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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (3 page)

BOOK: La tía Tula
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—Tú le pediste relaciones con buen fin, como dicen los inocentes.

—¡Tula!

—¡Nada de Tula! Tú te pusiste con ella en relaciones para hacerla tu mujer y madre de tus hijos...

—¡Pero qué de prisa vas...! —y volvió a esforzarse en reírse.

—Es que hay que ir de prisa, porque la vida es corta.

—¡La vida es corta!, ¡y lo dice a los veintidós años!

—Más corta aún. Pues bien, ¿piensas casarte con Rosa, sí o no?

—¡Pues qué duda cabe! —y al decirlo le temblaba el cuerpo todo.

—Pues si piensas casarte con ella, ¿por qué diferirlo así?

—Somos aún jóvenes...

—¡Mejor!

—Tenemos que probarnos...

—¿Qué, qué es eso?, ¿qué es eso de probaros? ¿Crees que la conocerás mejor dentro de un año? Peor, mucho peor...

—Y si luego...

—¡No pensaste en eso al pedir la entrada aquí!

—Pero, Tula...

—¡Nada de Tula! ¿La quieres, sí o no?

—¿Puedes dudarlo, Tula?

—¡Te he dicho que nada de Tula! ¿La quieres?

—¡Claro que la quiero!

—Pues la querrás más todavía. Será una buena mujer para ti. Haréis un buen matrimonio.

—Y con tu consejo...

—Nada de consejo. ¡Yo haré una buena tía, y basta!

Ramiro pareció luchar un breve rato consigo mismo y como si buscase algo, y al cabo, con un gesto de desesperada resolución, exclamó:

—¡Pues bien, Gertrudis, quiero decirte toda la verdad!

—No tienes que decirme más verdad —le atajó severamente—; me has dicho que quieres a Rosa y que estás resuelto a casarte con ella; todo lo demás de la verdad es a ella a quien se la tienes que decir luego que os caséis.

—Pero hay cosas...

—No, no hay cosas que no se deban decir a la mujer...

—¡Pero, Tula!

—Nada de Tula, te he dicho. Si la quieres, a casarte con ella, y si no la quieres, estás de más en esta casa.

Estas palabras le brotaron de los labios fríos y mientras se le paraba el corazón. Siguió a ellas un silencio de hielo, y durante él la sangre, antes represada y ahora suelta, le encendió la cara a la hermana. Y entonces, en el silencio agorero, podía oírsele el galope trepidante del corazón.

Al siguiente día se fijaba el de la boda.

III

Don Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese que tenía muy poco de natural.

Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía soledad.

—Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora es cuando comprendo lo que te quería.

Y poníase a abrazarla y besuquearla.

—Sí, sí —le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente—; vuestra felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que otros se dan cuenta de ella.

Íbase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de cariño, y luego a su marido que, por su parte, aparecía como avergonzado ante su cuñada.

—Mira —llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas señales—, no te pongas así, tan babosa. No parece sino que has inventado lo del matrimonio.

Un día vio un perrito en la casa.

—Y esto ¿qué es?

—Un perro, chica, ¿no lo ves?

—¿Y cómo ha venido?

—Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto; me dio lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo —y lo acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico.

—Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que le mates me parece una crueldad.

—¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití y al decirlo apechugaba contra su seno al animalito—, le dicen que te eche. ¿Adónde irás tú, pobrecito?

—Vamos, vamos, no seas chiquilla y no lo tomes así. ¿A que tu marido es de mi opinión?

—¡Claro, en cuanto se lo digas! Como tú eres la sabia...

—Déjate de esas cosas y deja al perro.

—Pero ¿qué? ¿Crees que tendrá Ramiro celos?

—Nunca creí, Rosa, que el matrimonio pudiese entontecer así.

Cuando llegó Ramiro y se enteró de la pequeña disputa por lo del perro, no se atrevió a dar la razón ni a la una ni a la otra, declarando que la cosa no tenía importancia.

—No, nada la tiene y lo tiene todo, según —dijo Gertrudis—. Pero en eso hay algo de chiquillada, y aún más. Serás capaz, Rosa, de haberte traído aquella pepona que guardas desde que nos dieron dos, una a ti y a mí otra, siendo niñas, y serás capaz de haberla puesto ocupando su silla...

