La tía Tula (11 page)

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Authors: Miguel de Unamuno

BOOK: La tía Tula
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—Por lo menos a mí me alegras...

—Y es lo que nos manda Dios a este mundo, a alegrar a los demás.

—Pero para alegrar a los demás hay que estar alegre una...

—O no...

—¿Cómo no?

—Nada alegra más que un rayo de sol, sobre todo si da sobre la verdura del follaje de un árbol, y el rayo de sol no está ni alegre ni triste, y quién sabe .... acaso su propio fuego le consume... El rayo de sol alegra porque está limpio; todo lo limpio alegra... Y esa pobre Manolita debe alegrarte, porque a limpia...

—¡Sí, eso sí! Y luego esos ojos que tiene, que parecen...

—Parecen dos estanques quietos entre verdura... Los he estado mirando muchas veces y desde cerca. Y no sé de dónde ha sacado esos ojos... No son de su madre, que tenía ojos de tísica, turbios de fiebre... ni son los de su padre, que eran...

—¿Sabes de quién parecen esos ojos?

—¿De quién? —y Gertrudis temblaba al preguntarlo.

—¡Pues son tus ojos ...!

—Puede ser... puede ser.. No me los he mirado nunca de cerca ni puedo vérmelos desde dentro, pero puede ser... puede ser.. Al menos le he enseñado a mirar...

XXI

¿Qué le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro? Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta, embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él; dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo todo. Y soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que habría sido si Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa diciéndose que no habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había pasado por el mundo fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la pobre Gertrudis chocheaba antes de tiempo, que su robusta inteligencia flaqueaba y que flaqueaba el peso mismo de su robustez. Y tenía que defenderla de aquellas sus viejas tentaciones.

Cuando un día se le acercó Caridad y, al oído, le dijo: «¡Madre...!», al notarle el rubor que le encendía el rostro, exclamó: «¿Qué? ¿Ya?» «¡Sí, ya!», susurró la muchacha. «¿Estás segura?» « ¡Segura; si no, no te lo habría dicho! »Y Gertrudis, en medio de su goce, sintió como si una espada de hielo le atravesase por medio el corazón. Ya no tenía que hacer en el mundo más que esperar al nieto, al nieto de los suyos, de su Ramiro y su Rosa, a su nieto, a ir luego a darles la buena nueva. Ya apenas se cuidaba más que de Caridad, que era quien para ella llenaba la casa. Hasta de Manolita, de su obra, se iba descuidando, y la pobre niña lo sentía; sentía que el esperado iba relegándole en la sombra.

—Ven acá —le decía Gertrudis a Caridad, cuando alguna vez se encontraban a solas, ocasión que acechaba—, ven acá, siéntate aquí, a mi lado... ¿Qué, le sientes, hija mía, le sientes?

—Algunas veces...

—¿No llama? ¿No tiene prisa por salir a la luz, a la luz del sol? Porque ahí dentro, a oscuras..., aunque esté ello tan tibio, tan sosegado... ¿No da empujoncitos? Si tarda no me va a ver..., no le voy a ven.. Es decir: ¡si tarda, no!, si me apresuro yo...

—Pero, madre, no diga esas cosas...

—¡No digas, hija! Pero me siento derretir..., ya no soy para nada... Veo todo como empañado .... como en sueños... Si no lo supiera no podría ahora decir si tu pelo es rubio o moreno...

Y le acariciaba lentamente la espléndida cabellera rubia. Y como si viese con los dedos, añadía: «Rubia, rubia como el sol ...»

—Si es chico, ya lo sabes, Ramiro, y si es chica .... Rosa...

—No, madre, sino Gertrudis... Tula, mamá Tula.

—¡Tula..., bueno ...! Y mejor si fuese una pareja, mellizos, pero chico y chica...

—¡Por Dios, madre!

—¿Qué? ¿Crees que no podrías con eso? ¿Te parece demasiado trabajo?

—Yo... no sé.... no sé nada de eso, madre; pero...

—Sí, eso es lo perfecto, una parejita de gemelos .... un chico y una chica que han estado abrazaditos cuando no sabían nada del mundo, cuando no sabían ni que existían; que han estado abrazaditos al calorcito del vientre materno... Algo así debe de ser el cielo...

—¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula!

—No ves que me he pasado la vida soñando...

Y en esto, mientras soñaba así y como para guardar en su pecho este último ensueño y llevarlo como viático al seno de la madre tierra, la pobre Manolita cayó gravemente enferma. « ¡Ah, yo tengo la culpa —se dijo Gertrudis—, yo, que con esto de la parejita de mi ensueño me he descuidado de esa pobre avecilla... ! Sin duda en un momento en que necesitaba de mi arrimo ha debido de coger algún frío ...» Y sintió que le volvían las fuerzas, unas fuerzas como de milagro. Se le despejó la cabeza y se dispuso a cuidar a la enferma.

—Pero, madre —le decía Caridad—, déjeme que le cuide yo, que le cuidemos nosotras... Entre yo, Rosita y Elvira le cuidaremos.

