Read La tía Tula Online

Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (12 page)

BOOK: La tía Tula
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bueno, y ahora trae a la muñeca, que quiero verla. ¡Ah! ¡Y allí, en un rincón de aquella arquita mía que tú sabes .... ahí está la llave .... sí, esa, esa!... Allí donde nadie ha tocado más que yo, y tú alguna vez; allí, junto a aquellos retratos, ¿sabes?, hay otra muñeca..., la mía.... la que yo tenía siendo niña..., mi primer cariño .... ¿el primero?..., ¡bueno! Tráemela también... Pero que no se entere ninguna de esas, no digan que son tonterías nuestras, porque las tontas somos nosotras... Tráeme las dos muñecas, que me despida de ellas, y luego nos pondremos serias para despedimos de los otros... Vete, que me viene un mal pensamiento — y se santiguó.

El mal pensamiento era que el susurro diabólico allá, en el fondo de las entrañas doloridas con el dolor de la partida, le decía: « ¡Muñecos todos!»

XXIII

Luego llamó a todos, y Caridad entre ellos.

—Esto es, hijos míos, la última fiebre, el principio de fuego del Purgatorio...

—Pero qué cosas dices, mamá...

—Sí; el fuego del Purgatorio, porque en el Infierno no hay fuego .... el Infierno es de hielo y nada más que de hielo. Se me está quemando la carne... Y lo que siento es irme sin ver, sin conocer, al que ha de llegar..., o a la que ha de llegar..., o a los que han de llegar..

—Vamos, mamá...

—Bueno, tú, Cari, cállate y no nos vengas ahora con vergüenza... Porque yo querría contarles todo a los que me llaman... Vamos, no lloréis así... Allí están... los tres...

—Pero no digas esas cosas...

—¡Ah!, ¿queréis que os diga cosas de reír? Las tonterías ya nos las hemos dicho Manolita y yo, las dos tontas de la casa, y ahora hay que hacer esto como se hace en los libros...

—Bueno, ¡no hables tanto! El médico ha dicho que no se te deje hablar mucho.

—¿Ya estás ahí tú, Ramiro? ¡El hombre! ¿El médico, dices? ¿Y qué sabe el médico? No le hagáis caso... Y además es mejor vivir una hora hablando que dos días más en silencio. Ahora es cuando hay que hablar. Además, así me distraigo y no pienso en mis cosas...

—Pues ya sabes que el padre Álvarez te ha dicho que pienses ahora en tus cosas...

—¡Ah!, ¿ya estás ahí tú, Elvira, la juiciosa? Conque el padre Alvarez, ¿eh?..., el del remedio... ¿Y qué sabe el padre Álvarez? ¡Otro médico! ¡Otro hombre! Además, yo no tengo cosas mías en qué pensar..., yo no tengo mis cosas... Mis cosas son las vuestras... y las de ellos..., las de los que me llaman... Yo no estoy ni viva ni muerta..., no he estado nunca ni viva ni muerta... ¿Qué? ¿Qué dices tú ahí, Enriquín? Que estoy delirando...

—No, no digo eso...

—Sí, has dicho eso, te lo he oído bien..., se lo has dicho al oído a Rosita... No ves que siento hasta el roce en el aire de las alas quietas de Manolita. Pues si deliro..., ¿qué?

—Que debes descansar...

—Descansar..., descansar..., ¡tiempo me queda para descansar!

—Pero no te destapes así...

—Si es que me abraso... Y ya sabes, Caridad, Tula, Tula como yo..., y él, el otro, Ramiro... Sí, son dos, él y ella, que estarán ahora abrazaditos... al calorcito.

