Authors: Miguel de Unamuno
—Y siempre nos da la misma cara..., esa cara tan triste y tan seria..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la oscurece del todo y otras veces parece una hoz...
—Sí —y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así—; siempre enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el otro lado..., cuál será su otra cara...
—Y eso añade a su misterio...
—Puede ser..., puede ser... Me explico que alguien anhele llegar a la luna..., ¡lo imposible!..., para ver cómo es por el otro lado..., para conocer y explorar su otra cara...
—La oscura...
—¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es luna llena de la otra parte...
—¿Para quién?
—¿Cómo para quién?
—Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?
—Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que hablemos estas tonterías?
—Pues bien, mira, Tula...
—¡Rosita!
Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna.
Cuando ella habló de volver ya a la ciudad apresuróse él a aceptarlo. Aquella temporada en el campo, entre la montaña y el mar, había sido estéril para sus propósitos. «Me he equivocado —se decía también él—; aquí está más segura que allí, que en casa; aquí parece embozarse en la montaña, en el bosque, y como si el mar le sirviese de escudo; aquí es tan intangible como la luna, y entretanto este aire de salina filtrado por entre rayos de sol enciende la sangre... y ella me parece aquí fuera de su ámbito y como si temiese algo; vive alerta y diríase que no duerme...» Y ella a su vez se decía: «No, la pureza no es del campo, la pureza es de celda, de claustro y de ciudad; la pureza se desarrolla entre gentes que se unen en mazorcas de viviendas para mejor aislarse; la ciudad es monasterio, convento de solitarios; aquí la tierra, sobre que casi se acuestan, las une y los animales son otras tantas serpientes del paraíso... ¡A la ciudad, a la ciudad!»
En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda. Y allí adormecería mejor a su cuñado. ¡Oh!, si pudiese decir de él —pensaba— lo que santa Teresa en una carta —Gertrudis leía mucho a santa Teresa— decía de su cuñado don Juan de Ovalle, marido de doña Juana de Ahumada. «Él es de condición en cosas muy aniñado...» ¿Cómo le aniñaría?
Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Alvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja —solía decirle— llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija ...» Y otras veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo ...» Y ella le contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pera ¿quién pone barreras al pensamiento?
Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?», se preguntaba.
No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre Álvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro, y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para mejor consagrarse a los hijos de Rosa.
—Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural —arguyó el buen padre de almas.
—Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo que haya acudido a usted también en busca de alianza...
—¡No, no, hija, no!
—Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que ustedes, los padres, se dedican a casamenteros...
—Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado, viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y mas natural, y hasta santo, que busque otra madre para sus hijos...
—¿Otra? ¡Ya la tiene!
—Sí; pero... y si esta se va...
—¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de carne y sangre si viviese...
—Y luego eso da que hablar..
—De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da...
—¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de desafiar la opinión pública...
—Y si así fuese, ¿qué?
—Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es otra...
—¿Cuál es la cuestión?
—La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le quiere usted, sí o no?
—¡Para marido..., no!
—Pero ¿le rechaza?
—¡Rechazarle..., no!
—Si cuando se dirigió a su hermana, la difunta, se hubiera dirigido a usted...
—¡Padre! ¡Padre! —y su voz gemía.
—Sí, por ahí hay que verlo...
—¡Padre; que eso no es pecado...!
—Pero ahora se trata de dirección espiritual, de tomar consejo... Y sí, es pecado, es acaso pecado... Tal vez hay aquí unos viejos celos...
—¡Padre!
—Hay que ahondar en ello. Acaso no le ha perdonado aún...
—Le he dicho, padre, que le quiero; pero no para marido. Le quiero como a un hermano, como a un más que hermano, como al padre de mis hijos, porque estos, sus hijos, lo son míos de lo más dentro mío, de todo mi corazón; pero para marido, no. Yo no puedo ocupar en su cama el sitio que ocupó mi hermana... Y sobre todo, yo no quiero, no debo darles madrastra a mis hijos...
—¿Madrastra?
—Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi corazón, les daré madrastra a estos, y más si llego a tener hijos de carne y de sangre con él. Esto, ahora ya..., ¡nunca!
—Ahora ya...
—Sí, ahora que ya tengo a los de mi corazón..., mis hijos...
—Pero piense en él, en su cuñado, en su situación...
—¿Que piense...?
—¡Sí! ¿Y no tiene compasión de él? ,
—Sí que la tengo. Y por eso le ayudo y le sostengo. Es como otro hijo mío.
—Le ayuda..., le sostiene...
—Sí, le ayudo y le sostengo a ser padre...
—A ser padre..., a ser padre... Pero él es un hombre...
—¡Y yo una mujer!
—Es débil...
—¿Soy yo fuerte?
—Más de lo debido.
—¿Más de lo debido? ¿Y lo de la mujer fuerte?
—Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido? ¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma...
—Pero si no le dejo solo...
—Sí, sí, le deja solo. Y creo que me comprende sin que se lo explique más claro...
—Sí, sí que se lo comprendo, pero no quiero comprenderlo. No está solo. ¡Quien está sola soy yo! Sola..., sola..., siempre sola...
