Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
—Mintieron —Travis miró aún más fijamente—. Aquí no hay medicinas. Tampoco va a venir el ejército por la mañana, ¿a qué no?
—Y tampoco estaba el tío Phil. El tío Phil estaba muerto —. Todo esto ha sido una trampa y hemos caído en ella.
—A ti nadie te ha preguntado, jovencito —dijo el señor Hoskiss—. Deja que te cuente una cosa: antes nos hacíamos llamar la Mayoría Silenciosa. Somos aquellos que juraron llevar unas vidas honestas, decentes y respetuosas con la ley. Pagábamos nuestros impuestos. Trabajábamos duro. Cumplíamos con nuestro deber. Nunca nos quejábamos, ni pedíamos del Estado nada que no fuese la libertad para llevar nuestras vidas con paz y tranquilidad. Pero durante mucho tiempo, hasta eso se nos negó. Durante años, nuestras vidas han estado mancilladas, arruinadas por las acciones antisociales de gentuza como tú. —Un dedo acusador golpeó a Travis en el pecho.
—Pero si no me conoce —protestó—. No saben nada de nosotros.
—Oh, vaya que sí. Vaya que si sabemos —aseveró el barbudo, con el beneplácito del público—. Sois todos iguales. Todos y cada uno de vosotros. Con vuestras sudaderas con capucha y vuestras gorras de béisbol y vuestra falta de modales y vuestro lenguaje grosero y vuestra horrible música alborotando y vuestro desprecio hacia todos y hacia todo lo que no sea vosotros mismos. Jóvenes. Jóvenes vagos e ignorantes. Gamberros, vándalos, hooligans, matones, hundiendo las vidas de gente respetable en la miseria, haciendo que la gente decente tenga miedo de pasear por la calle de noche, reduciendo a los ancianos a prisioneros en sus propias casas mientras rondáis en bandas de animales, vendiendo droga y sembrando la anarquía.
—Intenté sacar a un grupo de jóvenes malhechores como vosotros de mi jardín —dijo Daphne Spears amargamente—. Pero volvisteis y pisoteasteis mis parterres y aplastasteis mis begonias.
—Pero si no éramos nosotros —gritó Travis—. ¿Es que no lo entiende?
—Chutasteis una pelota contra mi coche —dijo un anciano—. Cuando protesté, me gritasteis palabrotas y echasteis a correr, pero más tarde, me destrozasteis las luces y las ventanas y me lo rayasteis con una llave.
—Rompisteis las ventanas de mi tienda. En cuanto las arreglé, me las volvisteis a romper…
—Estáis en una banda que ronda por la esquina de mi calle, bebiendo y gritando improperios toda la noche…
—Me agredisteis y me robasteis la pensión mientras volvía a casa desde la oficina de correos. Ahora no me atrevo a recogerla solo…
Travis gritó, intentando hacerse oír sobre el clamor.
—Esto es una locura. Estáis todos locos.
—¡No! —gritó el barbudo—. Estábamos locos cuando tolerábamos la tiranía de los adolescentes. Puede que estuviésemos locos por permitir que nuestros vecindarios se degradasen, por dejar que se hundiesen en la decadencia y la desesperación. Pero recordad, nadie nos ayudó. Ni nuestros mal llamados representantes ni las pusilánimes autoridades nos ayudaron, pues no les importábamos. Siempre estaban demasiado ocupados poniendo excusas para justificar a los monstruos que hundían nuestra calidad de vida, demasiado ocupados protegiendo los derechos de criminales y matones como para preocuparse por el sufrimiento de la Mayoría Silenciosa. Porque, por muy poco que aprendáis en el colegio hoy en día, los hooligans con vosotros siempre conocéis vuestros derechos. Ah, y pensar que llegué a creer que las cosas nunca cambiarían… —suspiró el señor Hoskiss—. Pero cambiaron. Han cambiado. La enfermedad ha llegado y la enfermedad nos ha devuelto la cordura.
