Authors: Miguel de Unamuno
Al siguiente día llevó a los niños al lecho del padre, ya sacramentado y moribundo; los levantó uno a uno y les hizo que le besaran. Luego fue, apoyada en ella, en Gertrudis, Manuela, y de poco se muere de la congoja que le dio sobre el enfermo. Hubo que sacarla y acostarla. Y poco después, cogido de una mano a otra de Gertrudis, y susurrando: «¡Adiós, mi Tula!», rindió el espíritu con el último huelgo Ramiro. Y ella, la tía, vació su corazón en sollozos de congoja sobre el cuerpo exánime del padre de sus hijos, de su pobre Ramiro.
Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a todo.
Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me estará mirando todavía...?» Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle esta, y luego, quebrantada pór un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo desprenderse del muerto a ir a coger y acallar y mimar al que vivía.
Manuela iba hundiéndose.
—Yo, señora, me muero; no voy a poder resistir esta vez; este parto me cuesta la vida.
Y así fue. Dio a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, Gertrudis huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco.
Murió Manuela, clavados en los ojos de Gertrudis sus ojos, donde vagaban figuras de niebla sobre las sombras del hospicio.
—Por tus hijos no pases cuidado —le había dicho Gertrudis—, que yo he de vivir hasta dejarlos colocados y que se puedan valer por sí en el mundo, y si no les dejaré sus hermanos. Cuidaré sobre todo de esta última, ¡pobrecilla!, la que te cuesta la vida. Yo seré su madre y su padre.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias ¡Dios se lo pagará! ¡Es una santa!
Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se inclinó a ella, la besó en la frente y le puso su mejilla a que se la besase. Y esas expresiones de gratitud repetíalas la hospiciana como quien recita una lección aprendida desde niña. Y murió como había vivido, como una res sumisa y paciente, más bien como un enser.
Y fue esta muerte, tan natural, la que más ahondó en el ánimo de Gertrudis, que había asistido a otras tres ya. En esta creyó sentir mejor el sentido del enigma. Ni la de su tío, ni la de su hermana, ni la de Ramiro horadaron tan hondo el agujero que se iba abriendo en el centro de su alma. Era como si esta muerte confirmara las otras tres, como si las iluminara a la vez.
En sus solitarias cavilaciones se decía: «Los otros se murieron; ¡a esta la han matado...!, ¡la ha matado...!, ¡la hemos matado! ¿No la he matado yo más que nadie? ¿No la he traído yo a este trance? ¿Pero es que la pobre ha vivido? ¿Es que pudo vivir? ¿Es que nació acaso? Si fue expósita, ¿no ha sido exposición su muerte? ¿No lo fue su casamiento? ¿No la hemos echado en el torno de la eternidad para que entre al hospicio de la Gloria? ¿No será allí hospiciana también?» Y lo que más le acongojaba era el pensamiento tenaz que le perseguía de lo que sentiría Rosa al recibirla al lado suyo, al lado de Ramiro, y conocerla en el otro mundo. Su tío, el buen sacerdote que les crió, cumplió su misión de este mundo, protegió con su presencia la crianza de ellas; su hermana Rosa logró su deseo y gozó y dejó los hijos que había querido tener; Ramiro... ¿Ramiro? Sí, también Ramiro hizo su travesía, aunque a remo y de espaldas a la estrella que le marcaba rumbo, y sufrió, pero con noble sufrir, y pecó y purgó su pecado; pero, ¡y esta pobre que ni sufrió siquiera, que no pecó, sino se pecó en ella y murió huérfana!... «Huérfana también murió Eva...» , pensaba Gertrudis. Y luego: «¡No; tuvo a Dios padre! ¿Y madre? Eva no conoció madre... ¡Así se explica el pecado original...! ¡Eva murió huérfana de humanidad!» Y Eva le trajo el recuerdo del relato del Génesis, que había leído poco antes, y cómo el Señor alentó al hombre por la nariz soplo de vida, y se imaginó que se la quitase por manera análoga. Y luego se figuraba que a aquella pobre hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la vida de un beso posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la muerte, de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así.
Y ahora quedábase Gertrudis con sus cinco crías, y bregando, para la última, con amas.
El mayor, Ramirín, era la viva imagen de su padre, en figura y en gestos, y su tía proponíase combatir en él desde entonces, desde pequeño, aquellos rasgos a inclinaciones de aquel que, observando a este, había visto que más le perjudicaban. « Tengo que estar alerta —se decía
Gertrudis— para cuando en él se despierte el hombre, el macho más bien, y educarle a que haga su elección con reposo y tiento.» Lo malo era que su salud no fuese del todo buena y su desarrollo difícil y hasta doliente.