Callaron todos un momento. Y al oír la moribunda sollozos entrecortados y contenidos, añadió:

—Bueno, ¡hay que tener ánimo! Pensad bien, bien, muy bien, lo que hayáis de hacer, pensadlo muy bien..., que nunca tengáis que arrepentiros de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho... Y si veis que el que queréis se ha caído en una laguna de fango y aunque sea en un pozo negro, en un albañal, echaos a salvarle, aun a riesgo de ahogaros, echaos a salvarle..., que no se ahogue él allí... o ahogaos juntos... en el albañal... Servidle de remedio..., sí, de remedio... ¿Que morís entre légamo y porquería?, no importa... Y no podréis ir a salvar al compañero volando sobre el ras del albañal porque no tenemos alas..., no, no tenemos alas... o son alas de gallina, de no volar..., y hasta las alas se mancharían con el fango que salpica el que se ahoga en él... No, no tenemos alas..., a lo más de gallina...; no somos ángeles..., lo seremos en la otra vida... ¡donde no hay fango... ni sangre... Fango hay en el Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia..., fango que limpia, sí... En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con fango..., sí, con fango... Les queman con estiércol ardiente..., les lavan con porquería... Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la podredumbre... Rogad por mí, y que la Virgen me perdone.

Le dio un desmayo. Al volver de él no coordinaba los pensamientos. Entró luego en una agonía dulce. Y se apagó como se apaga una tarde de otoño cuando las últimas razas del sol, filtradas por nubes sangrientas, se derriten en las aguas serenas de un remanso del río en que se reflejan los álamos —sanguíneo su follaje tambiénque velan a sus orillas.

XXIV

¿Murió la tía Tula? No, sino que empezó a vivir en la familia, a irradiando de ella, con una nueva vida más entrañada y más vivífica, con la vida eterna de la familiaridad inmortal. Ahora era ya para sus hijos, sus sobrinos, la Tía, no más que la Tía, ni madre ya ni mamá, ni aun tía Tula, sino sólo la Tía. Fue este nombre de invocación, de verdadera invocación religiosa, como el canonizamiento doméstico de una santidad de hogar. La misma Manolita, su más hija y la más heredera de su espíritu, la depositaria de su tradición, no le llamaba sino la Tía.

Mantenía la unidad y la unión de la familia, y si al mot rir ella afloraron a la vista de todos, haciéndose patentes, divisiones intestinas antes ocultas, alianzas defensivas y ofensivas entre los hermanos, fue porque esas divisiones brotaban de la vida misma familiar que ella creó. Su espíritu provocó tales disensiones y bajo de ellas y sobre ellas la unidad fundamental y culminante de la familia. La tía Tula era el cimiento y la techumbre de aquel hogar.

Formáronse en este dos grupos: de un lado, Rosita, la hija mayor de Rosa, aliada con Caridad, con su cuñada, y no con su hermano, no con Ramiro; de otro, Elvira, la segunda hija de Rosa, con Enrique, su hermanastro, el hijo de la hospiciana, y quedaban fuera Ramiro y Manolita.

Ramiro vivía, o más bien se dejaba vivir, atento a su hijo y al porvenir que podían depararle otros y a sus negocios civiles, y Manolita, atenta a mantener el culto de la Tía y la tradición del hogar.

Manolita se preparaba a ser el posible lazo entre cuatro probables familias venideras. Desde la muerte de la Tía habíase revelado. Guardaba todo su saber, todo su espíritu; las mismas frases recortadas y aceradas, a las veces repetición de las que oyó a la otra, la misma doctrina, el mismo estilo y hasta el mismo gesto. «¡Otra tía!» , exclamaban sus hermanos, y no siempre llevándoselo a bien. Ella guardaba el archivo y el tesoro de la otra; ella tenía la llave de los cajoncitos secretos de la que se fue en carne y sangre; ella guardaba, con su muñeca de cuando niña, la muñeca de la niñez de la Tía, y algunas cartas, y el devocionario y el breviario de don Primitivo; ella era en la familia quien sabía los dichos y hechos de los antepasados dentro de la memoria: de don Primitivo, que nada era de su sangre; de la madre del primer Ramiro; de Rosa; de su propia madre Manuela, la hospiciana —de esta no dichos ni hechos, sino silencios y pasiones—, ella era la historia doméstica; por ella se continuaba la eternidad espiritual de la familia. Ella heredó el alma de esta, espiritualizada en la Tía.