—Pues la verdad —dijo Travis—, quién lo diría.
—Semejante iniquidad nos unió, nos ayudó a ver que debíamos reaccionar ante una injusticia tal que masacraba a aquellos que sabíamos comportarnos y llevábamos vidas sin tacha mientras perdonaba las vidas de gentuza como vosotros: los adolescentes, los alborotadores, los que robáis, blasfemáis y saqueáis. Bueno, pues puede que nos estemos muriendo, puede que nuestros valores y nuestro modo de vida estén tocando a su fin, pero antes de que hayan desaparecido, queremos pelear contra esa injusticia, restaurar el equilibrio, aunque sea un poco.
—¿A qué…? —preguntó Travis, temeroso de la respuesta—. ¿A qué se refiere?
—Ahora no hay buenos samaritanos para ayudaros —dijo el barbudo fingiendo tristeza en tono de burla—. Ahora no hay sociólogos y psicólogos dispuestos a perdonároslo todo, a poner excusas.
—¿Qué vais a hacer?
—Jovencito —dijo el señor Hoskiss—, vamos a haceros sufrir como hicimos sufrir a los demás.
—¿Los demás? —dijo Mel, aterrada antes la perspectiva—. ¿Ya habéis hecho esto antes?
—Oh, sí, hemos adquirido mucha práctica. Deberíamos haber empezado hace mucho tiempo.
—Entonces ¿dónde…? —Mel no estaba segura de querer saberlo.
—¿Donde están? —El barbudo miró hacia el techo—. Arriba, por supuesto. Cuando acabamos con ellos, los dejamos arriba. Hay espacio de sobra para más.
Aquello era más de lo que Simon podía soportar. Gritó y balbuceó incoherencias, entre las cuales se oían cosas como «no», «por favor» y «lo siento». Forcejeó con sus ataduras hasta tirar la silla de lado, desplomándose contra el suelo. Las cuerdas se aflojaron un poco, sin llegar a desatarse. Varios miembros serviciales de la Mayoría Silenciosa le colocaron como estaba y Nigel hasta le ajustó las gafas firmemente en la nariz.
—No vayas a rompértelas —le aconsejó—. Queremos que veas lo que va a pasar.
—Creo que ya ha habido bastantes explicaciones, señor presidente —dijo Daphne Spears—. Propongo llevar a cabo la votación.
—La señora Spears ha propuesto una votación —anunció el señor Hoskiss—. ¿Alguien la secunda? —El hombre al que le habían destrozado el coche asintió—. Muy bien: en ese caso, el nuevo comité electo del Club Conservador de Wayvale procederá a votar la cuestión que nos ocupa: ¿debemos hacer sufrir a estos jóvenes hooligans a nuestro cargo?
—Esperen. Esperen —imploró Travis, desesperado—. Escuchen. Entiendo sus emociones, su miedo…
—Este no se calla, señor presidente —observó Colin—. Quizá deberíamos sopesar la posibilidad de amordazar al próximo grupo.
Travis insistió, ignorando al hombre. Debía quedar un atisbo de razón en la mente embrutecida de aquellos adultos: solo tenía que llegar a él. Si no podía, Mel, Jessica, Simon y él iban a morir.
—Entiendo su resentimiento. La enfermedad no es justa, pero tampoco lo ha sido con nosotros: hemos perdido a nuestros padres, a nuestros seres queridos. Pero secuestrar a jóvenes y buscar este tipo de venganza no es el camino a seguir. Vale, había… hay jóvenes malos, no niego nada de lo que han dicho, ¿cómo podría? Pero también hay jóvenes buenos, jóvenes que creen en los mismos valores que ustedes, que quieren trabajar duro y hacer algo con sus vidas. No todos somos iguales.
—A mí me parecéis todos iguales —dijo la señora Spears con frialdad.
—Podemos ayudarlos del mismo modo que ustedes a nosotros. Tenemos que unirnos para crear, no para destruir. Si no lo hacemos, todos y cada uno de nosotros estaremos acabados. —Luego, hizo una última apelación—. Tenemos que ser mejores que esto.