—No; tú no puedes cuidarla como es debido, no debes cuidarla... Tú te debes al que llevas, a lo que llevas, y no es cosa de que por atender a esta malogres lo otro... Y en cuanto a Rosita y Elvira, sí, son sus hermanas, la quieren como tales, pero no entienden de eso, y además la pobre, aunque se aviene a todo, no se halla sin mí... Un simple vaso de agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los demás le podáis hacer. Yo sola sé arreglarle la almohada de modo que no le duela en ella la cabeza y que no tenga luego pesadillas...

—Sí, es verdad...

—¡Claro, yo la crié ...! Y yo debo cuidarle.

Resucitó. Volvióle todo el luminoso y fuerte aplomo de sus días más heroicos. Ya no le temblaba el pulso ni le vacilaban las piernas. Y cuando teniendo el vaso con la pócima medicinal que a las veces tenía que darle, la pobre enferma le posaba las manos febriles en sus manos firmes y finas, pasaba sobre su enlace como el resplandor de un dulce recuerdo, casi borrado para la encamada. Y luego se sentaba la tía Tula junto a la cama de la enferma y se estaba allí, y esta no hacía sino mirarle en silencio.

—¿Me moriré, mamita? —preguntaba la niña.

—¿Morirte? ¡No, pobrecita alondra, no! Tú tienes que vivir...

—Mientras tú vivas...

—Y después..., y después...

—Después... no..., ¿para qué...?

—Pero las muchachas deben vivir...

—¿Para qué...?

—Pues... para vivir..., para casarse..., para criar familia...

—Pues tú no te casaste, mamita...

—No, yo no me casé; pero como si me hubiese casado... Y tú tienes que vivir para cuidar de tu hermano...

—Es verdad..., de mi hermano..., de mis hermanos...

—Sí, de todos ellos...

—Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada...

—¿Y quién dice eso, hija mía?

—No, no lo dicen..., no lo dicen..., pero lo piensan...

—¿Y cómo sabes tú lo que piensan?

—¡Pues... porque lo sé! Y además, porque es verdad..., porque yo no sirvo para nada, y después de que tú te me mueras yo nada tengo que hacer aquí... Si tú te murieras me moriría de frío...

—Vamos, vamos, arrópate bien y no digas esas cosas... Y voy a arreglarte esa medicina...

Y fue a ocultar sus lágrimas y a echarse a los pies de su imagen de la Virgen de la Soledad y a suplicarla: «¡Mi vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Siente que yo me voy, que me llaman mis muertos, y quiere irse conmigo; quiere arrimarse a mí, arropada por la tierra, allí abajo, donde no llega la luz, y que yo le preste no sé qué calor... ¡Mi vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Que no caiga tan pronto esa cortina de tierra de las tinieblas sobre esos ojos en que la luz no se quiebra, sobre esos ojos que dicen que son los míos, sobre esos ojos sin mancha que le di yo..., sí, yo... Que no se muera..., que no se muera... Sálvala, Madre, aunque tenga yo que irme sin ver al que ha de venir...»

Y se cumplió su ruego.

La pobre niña enferma fue recobrando vida; volvieron los colores de rosa a sus mejillas; volvió a mirar la luz del sol dando en el verdor de los árboles del jardincito de la casa, pero la tía Tula cayó con una bronconeumonía cogida durante la convalecencia de Manolita. Y entonces fue esta la que sintió que brotaba en sus entrañas un manadero de salud, pues tenía que cuidar a la que le había dado vida.

Toda la casa vio con asombro la revelación de aquella niña.

—Di a Manolita —decía Gertrudis a Caridad— que no se afane tanto, que aún estará débil... Tú tampoco, por supuesto; tú te debes a los tuyos, ya lo sabes... Con Rosita y Elvira basta... Además, como todo ha de ser inútil... Porque yo ya he cumplido...

—Pero, madre...

—Nada, lo dicho, y que esa palomita de Dios no se malgaste...

—Pero si se ha puesto tan fuerte... Jamás hubiese creído...

—Y ella que se quería morir y creía morirse... Y yo también lo temí... ¡Porque la pobre me parecía tan débil...! Claro, no conoció a su padre, que estaba ya herido de muerte cuando la engendró..., y en cuanto a su pobre madre, yo creo que siempre vivió medio muerta... ¡Pero esa chica ha resucitado!

—¡Sí, al verte en peligro ha resucitado!

—¡Claro, es mi hija!

—¿Más?

—¡Sí, más! Te lo quiero declarar ahora que estoy en el zaguán de la eternidad; sí, más. ¡Ella y tú!

—¿Ella y yo?

—¡Sí, ella y tú! Y porque no tenéis mi sangre. Ella y tú. Ella tiene la sangre de Ramiro, no la mía, pero la he hecho yo, ¡es obra mía! Y a ti yo te casé con mi hijo...

—Lo sé...

—Sí, como le casé a su padre con su madre, con mi hermana, y luego le volví a casar con la madre de Manolita...

—Lo sé.... lo sé...

—Sé que lo sabes, pero no todo...

—No, todo no...

