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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (8 page)

BOOK: La tía Tula
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—¿Qué, pues?, ¿que no va sola?

—No, no irá sola.

—Los ocho meses del plazo, ¿eh?

—Estoy perdido, Tula, estoy perdido.

—No, la que está perdida es ella, la huérfana, la hospiciana; la sin amparo.

—Es verdad, es verdad...

—Pero no te aflijas así, Ramiro, que la cosa tiene fácil remedio.

—¿Remedio? ¿Y fácil? —y se atrevió a mirarle a la cara.

—Sí; casarte con ella.

Un rayo que le hubiese herido no le habría dejado más deshecho que esas palabras sencillas.

—¡Que me case! ¡Que me case con la criada! ¿Que me case con una hospiciana? ¡Y me lo dices tú!...

—¡Y quién si no había de decírtelo! Yo, la verdadera madre hoy de tus hijos.

—¿Que les dé madrastra?

—¡No, eso no!, que aquí estoy yo para seguir siendo su madre. Pero que des padre al que haya de ser tu nuevo hijo, y que le des madre también. Esa hospiciana tiene derecho a ser madre, tiene ya el deber de serlo, tiene derecho a su hijo, y al padre de su hijo.

—Pero Gertrudis...

—Cásate con ella, te he dicho; y te lo dice Rosa. Sí —y su voz, serena y pastosa, resonó como una campana—. Rosa, tu mujer, te dice por mi boca que te cases con la hospiciana. ¡Manuela!

—¡Señora! —se oyó como un gemido, y la pobre muchacha, que acurrucada junto al fogón, en la cocina, había estado oyéndolo todo, no se movió de su sitio. Volvió a llamarla, y después de otro «¡Señora!», tampoco se movió.

—Ven acá, o iré a traerte.

—¡Por Dios! —suplicó Ramiro.

La muchacha apareció cubriéndose la llorosa cara con las manos.

—Descubre la cara y míranos.

—¡No, señora, no!

—Sí, míranos. Aquí tienes a tu amo, a Ramiro, que te pide perdón por lo que de ti ha hecho.

—Perdón, yo, señora, y a usted...

—No, te pide perdón y se casará contigo.

—¡Pero señora! —clamó Manuela a la vez que Ramiro clamaba: «¡Pero Gertrudis!»

—Lo he dicho, se casará contigo; así lo quiere Rosa. No es posible dejarte así. Porque tú estás ya..., ¿no es eso?

—Creo que sí, señora; pero yo...

—No llores así ni hagas juramentos; sé que no es tuya la culpa...

—Pero se podría arreglar...

—Bien sabe aquí Manuela —dijo Ramiro— que nunca he pensado en abandonarla... Yo le colocaría...

—Sí, señora, sí; yo me contento...

—No, tú no debes contentarte con eso que ibas a decir. O mejor, aquí Ramiro no puede contentarse con eso. Tú te has criado en el hospicio, ¿no es eso?

—Sí, señora.

—Pues tu hijo no se criará en él. Tiene derecho a tener padre, a su padre, y le tendrá. Y ahora vete..., vete a tu cuarto, y déjanos.

Y cuando quedaron Ramiro y ella a solas:

—Me parece que no dudarás ni un momento...

—¡Pero eso que pretendes es una locura, Gertrudis!

—La locura, peor que locura, la infamia, sería lo que pensabas.

—Consúltalo siquiera n el padre Álvarez.

—No lo necesito. Lo he consultado con Rosa.

—Pero si ella te dijo que no dieses madrastra a sus hijos...

—¿A sus hijos? ¡Y tuyos!

—Bueno, sí, a nuestros hijos...

—Y no les daré madrastra. De ellos, de los nuestros, seguiré siendo yo la madre, pero del de esa...

—Nadie le quitará de ser madre...

—Sí, tú si no te casas con ella. Eso no será ser madre...

—Pues ella...

—¿Y qué? ¿Porque ella no ha conocido a la suya pretendes tú que no lo sea como es debido?

—Pero fíjate en que esta chica...

—Tú eres quien debió ñjarse...

—Es una locura..., una locura...

—La locura ha sido antes. Y ahora piénsalo, que si no haces lo que debes el escándalo le daré yo. Lo sabrá todo el mundo.

—¡Gertrudis !

—Cásate con ella, y se acabó.

XIV

Una profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio de Ramiro con la hospiciana. Y esta parecía aún más que antes la criada, la sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y esforzábase esta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio apartado de los niños, y que estos se percataran lo menos posible de aquella convivencia íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar a los pequeños el caso.

Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a comer a los de casa? Porque esto exigió Gertrudis.

—Por Dios, señora —suplicaba la Manuela—, no me avergüence así..., mire que me avergüenza... Hacerme que me siente a la mesa con los señores, y sobre todo con los niños..., y que hable de tú al señorito..., ¡eso nunca!

—Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto, no podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas. Ahora os recataréis mejor. Porque antes el querer ocultaros de ellos os delataba.

La preñez de Manuela fue, en tanto, molestísima. Su fragilísima fábrica de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado.

Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más entregado que nunca al albedrío de Gertrudis.

—Sí, sí, bien lo comprendo ahora —decía—, no ha habido más remedio, pero...

—¿Te pesa? —le preguntaba Gertrudis.

—De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí!

—Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida!

—¡Ah, si tú hubieras querido, Tula!

—Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo?

—¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime? Porque no me prometiste nada.

—Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido peor.

—Pero si hubiese guardado la tregua, como tú querías que la guardase, dime: ¿qué habrías hecho?

—No lo sé.

—Que no lo sabes..., Tula..., que no lo sabes...

—No, no lo sé; te digo que no lo sé.

—Pero tus sentimientos...

—Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo... Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa.

Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones que en los partos de su hermana tuviera, y recogió al niño, una criatura menguada y debilísima, y fue quien lo enmantilló y quien se lo presentó a su padre.

—Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes.

—¡Pobre criatura! —exclamó Ramiro, sintiendo que se le derretían de lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne viviente y sufriente.

—Pues es tu hijo, un hijo más... Es un hijo más que nos llega.

—¿Nos llega? ¿También a ti?

—Sí, también a mí; no he de ser madrastra para él, yo que hago que no la tengan los otros.

Y así fue que no hizo distinción entre uno y otros.

—Eres una santa, Gertrudis —le decía Ramiro—, pero una santa que ha hecho pecadores.

—No digas eso; soy una pecadora que me esfuerzo por hacer santos, santos a tus hijos y a ti y a tu mujer.

—¡Mi mujer!...

—Tu mujer, sí; la madre de tu hijo. ¿Por qué le tratas con ese cariñoso despego y como a una carga?

—¿Y qué quieres que haga, que me enamore de ella?

—Pero ¿no lo estabas cuando la sedujiste?

—¿De quién? ¿De ella?

—Ya lo sé, ya sé que no; pero lo merece la pobre...

—¡Pero si es la menor cantidad de mujer posible, si no es nada!

—No, hombre, no; es más, es mucho más de lo que tú te crees. Aún no las has con ido.

—Si es una esclava...

—Puede ser, pero debes libertarla. La pobre está asustada..., nació asustada... Te aprovechaste de su susto...

—No sé, no sé cómo fue aquello...

—Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello. Hacéis las cosas sin pensarlas...

—Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas...

—¿Por qué lo dices?

—No, nada; por nada...

—¿Tú crees sin duda que yo no hago más que pensar?

—No, no he dicho que crea eso...

—Sí, tú crees que yo no soy más que pensamiento...

XV

De nuevo la pobre Manuela, la hospiciana, la esclava, hallábase preñada. Y Ramiro muy malhumorado con ello.

—Como si uno no tuviese bastante con los otros... —decía.

—¡Y yo qué quieres que le haga! —exclamaba la víctima.

—Después de todo, tú lo has querido así —concluía Gertrudis.

Y luego, aparte, volvía a reprenderle por el trato de compasivo despego que daba a su mujer. La cual soportaba esta preñez aún peor que la otra.

—Me temo por la pobre muchacha —vaticinó don Juan, el médico, un viudo que menudeaba sus visitas.

—¿Cree usted que corre peligro? —le preguntó Gertrudis.

—Esta pobre chica está deshecha por dentro; es una tísica consumada y consumida. Resistirá, es lo más probable, hasta dar a luz, pues la Naturaleza, que es muy sabia...

—¡La Naturaleza, no! La Santísima Virgen Madre, don Juan —le interrumpió Gertrudis.

—Como usted quiera; me rindo, como siempre, a su superior parecer. Pues, como decía, la Naturaleza o la Virgen, que para mí es lo mismo...

—No, la Virgen es la Gracia...

—Bueno, pues la Naturaleza, la Virgen, la Gracia o lo que sea, hace que en estos casos la madre se defienda y resista hasta que dé a luz al nuevo ser. Ese inocente pequeñuelo le sirve a la pobre madre futura como escudo contra la muerte.