Y a todos había que sacarlos adelante en la vida y educarlos en el culto a sus padres perdidos.
¿Y los pobres niños de la hospiciana? «Esos también son míos —pensaba Gertrudis—; tan míos como los otros, como los de mi hermana, más míos aún. Porque estos son hijos de mi pecado. ¿Del mío? ¿No más bien el de él? ¡No, de mi pecado! ¡Son los hijos de mi pecado! ¡Sí, de mi pecado! ¡Pobre chica!» Y le preocupaba sobre todo la pequeñita.
Gertrudis, molesta por las insinuaciones de don Juan, el médico, que menudeaba las visitas para los niños, y aun pretendió verla a ella como enferma, cuando no sabía que adoleciese de cosa alguna, le anunció un día hallarse dispuesta a cambiar de médico.
—¿Cómo así, Gertrudis?
—Pues muy claro: le observo a usted singularidades que me hacen temer que está entrando en la chochera de una vejez prematura, y para médico necesitamos un hombre con el seso bien despejado y despierto.
—Muy bien; pues que ha llegado el momento, usted me permitirá que le hable claro.
—Diga lo que quiera, don Juan, mas en la inteligencia de que es lo último que dirá en esta casa.
—¡Quién sabe!...
—Diga.
—Yo soy viudo y sin hijos, como usted sabe, Gertrudis. Y adoro a los niños.
—Pues vuélvase usted a casar.
—A eso voy.
—¡Ah! ¿Y busca usted consejo de mí?
—Busco más que consejo.
—¿Que le encuentre yo novia?
—Yo soy médico, le digo, y no sólo no tuve hijos de mi mujer, que era viuda, y perdimos el que ella me trajo al matrimonio, ¡aún le lloro al pobrecillo!, sino que sé, sé positivamente, sé con toda seguridad, que no he de tener nunca hijos propios, que no puedo tenerlos. Aunque no por eso, claro está, me sienta menos hombre que otro cualquiera; ¿usted me entiende, Gertrudis?
—Quisiera no entenderle a usted, don Juan.
—Para acabar, yo creo que a estos niños, a estos sobrinos de usted y a los otros dos acaso...
—Son tan sobrinos para mí como los otros, más bien hijos.
—Bueno, pues que a estos hijos de usted, ya que por tales les tiene, no les vendría mal un padre, y un padre no mal acomodado y hasta regularmente rico.
—¿Y eso es todo?
—Sí, que yo creo que hasta necesitan padre.
—Les basta, don Juan, con el Padre nuestro que está en los cielos.
—Y como madre usted, que es la representante de la Madre Santísima, ¿no es eso?
—Usted lo ha dicho; don Juan, y por última vez en esta casa.
—¿De modo que...?
—Que toda esa historia de la necesidad que siente de tener hijos y de su incapacidad para tenerlos, ¿le he entendido bien, don Juan?
—Perfectamente, y esto último, por supuesto, quede entre los dos.
—No seré yo quien le estorbe otro matrimonio. Y esa historia, digo, no me ha convencido de que usted busque hijos que adoptar, que eso le será muy fácil y casándose, sino que me busca a mí y me buscaría aunque estuviese sola y hubiésemos de vivir solos y sin hijos; ¿le he entendido, don Juan? ¿Me entiende usted?
—Cierto es, Gertrudis, que si estuviese sola lo mismo me casaría con usted, si usted lo quisiera, ¡claro!, porque yo soy muy claro, muy claro, y es usted la que me atrae; pero en ese caso nos quedaba el adoptar hijos de cualquier modo, aunque fuese sacándolos del Hospicio. Pues ya he podido ver que usted, como yo, se muere por los niños y que los necesita y los busca y los adora.
—Pero ni usted ni nadie ha visto, don Juan, que yo haya sido y sea incapaz de hacerlos; nadie puede decir que yo sea estéril, y no vuelva a poner los pies en esta casa.
—¿Por qué, Gertrudis?
—¡Por puerco!
Y así se despidieron para siempre.
Mas luego que le hubo así despachado entróle una desdeñosa lástima, un lastimero desdén de aquel hombre. «¿No le he tratado con demasiada dureza? —se decía—. El hombre me sacaba de quicio, es cierto; sus miradas me herían más que sus palabras, pero debí tratarle de otro modo. El pobrecillo parece que necesita remedio, pero no el que él busca, sino otro, un remedio heroico y radical.» Pero cuando supo que don Juan se remediaba empezó a pensar si era, en efecto, calor de hogar lo que buscaba, aunque bien pronto dio en otra sospecha que le sublevó aún más el corazón. «¡Ah —se dijo—, lo que necesita es un ama de casa, una que le cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le prepare el puchero..., peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una no es remedio es animal doméstico, y la mayor parte de las veces ambas cosas a la vez! Estos hombes... ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!» Y al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndose: « ¡No, no lo volveré a pensar .. !»