—Pero ya sabe aquello de «más vale casarse que abrasarse...»
—Pero si no me abraso...
—¿No se queja de su soledad?
—No es soledad de abrasarse; no es esa soledad a que usted, padre, alude. No, no es esa. No me abraso...
—¿Y si se abrasa él?
—Que se refresque en el cuidado y amor de sus hijos.
—Bueno, pero ya me entiende...
—Demasiado.
—Y por si no, le diré más claro aún que su cuñado corre peligro, y que si cae en él, le cabrá culpa.
—¿A mí?
—¡Claro está!
—No lo veo tan claro... Como no soy hombre...
—Me dijo que uno de sus temores de casarse con su cuñado era el de tener hijos con él, ¿no es así?
—Sí, así es. Si tuviéramos hijos llegaría yo a ser, quieras o no, madrastra de los que me dejó mi hermana.
—Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos...
—Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo.
—Dar gracia a los casados... ¿Lo entiende?
—Apenas...
—Que vivan en gracia, libres de pecado...
—Ahora lo entiendo menos.
—Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad.
—¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué?
—Pero ¿por qué se pone así ...? ¿Por qué se altera ...?
—¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer?
—Los dos... La mujer.. y... y el hombre.
—¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada. ¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio... contra eso! No, me estimo en más...
—Pero si es que...
—No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me habría casado con él para tenerlos..., para tenerlos de él ...; pero ¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No!
—Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado...
—¿A mí? ¿Antes? ¿Cuando nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé la de usted ni usted sabe la mía.
Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar; tan doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente que nunca. «¡No, no me entiende —se decía—, no me entiende; hombre al fin! Pero ¿me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del armiño, que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a su compañero ...? No lo sé... no lo sé...»
Y de pronto observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba algún secreto, que andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de casa. Pero aquellas más largas ausencias del hogar no le engañaron. El secreto estaba en él, en el hogar. Y a fuerza de paciente astucia logró sorprender miradas de conocimiento íntimo entre Ramiro y la criada de servicio.
Era Manuela una hospiciana de diecinueve años, enfermiza y pálida, de un brillo febril en los ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas palabras, triste casi siempre. A ella, a Gertrudis, ante quien sin saber por qué temblaba, llamábale «señora». Ramiro quiso hacer que le llamase «señorita».
—No, llámame así, señora; nada de señorita...
En general parecía como que la criada le temiera, como avergonzada o amedrentada en su presencia. Y a los niños los evitaba y apenas si les dirigía la palabra. Ellos, por su parte, sentían una indiferencia, rayana en despego, hacia la Manuela. Y hasta alguna vez se burlaban de ella, por ciertas maneras de hablar, lo que la ponía de grana. «Lo extraño es —pensaba Gertrudis— que a pesar de todo no quiera irse... Tiene algo de gata esta mozuela.» Hasta que se percató de lo que podría haber escondido.
Un día logró sorprender a la pobre muchacha cuando salía del cuarto de Ramiro, del señorito —porque a este sí que le llamaba así— toda encendida y jadeante. Cruzáronse las miradas y la criada rindió la suya. Pero llegó otro en que el niño, Ramirín, se fue a su tía y le dijo:
—Dime, mamá Tula, ¿es Manuela también hermana nuestra?
—Ya te tengo dicho que todos los hombres y mujeres somos hermanos.
—Sí, pero como nosotros, los que vivimos juntos...
—No, porque aunque vive aquí esta no es su casa...
—¿Y cuál es su casa?
—¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso?
—Porque le he visto a papá que la estaba besando...
Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a Ramiro:
—Tenemos que hablar.
—Pero si aún faltan ocho meses...
—¿Ocho meses?
—¿No hace cuatro que me diste un año de plazo?
—No se trata de eso, hombre, sino de algo más serio.
A Ramiro se le paró el corazón y se puso pálido.
—¿Más serio?
—Más serio, sí. Se trata de tus hijos, de su buena crianza, y se trata de esa pobre hospiciana, de la que estoy segura que estás abusando.
—Y si así fuese, ¿quién tiene la culpa de eso?
—¿Y aún lo preguntas? ¿Aún querrás también culparme de ello?
—¡Claro que sí!
—Pues bien, Ramiro; se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán conmigo.
—Pero ¿estás loca, Gertrudis?
—Quien está loco eres tú.
—Pero qué querías...
—Nada, o yo o ella. O me voy, o echas a esa criadita de casa.
Siguióse un congojoso silencio.
—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar. ¿Adónde se va? ¿Al hospicio otra vez?
—A servir a otra casa.
—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar —y el hombre rompió a llorar.
—¡Pobre hombre! —murmuró ella poniéndole la mano sobre la suya—. Me das pena.
—Ahora, ¿eh?, ¿ahora?
—Sí; me das lástima... Estoy ya dispuesta a todo...
—¡Gertrudis! ¡Tula!
—Pero has dicho que no la puedes echar..
—Es verdad; no la puedo echar —y volvió a abatirse.