La mirada de Travis se encontró con la del presidente, pero los ojos de Hoskiss eran tan fríos como el cristal.
—¿Qué vota el comité?
—Que sufran —gruñó la señora Daphne Spears.
—Que sufran —y Colin.
—Que sufran —y Nigel.
Y así todos los demás.
—Yo también voto que sufran —dijo el señor Hoskiss, en último lugar—. Así que tenemos una decisión unánime. Preparen el instrumental, por favor.
Acto seguido, sacaron de detrás del bar palos de billar (algunos de los cuales ya estaban partidos o astillados), una amplia gama de cubertería manchada de algo parecido a óxido, dos juegos de dardos desplumados y unas tijeras de podar.
—Dios mío, esto va en serio —dijo Mel, deseando que no fuese así—. Trav, esto va en serio.
—Lo sé, lo sé. —Tensó los músculos, pero no consiguió que las cuerdas cediesen. Por el rabillo del ojo vio una nota escrita con tiza que recordaba a los parroquianos que las fiestas con música de los años sesenta y setenta se celebraban los sábados por la tarde y los animaba a comprar sus entradas. Simon gemía débilmente. Jessica, por suerte, seguía en su mundo.
—¿Por quién empezamos, señora Spears? —preguntó el presidente con toda educación.
—¿Qué le parece la rubia? Quizá nuestras atenciones le devuelvan la voz.
—¡No os atreváis a tocarla! —bramó Travis, impulsándose hacia delante—. Como la toquéis, os…
—¿Qué harás, jovencito? —se rio la señora Spears.
Entonces, oyeron el rugido de un potente motor procedente de la calle. Aproximándose. Más de una docena de pares de ojos miraron hacia la ventana. El armazón metálico de un Land Rover la atravesó, reduciéndola a añicos, rociando el interior del bar con cristales y derribando la mitad de la pared. Parecía que el vehículo no tenía conductor, pero no era difícil adivinar quiénes serían sus dueños.
Quizá fuesen aquellos cuyas voces bombardearon el aire con gritos beligerantes y entusiastas, quienes entraron en tromba por la entrada principal golpeando al vigilante con palos y porras, quienes llegaron hasta el bar desde la entrada trasera blandiendo armas primitivas pero letales, apareciendo y desapareciendo de la luz de las lámparas como alucinaciones. Hombre y mujeres. Tatuados. Con pendientes. Con el pelo de punta, chaquetas con pinchos, vaqueros rotos y camisetas con eslóganes obscenos. Chicos de la edad de los cautivos, pero libres para hacer su voluntad.
La peor pesadilla de la Mayoría Silenciosa.
Parecía que la reunión había terminado. Los adultos se dispersaron en cuanto aparecieron los invasores: ninguno de ellos se planteó siquiera ofrecer resistencia. Superados en número y, por así decirlo, en armamento, no hubiese supuesto mucha diferencia. Corrieron hacia las puertas y los miembros sanos arrastraron y acarrearon a los más enfermos. El señor Hoskiss fue golpeado varias veces en la cabeza y los hombros y a la señora Spears le propinaron varios azotes en el culo para animarla a avanzar, pues los adolescentes se conformaban con dejar huir a los adultos mientras les lanzaban burlas e insultos como si fuesen piedras. Al cabo de un rato, los saqueadores se jactaban, exultantes, de su control absoluto sobre el que antes había sido el Club Conservador de Wayvale.
Entonces, volvieron su atención a los prisioneros.
—Liberadlos —ordenó uno de los chicos. Era alto, fornido, de unos diecisiete años y vestido según los cánones de la época dorada del punk rock. Podría haber formado parte de los Sex Pistols: su pelo rubio estaba peinado en punta, como el borde serrado de una botella rota, y en su cara estaba dibujada una permanente mueca de desdén. Tenía la letra «B» tatuada en la frente, la misma letra que tenía grabada en las mejillas. Travis supuso que se trataría del líder de sus liberadores.