—Ni yo tampoco... O al menos no quiero saberlo. Quiero irme de este mundo sin saber muchas cosas... Port que hay cosas que el saberlas mancha. Eso es el pecado, original, y la Santísima Virgen Madre nació sin mancha de pecado original...

—Pues yo he oído decir que lo sabía todo...

—No, no lo sabía todo; no conocía la ciencia del mal... que es ciencia...

—Bueno, no hables tanto, madre, que te perjudica ...

—Más me perjudica cavilar, y si me callo cavilo..., cavilo...

XXII

La tía Tula no podía ya más con su cuerpo. El alma le revoloteaba dentro de él, como un pájaro en una jaula que se desvencija, a la que deja con el dolor de quien le desollaran, pero ansiando volar por encima de las nubes. No llegaría a ver al nieto. ¿Lo sentía? «Allá arriba, estando con ellos —soñaba—, sabré cómo es, y si es niño o niña... o los dos.... y lo sabré mejor que aquí, pues desde allí arriba se ve mejor y más limpio lo de aquí abajo.»

La última fiebre teníala postrada en cama. Apenas si distinguía a sus sobrinos más que por el paso, sobre todo a Caridad y a Manolita. El paso de aquella, de Caridad, llegábale como el de una criatura cargada de fruto y hasta le parecía oler a sazón de madurez. Y el de Manolita era tan leve como el de un pajarito que no se sabe si corre o vuela a ras de tierra. «Cuando ella entra —se decía la tía—, siento rumor de alas caídas y quietas.»

Quiso despedirse primero de esta, a solas, y aprovechó un momento en que vino a traerle la medicina. Sacó el brazo de la cama, lo alargó como para bendecirla, y poniéndole la mano sobre la cabeza, que ella inclinó con los claros ojos empañados, le dijo:

—¿Qué, palomita sin hiel, quieres todavía morirte...? ¡La verdad!

—Si con ello consiguiera...

—Que yo no me muera, ¿eh? No, no debes querer morirte... Tienes a tu hermano, a tus hermanos... Estuviste cerca de ello, pero me parece que la prueba te curó de esas cosas... ¿No es así? Dímelo como en confesión, que voy a contárselo a los nuestros...

—Sí, ya no se me ocurren aquellas tonterías...

—¿Tonterías? No, no eran tonterías. ¡Ah!, y ahora que dices eso de tonterías, tráeme tu muñeca, porque la guardas, ¿no es así? Sí, sé que la guardas... Tráeme aquella muñeca, ¿sabes? Quiero despedirme de ella también y que se despida de mí... ¿Te acuerdas? Vamos, ¿a que no te acuerdas?

—Sí, madre, me acuerdo.

—¿De qué te acuerdas?

—De cuando se me cayó en aquel patín de la huerta y Elvira me llamaba tonta porque lloraba tanto y me decía que de nada sirve llorar...

—Eso..., eso..., ¿y qué más? ¿Te acuerdas de más?

—Sí, del cuento que nos contaste entonces...

—A ver, ¿qué cuento?

—De la niña que se le cayó la muñeca en un pozo seco adonde no podía bajar a sacarla, y se puso a llorar, a llorar, a llorar, y lloró tanto que se llenó el pozo con sus lágrimas y salió flotando en ellas la muñeca...

—¿Y qué dijo Elvirita a eso? ¿Qué dijo? Que no me acuerdo...

—Sí, sí se acuerda, madre...

—Bueno, ¿pues qué dijo?

—Dijo que la niña se quedaría seca y muerta de haber llorado tanto...

—¿Y yo qué dije?

—Por Dios, madre...

—Bueno, no lo digas, pero no llores así, palomita, no llores así..., que por mucho que llores no se llenará con tus lágrimas el pozo en que voy cayendo y no saldré flotando.

—Si pudiera ser..

—¡Ah, sí! Si pudiera ser yo saldría a cogerte y llevarte conmigo... Pero hay que esperar la hora. Y cuida de tus hermanos. Te los entrego a ti, ¿sabes?, a ti. Haz que no se den cuenta de que me he muerto.

—Haré todo lo que pueda...

—Y yo te ayudaré desde arriba. Que no se enteren de que me he muerto...

—Te rezaré, madre...

—A la Virgen, hija, a la Virgen...

—Te rezaré, madre, todas las noches antes de acostarme...

—Bueno, no llores así...

—Pero si no lloro, ¿no ves que no lloro?

—Para lavar los ojos cuando han visto cosas feas no está mal; pero tú no has visto cosas feas, no puedes verlas...

—Y si es caso, cerrando los ojos...

—No, no, así se ven cosas más feas. Y pide por tu padre, por tu madre, por mí... No olvides a tu madre...

—Si no la olvido...

—Como no la conociste...

—¡Sí, la conozco!

—Pero a la otra, digo, a la que te trajo al mundo.

—¡Sí, gracias a ti la conozco; a aquella!

—¡Pobrecilla! Ella no había conocido a la suya...

—¡Su madre fuiste tú, lo sé bien!

—Bueno, pero no llores...

—¡Si no lloro! —y se enjugaba los ojos con el dorso de la mano izquierda mientras con la otra, temblorosa, sostenía el vaso de la medicina.

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