¿Herencia? Se transmite por herencia en una colmena el espíritu de las abejas, la tradición abejil, el arte de la melificación y de la fábrica del panal, la abejidad, y no se transmite, sin embargo, por carne y por jugos de ella. La camalidad se perpetúa por zánganos y por reinas, y ni los zánganos ni las reinas trabajaron nunca, no supieron ni fabricar panales, ni hacer miel, ni cuidar larvas, y no sabiéndolo, no pudieron transmitir ese saber, con su carne y sus jugos, a sus crías. La tradición del arte de las abejas, de la fábrica del panal y el laboreo de la miel y la cera, es pues, colateral y no de transmisión de carne, sino de espíritu, y débese a las tías, a las abejas que ni fecundan huevecillos ni los ponen. Y todo esto lo sabía Manolita, a quien se lo había enseñado la Tía, que desde muy joven paró su atención en la vida de las abejas y la estudió y meditó, y hasta soñó sobre ella. Y una de las frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: «¡Cállate, zángano!» Y zángano tenía para ella, como lo había tenido para la Tía, un sentido de largas y profundas resonancias. Sentido que sus hermanosadivinaban.

La alianza entre Elvira, la hija del primer Ramiro que le costó la vida a Rosa, su primera mujer, y Enrique, el hijo del pecado de aquel y de los hospicianos, era muy estrecha. Queríanse los hermanastros más que cualesquiera otros de los cinco entre sí. Siempre andaban en cuchicheos y en secretos. Y esta a modo de conjura desasosegábale a Manolita. No que le doliera que su hermano uterino, el salido del mismo vientre de donde ella salió, tuviese más apego a la hermana nacida de otra madre, nip; sentía que a ella no había de apegársele ninguno de sù s hermanos y complacíase en ello. Pero aquel afecto máá que fraternal le era repulsivo.

—Ya estoy deseando —les dijo una vez— que uno de vosotros se enamore; que tú, Enrique, te eches novia, o que a esta, a ti, Elvira, te pretenda alguno...

—¿Y para qué? —preguntó esta.

—Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías...

—Acaso entonces más... —dijo Enrique.

—¿Y cómo así?

—Porque esta vendrá a contarme los secretos de su novio, ¿verdad, Elvira?, y yo le contaré, ¡claro está!, los de mi novia...

—Sí, sí... —exclamó Elvira a punto de palmotear.

—Y os reiréis uno y otro del otro novio y de la otra novia, ¿no es así?..., ¡qué bonito!

—Bueno, ¿y qué diría a esto la Tía? —preguntó Elvira mirándole a Manolita a los ojos.

—Diría que no se debe jugar con las cosas santas y que sois unos chiquillos...

—Pues no repitas con la Tía —le arguyó Enrique— aquello del Evangelio de que hay que hacerse niño para entrar en el reino de los cielos...

—¡Niño, sí! ¡Chiquillo, no!

—¿Y en qué se le distingue al niño del chiquillo ...?

—¿En qué? En la manera de jugar.

—¿Cómo juega el chiquillo?

—El chiquillo juega a persona mayor. Los niños no son, como los mayores, ni hombres ni mujeres, sino que son como los ángeles. Recuerdo haberle oído decir a la Tía que había oído que hay lenguas en que el niño no es ni masculino ni femenino, sino neutro.

—Sí —añadió Enrique—, en alemán. Y la señorita es neutro...

—Pues esta señorita —dijo Manolita, intentando, sin conseguirlo, teñir de una sonrisa estas palabras— no es neutra...

—¡Claro que no soy neutra; pues no faltaba más...!

—Pero ¡bueno, nada de chiquilladas!

—Chiquilladas, no; niñerías, eso, ¿no es eso?

—¡Eso es!

—Bueno, y ¿en qué las conoceremos?

—Basta, que no quiero deciros más. ¿Para qué? Porque hay cosas que al tratar de decirlas se ponen más oscuras...