Desde luego, sus compañeros le obedecieron. Una chica con rastas cortó rápidamente las ataduras de Travis con un cuchillo. A su izquierda, un chico, tan cubierto de piercings que parecía llevar una cota de malla encima, le hizo el mismo favor a Simon.
—Parece que os debemos una —dijo Travis, precavido. Si bien agradecía la llegada de sus rescatadores, parte de él comprendía la actitud de los adultos—. Una bien grande.
—Ya te digo que me la debéis —dijo el punki.
—Iban a matarnos. —Mel sonaba más ofendida que asustada—. Quiero decir, en serio… eran la clase de gente a la que ves cuidando el jardín las tardes de verano. Es increíble. Deberíais perseguirlos y darles algo de su propia medicina.
—No hemos venido a por ellos —dijo el punki, encogiéndose de hombros—. Los vejestorios ya no son nada. Hemos venido a por vosotros.
Aunque Travis se vio libre de sus ataduras, sintió otras, invisibles, estrechándose en torno a él.
—Me llamo Travis —dijo, poniéndose en pie—. Travis Naughton. Estos son Mel, Jessica y Simon.
—Bufón —dijo el punki—. Y esta es mi gente.
Y que lo digas, pensó Travis cuando la chica de las rastas se enroscó al cuerpo de Bufón después de haber liberado a Mel. Algunos más que otros.
—Bueno, pues gracias por la ayuda.
—Esos chalados nos dijeron que no éramos los primeros —añadió Mel, incorporándose—. Dijeron que sus víctimas… o lo que queda de ellas… están ahí arriba. Puede… que aún quede alguien vivo.
—Garth —ordenó Bufón. Un miembro de su banda con el pelo engominado y cara de roedor se fue a investigar, obediente.
—¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —preguntó Travis.
—Los teníamos vigilados. Como en la guerra. Llevamos bastante tiempo echándole el ojo a este sitio, esperando a reunir una fuerza suficiente como para entrar en acción y tomarlo. Los adultos ya no tienen derecho a estar aquí. —Los ojos de Bufón brillaron como cuchillos reflejando la luz—. Ahora, esta parte de la ciudad nos pertenece.
A Travis le vino a la cabeza aquello de ir de mal en peor.
—¿Qué le pasa a la rubita? —dijo el chico que liberaba a Jessica.
—Nada —dijo Mel mientras abrazaba a su amiga y la ayudaba a levantarse—. Se va a poner bien.
—Pues a mí me parece que ha hecho un viaje solo de ida al mundo de los sueños —observó el chico—. Esta no nos va a servir de mucho, B.
Bufón reflexionó un instante.
—Nos la llevaremos de todos modos.
—¿Qué? —gimoteó Simon. Visto con perspectiva, quizá hubiese preferido la compañía de los adultos. Por lo menos parecían normales y llamándose Colin, Nigel y Daphne, era imposible que fuesen en serio con lo de hacerles daño—. ¿Vamos a ir a alguna parte?
—Ya sabes que sí, Simon —dijo Travis sin inmutarse—. Vamos a Willowstock, a casa de mis abuelos, que son los que nos van a ayudar cuando lleguemos allí. —Se aseguró de que lo oyesen tanto Bufón como Simon—. Y muchas gracias de nuevo por llegar justo a tiempo, pero tenemos que alejarnos al máximo de la ciudad para el amanecer, así que tenemos que darnos prisa.
—Me da que no —dijo Bufón.
—¿Perdón?
—Te estás precipitando. No tengas tanta prisa después de haber pasado por semejante trago. No es conveniente actuar precipitadamente con tanto estrés encima, ¿no te parece? Ven con nosotros. No os vais a creer dónde estamos viviendo. Descansad, comed algo caliente. Relajaos.
—Gracias, pero…
—Travis, colega, insisto. —El grupo de Travis era una minoría, más pequeña aún que el de los adultos—. Además, tengo una propuesta que haceros…