—¿Y luego?

—¿Luego? Que probablemente tendrá usted que criar sola, sirviéndose de un ama de cría, por supuesto, un crío más. Tiene ya cuatro; cargará con cinco.

—Con todos los que Dios me mande.

—Y que probablemente, no digo que seguramente, a no tardar mucho, don Ramiro volverá a quedar libre —y miró fijamente con sus ojillos grises a Gertrudis.

—Y dispuesto a casarse por tercera vez —agregó esta haciéndose la desentendida.

—¡Eso sería ya heroico!

—Y usted, puesto que permanece viudo, y viudo sin hijos, es que no tiene madera de héroe.

—¡Ah, doña Gertrudis, si yo pudiese hablar!

—¡Pues cállese usted!

—Me callo.

Le tomó la mano, reteniéndosela un rato, y dándole con la otra suya unos golpecitos añadió con un suspiro:

—Cada hombre es un mundo, Gertrudis.

—Y cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan?

—Cada mujer puede ser un cielo.

«Este hombre me dedica un cortejo platónico» , se dijo Gertrudis.

Cuando en la casa temían por la pobre Manuela y todos los cuidados eran para ella, cayó de pronto en cama Ramiro, declarándosele desde luego una pulmonía. La pobre hospiciana quedóse como atontada.

—Déjame a mí, Manuela—le dijo Gerturdis—; tú cuidate y cuida a lo que llevas contigo. No te empeñes en atender a tu marido, que eso puede agravarte.

—Pero yo debo...

—Tú debes cuidar de lo tuyo.

—Y mi marido, ¿no es mío?

—No, ahora no; ahora es tuyo tu hijo que está por venir.

La enfermedad de Ramiro se agravaba.

—Temo complicaciones al corazón —sentenció don Juan—. Le tiene débil; claro, ¡los pesares y disgustos!

—Pero ¿se morirá, don Juan? —preguntó henchida de angustia Gertrudis.

—Todo pudiera ser...

—Sálvele, don Juan, sálvele, como sea...

—Qué más quisiera yo...

—¡Ah, qué desgracia! ¡Qué desgracia! —y por primera vez se le vio a aquella mujer tener que sentarse y sufrir un desvanecimiento.

—Es, en efecto, terrible —dijo el médico en cuanto Gertrudis se repuso— dejar así cuatro hijos, ¿qué digo cuatro?, cinco se puede decir, ¡y esa pobre viuda tal como está!...

—Eso es lo de menos, don Juan; para todo eso me basto y me sobro yo. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Y el médico se fue diciéndose: «Está visto; esta cuñadita contaba con volver a tenerle libre a su cuñado. Cada persona es un mundo y algunos varios mundos. Pero ¡qué mujer! ¡Es toda una mujer! ¡Qué fortaleza! ¡Qué sagacidaz! ¡Y qué ojos! ¡Qué cuerpo!, ¡irradia fuego!»

Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la alcoba, y le dijo:

—Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero...

—No pienses en eso, Ramiro.

Pero ella también creía en aquella muerte.

—Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa.

—Como no te decidías y dabas largas...

—¿Y sabes por qué?

—Sí, lo sé, Ramiro.

—Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú.

—No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos.

—No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú.

—No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro.

—A la que me juntaré pronto, ¿no es eso?

—¡Quién sabe ...! Piensa en vivir, en tus hijos...

—A mis hijos les quedas tú, su madre.

—Yen Manuela, en la pobre Manuela...

—Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal.

Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas.

—¡Tula! —gimió el enfermo abriendo los brazos.

—¡Sí, Ramiro, sí! —exclamó ella cayendo en ellos abrazándole.

Juntaron las bocas y así se estuvieron sollozando.

—¿Me perdonas todo, Tula?

—No, Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme.

—¿Yo?

—¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre... He huido del hombre.

—Tienes razón, Tula.

—Pero ahora descansa, que estas emociones así pueden dañarte.

Le hizo guardar los brazos bajo las mantas, le arropó, le dio un beso en la frente como se le da a un niño —y un niño era entonces para ella— y se fue. Mas al encontrarse sofa se dijo: «¿Y si se repone y cura? ¿Si no se muere? ¿Ahora que ha acabado de romperse el secreto entre nosotros? ¿Y la pobre Manuela? ¡Tendré que marcharme! ¿Y adónde? ¿Y si Manuela se muere y vuelve él a quedarse fibre?» Y fue a ver a Manuela, a la que encontró postradísima.

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