—Exacto; allí está, en la sala, con su mejor traje, ocupando toda una silla de respeto. ¿La quieres ver?

—Así es —asintió Ramiro.

—Bueno, ya la quitarás de allí...

—Quia, hija, la guardaré...

—Sí, para juguete de tus hijas...

—¡Qué cosas se te ocurren, Tula...! —y se arreboló.

—No, es a ti a quien se te ocurren cosas como la del perro.

—Y tú —exclamó Rosa, tratando de desasirse de aquella inquisitoria que le molestaba—, ¿no tienes también tu pepona? ¿La has dado, o deshecho acaso?

—No —respondióle resueltamente su hermana—, pero la tengo guardada.

—¡Y tan guardada que no se la he podido descubrir nunca... !

—Es que Gertrudis la guarda para sí sola —dijo Ramiro sin saber lo que decía.

—Dios sabe para qué la guardo. Es un talismán de mi niñez.

El que iba poco, poquísimo, por casa del nuevo matrimonio era el bueno de don Primitivo. «El onceno no estorbar», decía.

Corrían los días, todos iguales, en una y otra casa. Gertrudis se había propuesto visitar lo menos posible a su hermana, pero esta venía a buscarla en cuanto pasaba un par de días sin que se viesen. «¿Pero qué, estás mala, chica? ¿O te sigue estorbando el perro? Porque si es así, mira, le echaré. ¿Por qué me dejas así, sola?»

—¿Sola, Rosa? ¿Sola? ¿Y tu marido?

—Pero él se tiene que ir a sus asuntos...

—O los inventa...

—¿Qué, es que crees que me deja aposta? ¿Es que sabes algo? ¡Dilo, Tula, por lo que más quieras, por nuestra madre, dímelo!

—No; es que os aburrís de vuestra felicidad y de vuestra soledad. Ya le echarás el perro o si no te darán antojos, y será peor.

—No digas esas cosas.

—Te darán antojos —replicó con más firmeza.

Y cuando al fin fue un día a decirle que había regalado el perrito, Gertrudis, sonriendo gravemente y acariciándola como a una niña, le preguntó al oído: «Por miedo a los antojos, ¿eh?» Y al oír en respuesta un susurrado «¡sí!» , abrazó a su hermana con una efusión de que esta no la creía capaz.

—Ahora va de veras, Rosa; ahora no os aburriréis de la felicidad ni de la soledad y tendrá varios asuntos tu marido. Esto era lo que os faltaba...

—Y acaso lo que te faltaba... ¿No es así, hermanita?

—¿Y a ti quién te ha dicho eso?

—Mira, aunque soy tan tonta, como he vivido siempre contigo...

—¡Bueno, déjate de bromas!

Y desde entonces empezó Gertrudis a frecuentar más la casa de su hermana.

IV

En el parto de Rosa, que fue durísimo, nadie estuvo más serena y valerosa que Gertrudis. Creeríase que era una veterana en asistir a trances tales. Llegó a haber peligro de muerte para la madre o la cría que hubiera de salir, y el médico llegó a hablar de sacársela viva o muerta.

—¿Muerta? —exclamó Gertrudis—; ¡eso sí que no!

—¿Pero no ve usted —exclamó el médico— que aunque se muera el crío queda la madre para hacer otros, mientras que si se muere ella no es lo mismo?

Pasó rápidamente por el magín de Gertrudis replicarle que quedaban otras madres, pero se contuvo a insistió:.

—Muerta, ¡no!, ¡nunca! Y hay, además, que salvar un alma.

La pobre parturienta ni se enteraba de cosa alguna. Hasta que, rendida al combate, dio a luz un niño.

Recogiólo Gertrudis con avidez, y como si nunca hubiera hecho otra cosa, lo lavó y envolvió en sus pañales.

—Es usted comadrona de nacimiento —le dijo el médico.

Tomó la criaturita y se la llevó a su padre, que en un rincón, aterrado y como contrito de una falta, aguardaba la noticia de la muerte de su mujer.

—¡Aquí tienes tu primer hijo, Ramiro; mírale qué hermoso!

Pero al levantar la vista el padre, libre del peso de su angustia, no vio sino los ojazos de su cuñada, que irradiaban una luz nueva, más negra, pero más brillante que la de antes. Y al ir a besar a aquel rollo de carne que le presentaban como su hijo, rozó su mejilla, encendida, con la de Gertrudis.