—Bien, bien, tiíta —exclamó Elvira abrazándola y dándole un beso—, no te enfades así... ¿Verdad que no te enfadas, tiíta...?

—No; y menos porque me llames tiíta ...

—Si lo hacía sin intención...

—Lo sé; pero eso es lo peligroso. Porque la intención viene después...

Enrique le hizo una carantoña a su hermana completa y cogiendo a la otra, a la hermanastra, por debajo de un brazo, se la llevó consigo.

Y Manolita, viéndoles alejarse, quedó diciéndose: «¿Chiquillos? ¡En efecto, chiquillos! Pero ¿he hecho bien en decirles lo que les he dicho? ¿He hecho bien, Tía? —e invocaba mentalmente a la Tía—. La intención viene después... ¿No soy yo la que con mis reconvenciones voy a darles una intención que les falta? Pero, ¡no, no! ¡Que no jueguen así! ¡Porque están jugando ...! ¡Y ojalá les salga pronto el novio a ella y la novia a él!»

XXV

El otro grupo lo formaban en la familia, no Rosita y Ramiro, sino la mujer de este, Caridad, y aquella su cuñada. Aunque en rigor era Rosita la que buscaba a Caridad y le llevaba sus quejas, sus aprensiones, sus suspicacias. Porque iba, por lo común, a quejarse. Creíase, o al menos aparentaba creer, que era la desdeñada y la no comprendida. Poníase triste y como preocupada en espera de que le preguntasen qué era lo que tenía, y como nadie se lo preguntaba sufría con ello. Y menos que los otros hermanos se lo preguntaba Manolita, que se decía: «¡Si tiene algo de verdad y más que gana de mimo y de que nos ocupemos especialmente en ella, ya reventará!» Y la preocupada sufría con ello.

A su cuñada, a Caridad, le iba sobre todo con quejas de su marido; complacíase en acusar a este, a Ramiro, de egoísta. Y la mujer le oía pacientemente y sin saber qué decirle.

—Yo no sé, Manuela —le decía a esta Caridad, su cuñada—, qué hacer con Rosa... Siempre me está viniendo con quejas de Ramiro; que si es un orgulloso, que si un egoísta, que si un distraído...

—¡Llévale la hebra y dile que sí!

—Pero ¿cómo? ¿Voy a darle alas?

—No, sino a cortárselas.

—Pues no lo entiendo. Y además, eso no es verdad; ¡Ramiro no es así!...

—Lo sé, lo sé muy bien. Sé que Ramiro podrá tener, como todo hombre, sus defectos...

—Y como toda mujer.

—¡Claro, sí! Pero los de él son defectos de hombre...

—¡De zángano, vamos!

—Como quieras; los de Ramiro son defectos de hombre, o si quieres, pues que te empeñas, de zángano...

—¿Y los míos?

—¿Los tuyos, Caridad? Los tuyos... ¡de reina!

—¡Muy bien! ¡Ni la Tía...!

—Pero los defectos de Ramiro no son los que Rosa dice. Ni es orgulloso, ni es egoísta, ni es distraído...

—Y entonces ¿por qué voy a llevarle la hebra, como dices?

—Porque eso será llevarle la contraria. Lo sé muy bien. La conozco.

Cierta mañana, encontrándose las tres, Caridad, Manuela y Rosa, comenzó esta el ataque.

R.—¡Vaya unas horas de llegar anoche tu maridito!

Nunca hablando con su cuñada le llamaba a Ramiro «mi hermano», sino siempre: «tu marido» .

C.—¿Y qué mal hay en ello?

M.—Y tú, Rosa, estabas a esas horas despieta.

R.—Me despertó su llegada.

M.—¿Sí, eh?

C.—Pues a mi apenas si me despertó...

BOOK: La tía Tula
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Don't Say A Word by Barbara Freethy
Empire State by Adam Christopher
Bound & Teased by Marie Tuhart
Death of a Bore by Beaton, M.C.
The Cornerstone by Nick Spalding
The Wicked One by Danelle Harmon
Hypocrite's Isle by Ken McClure
Jackson by Ember Casey