano:

—Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí te los dejo, Tula.

—Descuida, Rosa; conozco mis deberes.

—Deberes.... deberes...

—Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva.

—Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti.

—Pues no lo dudes.

—¡Es decir que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón, no tendrán madrastra! .

—¿Qué quieres decir con eso, Rosa?

—Que como Ramiro volverá a pensar en casarse..., es lo natural..., tan joven... y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé .... pues que...

—¿Qué quieres decir?

—Que serás tú su mujer, Tula.

—Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si tú le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre...

—No, tú me has dicho que no tendrán madrastra.

—¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra!

—Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no tengo celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo. Acaso...

—¿Y por qué ha de volver a casarse?

—¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido...

—No, no le conozco.,

—¡Pues yo sí!

—Quién sabe...

—La pobre enferma se desvaneció.

Poco después llamaba a su marido. Y al salir este del cuarto iba desencajado y pálido como un cadáver.

La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de gotas, destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de cría para el pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y Gertrudis, dejando que su hermana se adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía sino agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito. Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole a biberón.

—¿Y esa ama?

—¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!

—Mira, Tula —empezó Ramiro.

—¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un momento a otro; vete que allí es tu puesto, y déjame con el niño!

—Pero, Tula...

—Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!

Ramiro se fue. Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno de sus pechos de doncella, que arrebolado todo él le retemblaba como con fiebre. Le retemblaba por los latidos del corazón —era el derecho—, puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del pequeñuelo. Y este gemía más estrujando entre sus pálidos labios el conmovido pezón seco.

—Un milagro, Virgen Santísima —gemía Gertrudis con los ojos velados por las lágrimas—; un milagro, y nadie lo sabrá, nadie.

Y apretaba como una loca al niño a su seno.

Oyó pasos y luego que intentaban abrir la puerta. Metióse el pecho, lo cubrió, se enjugó los ojos y salió a abrir. Era Ramiro, que le dijo:

—¡Ya acabó!

—Dios la tenga en su gloria. Y ahora, Ramiro, a cuidar de estos.

—¿A cuidar? Tú..., tú..., porque sin ti...

—Bueno; ahora a criarlos, te digo.

VII

Ahora, ahora que se había quedado viudo, era cuando Ramiro sentía todo lo que sin él siquiera sospecharlo había querido a Rosa, su mujer. Uno de sus consuelos, el mayor, era recogerse en aquella alcoba en que tanto habían vivido amándose y repasar su vida de matrimonio.

Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no muy prolongado, de lento reposo, en que Rosa parecía como que le hurtaba el fondo del alma siempre, y como si por acaso no la tuviese o haciéndole pensar que no la conocería hasta que fuese suya del todo y por entero; aquel noviazgo de recato y de reserva, bajo la mirada de Gertrudis, que era todo alma. Repasaba en su mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la presencia de Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y desasosegaba, cómo ante ella no se atrevía a soltar ninguna de esas obligadas bromas entre novios, sino a medir sus palabras.

Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las lunas de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era este tan sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón en la mano y extendía esta en aesto de oferta. v con las entrañas espirituales al aire del mundo, entregada por entero al cuidado del momento, como viven las rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol de que aquel era el manantial cerrado.

Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las escamas de la vista y, purificada esta, vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano, y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas.

¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio mirándole el alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón le decía: «¡Calla, déjale que hable!»

Y las visitas de Gertrudis, que con su cara grave y sus grandes ojazos de luto a que se asomaba un espíritu embozado, parecía decirles: «Sois unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y mujer; no es esa la manera de prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se instituyó para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo.»

¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque pasó un mes y otro y algunos más, y al no notar señal ni indicio de que hubiese fructificado aquel amor, «¿tendría razón —decíase entonces— Gertrudis? ¿Sería verdad que no estaban sino jugando a marido y mujer y sin querer, con la fuerza toda de la fe en el deber, el fruto de la bendición del amor justo?». Pero lo que más le molestaba entonces, recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso hubiese quien le creyera a él, por eso de no haber podido hacer hijos, menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso de tener hijos o no tenerlos debía de depender —decíase entonces— de la mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de críos. Pero —y esto sí que lo recordaba bien ahora— para explicárselo había fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre. ¿No querría él lo bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar el misterio mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y oscuro de la noche y susurrándola una y otra vez al oído, en letanía, un rosario de: «¿Me quieres, me quieres, Rosa?» , mientras a ella se la escapaban síes desfallecidos. Aquello fue una locura, una necia locura, de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis derramando serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón del amor cuando le fue anunciado el hijo. Fue un transporte loco... ¡había vencido! Y entonces fue cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor.

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