—Ahora —le dijo tranquilamente esta— ve a dar las gracias a tu mujer, a pedirle perdón y a animarla.

—¿A pedirle perdón?

—Sí, a pedirle perdón.

—¿Y por qué?

—Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a este —y al decirlo apretábalo contra su seno palpitante— corre ya de mi cuenta, y a poco he de poder o haré de él un hombre.

La casa le daba vueltas en derredor a Ramiro. Y del fondo de su alma salíale una voz diciendo: «¿Cuál es la madre?»

Poco después ponía Gertrudis cuidadosamente el niño al lado de la madre, que parecía dormir extenuada y con la cara blanca como la nieve. Pero Rosa entreabrió los ojos y se encontró con los de su hermana. Al ver a esta, una corriente de ánimo recorrió el cuerpo todo victorioso de la nueva madre.

—¡Tula! —gimió.

—Aquí estoy, Rosa, aquí estaré. Ahora descansa. Cuando sea, le das de mamar a este crío para que se calle. De todo lo demás no te preocupes.

—Creí morirme, Tula, aun ahora me parece que sueño muerta. Y me daba tanta pena de Ramiro...

—Cállate. El médico ha dicho que no hables mucho. El pobre Ramiro estaba más muerto que tú. ¡Ahora, ánimo, y a otra!

La enferma sonrió tristemente.

—Este se llamará Ramiro, como su padre —decretó luego Gertrudis en pequeño consejo de familia—, y la otra, porque la siguiente será niña, Gertrudis como yo.

—¿Pero ya estás pensando en otra ——exclamó don Primitivo— y tu pobre hermana de por poco se queda en el trance?

—¿Y qué hacer? —replicó ella—; ¿para qué se han casado si no? ¿No es así, Ramiro? —y le clavó los ojos.

—Ahora lo que importa es que se reponga —dijo el marido sobrecogiéndose bajo aquella mirada.

—¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto.

—Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido comadrona.

—Toda mujer nace madre, tío.

Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento. «¿Querré yo a mi mujer como se merece?», se decía.

—Y ahora, Ramiro —le dijo su cuñada—, ya puedes decir que tienes mujer.

Y a partir de entonces, no faltó Gertrudis un solo día de casa de su hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que su madre pudiera hacerlo.

La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se le mostraba esquivo.

—Temí por tu vida —le dijo su marido— y estaba aterrado. Aterrado y desesperado y lleno de remordimiento.

—Remordimiento, ¿por qué?

—¡Si llegas a morirte me pego un tiro!

—¡Quia!, ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó y ya sé lo que es.

—¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?

—¿Escarmentada? —y cogiendo a su marido, echándole los brazos al cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento que se lo quemaba: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y aunque me mates!

Gertrudis en tanto arrullaba al niño, celosa de que no se percatase —¡inocente!— de los ardores de sus padres.

Era como una preocupación en la tía de ir sustrayendo al niño, ya desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello, desde luego, una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con su Niño en brazos.

Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía:

—Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido.

—Pero, Tula...

—Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a este.

—Tienes, Tula, una manera de decir las cosas...

—No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a Dios que podamos así repartirnos el trabajo.

—Tula... Tula...

—Ramiro... Ramiro... Rosa.

La madre se amoscaba, pero iba a su marido.

Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.

V

A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado —quería que fuese limpio a la tumba con el mismo esmero con que había envuelto en pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo. «Nunca habría creído que le quisiese tanto —se dijo—; era un bendito; de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era sencillo!»

—Fue nuestro padre —le dijo a su hermana— y jamás le oímos una palabra más alta que otra.

—¡Claro! —exclamó Rosa—; como que siempre nos dejó hacer nuestra santísima voluntad.

—Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra voluntad. Fue nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la transparencia de su vida, tan sencilla, tan clara...

—Es verdad, sí —dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas—; como sencillo no he conocido otro.

—Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más limpio que este.

—¿Qué quieres decir con eso, Tula?

—Él nos llenó la vida casi silenciosamente, casi sin decimos palabra, con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de nuestra madre, su hermana, y de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre, nuestra abuela, a las que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre y en aquel rosario te enseñó a serlo.

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