Pero ¿quién enfrenaba a un pensamiento que mordía en el fruto de la ciencia del mal? « ¡El cristianismo, al fin, y a pesar de la Magdalena, es religión de hombres —se decía Gertrudis—; masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ...!» Pero ¿y la Madre? La religión de la Madre está en: «He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra» y en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga y alegra y hace olvidar penas, y para que el Hijo le diga: «¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora.» ¿Qué tengo que ver contigo ...? Y llamarle mujer y no madre... Y volvió a santiguarse, esta vez con verdadero temblor. Y es que el demonio de su guarda —así creía ella— le susurró: « ¡Hombre al fin!»
Corrieron unos años apacibles y serenos. La orfandad daba a aquel hogar, en el que de nada de bienestar se carecía, una íntima luz espiritual de serena calma. Apenas si había que pensar en el día de mañana. Y seguían en él viviendo, con más dulce imperio que cuando respirando llenaban con sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis masa con qué fraguarlo, Ramiro y sus dos mujeres de carne y hueso. De continuo hablaba Gertrudis de ellos a sus hijos. «¡Mira que te está mirando tu madre!» o « ¡Mira que te ve tu padre!» Eran sus dos más frecuentes amonestaciones. Y los retratos de los que se fuéron presidían el hogar de los tres.
Los niños, sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino en las palabras de mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos directos del mayorcito, de Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los recuerdos de lo que de ellos oía contar a su tía. Sus padres eran ya para él una creación de esta.
Lo que más preocupaba a Gertrudis era evitar que entre ellos naciese la idea de una diferencia, de que había dos madres, de que no eran sino medio hermanos. Mas no podía evitarlo. Sufrió en un principio la tentación de decirles que las dos, Rosa y Manuela, eran, como ella misma, madres de todos ellos, pero vio la imposibilidad de mantener mucho tiempo el equívoco; y, sobre todo, el amor a la verdad, un amor en ella desenfrenado, le hizo rechazar tal tentación al punto.
Porque su amor a la verdad confundíase en ella con su amor a la pureza. Repugnábanle esas historietas corrientes con que se trata de engañar la inocencia de los niños, como la de decirles que los traen a este mundo desde París, donde los compran. «¡Buena gana de gastar el dinero en tonto!» , había dicho un niño que tenía varios hermanos y a quien le dijeron que a un amiguito suyo le iban a traer pronto un hermanito sus padres. «Buena gana de gastar mentiras en balde —se decía Gertrudis; añadiéndose—; toda mentira es, cuando menos, en balde.»
—Me han dicho que soy hijo de una criada de mi padre; que mi mamá fue criada de la mamá de mis hermanos.
Así fue diciendo un día a casa el hijo de Manuela. Y la tía Tula, con su voz más seria y delante de todos, le contestó:
—Aquí todos sois hermanos, todos sois hijos de un mismo padre y de una misma madre, que soy yo.
—¿Pues no dices, mamaíta, que hemos tenido otra madre?
—La tuvísteis, pero ahora la madre soy yo; ya lo sabéis. ¡Y que no se vuelva a hablar de eso!
Mas no lograba evitar el que se transparentara que sentía preferencias. Y eran por el mayor, el primogénito, Ramirín, al que engendró su padre cuando aún tuviera reciente en el corazón el cardenal del golpe que le produjo el haber tenido que escoger entre las dos hermanas, o mejor el haber tenido que aceptar de mandato de Gertrudis a Rosa, y por la pequeñuela, por Manolita, pálido y frágil botoncito de rosa que hacía temer lo hiciese ajarse un frío o un ardor tempranos.
De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oír que brotaba de un rincón de las entrañas de su espíritu —y al oírla se hacía, santiguándose, una cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse los oídos íntimos de aquella y de este—, de Ramirín decíale ese tentador susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en Gertrudis, que en Rosa. Y de Manolita, de la hija de la muerte de la hospiciana, se decía que sin su decisión de casar por segunda vez a Ramiro, sin aquél haberle obligado a redimir su pecado y a rescatar a la víctima de él, a la pobre Manuela, no viviría el pálido y frágil botoncito.