Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
Nadie se opuso al plan de Travis, sobre todo en lo referente a salir de la ciudad: el nuboso cielo de Wayvale estaba iluminado por los destellos de incontables fuegos. De vez en cuando, el grupo oía gritos o alaridos, cristales rotos o ruedas chirriantes… sonidos inquietantes, violentos. Aullidos de perros cuyos ladridos habían adquirido un nuevo cariz, más feroz y salvaje. De vez en cuando veían el débil brillo de una farola lejana, varias de las cuales aún llevaban a cabo se cometido con impasibilidad mientras siluetas esquivas rondaban a su alrededor como ladrones.
Travis pensó en Joe Drake y Simon en Richie Coker, y ambos aceleraron la marcha por instinto. Aunque Mel se esforzaba por llevar a Jessica al paso de los chicos, era como conducir a una persona ciega, por lo que enseguida se quedaron atrás.
—¡Travis, espera! —protestó Mel con una mezcla de desesperación y reproche—. ¿Qué ha pasado con lo de «si tenemos que ir más despacio, iremos más despacio»?
Travis vaciló.
—Tenemos que darnos prisa —le apremió Simon al oído.
—Lo que tenemos que hacer es permanecer unidos —replicó—. De acuerdo, Mel.
Travis retrocedió hasta alcanzar a las chicas. Simon frunció el ceño antes de seguirle a regañadientes. Su aguzado sentido de la autoconservación le advertía que retrasarse suponía un peligro, pero ahora era parte del grupo. Por primera vez en su vida, tenía la oportunidad de formar parte de algo. Debía aprender a tener en cuenta a los demás.
Mel había detenido a Jessica. Esta respiraba más rápido de lo habitual, pero, por lo demás, no parecía en absoluto consciente ni de dónde estaba no de qué estaba haciendo.
—Creo que esto va a ser más difícil de lo que pensamos —admitió Mel.
—No estarás sugiriendo…
—No, Travis, por supuesto que no —dijo a la vez que le lanzaba una mirada encendida—. Solo era una observación. Pero puesto a sugerir, quizá sería buen momento para reconsiderar nuestras opciones de transporte.
—¿Te refieres a robar un coche? —adivinó Simon.
—No creo que podamos. —Travis descartó la idea—. No tengo llaves y no sé hacer un puente. Pero supongo que podríamos utilizar el coche de mi madre. Podría intentar conducirlo. Quiero decir, sé más o menos cómo se hace.
—Es cuestión de direcciones, marchas y cómo usar el embrague. Si los idiotas que se pasan la tarde haciendo trompos en el polígono industrial pueden conducir sin matarse —dijo Mel—, deberíamos apañarnos.
—Pero Travis —apuntó Simon, preocupado—, ¿vamos a volver?
—No lo sé. —De pronto, Travis se dio cuenta de que tanto Simon como Mel lo estaban observando, a la espera de que tomase una decisión— No lo sé.
De pronto, ocurrió algo. Oyeron el motor de un vehículo. Las luces de un coche barrieron la calle en la que se encontraban, revelando la presencia de los adolescentes con su brillo. Todos, salvo Jessica, se taparon los ojos y dieron la vuelta (Mel llevó a su amiga consigo).
—¡Esperad! ¡No corráis! —dijo una voz desde la ventanilla abierta del vehículo—. Queremos ayudaros. —Era la voz de una mujer.
—Travis—dijo Simon, invadido por un alivio—, ¡son adultos!
Un monovolumen verde oscuro de detuvo cerca de ellos: era la clase de vehículo con el que unos padres llevarían a sus hijos al colegio o de excursión. La mujer que les pidió que se detuviesen se bajó del automóvil. Era una señora de mediana edad, con gafas, con aspecto de tener una huerta y de ir a misa todos los domingos. El conductor y otro pasajero se quedaron dentro. Tenían la misma edad y el mismo aspecto respetable, pero estos eras hombres. Los tres sonreían a los adolescentes.
—Qué suerte… qué suerte tenemos de haberos encontrado —dijo la mujer, encantada—. Me llamo Daphne. El que conduce es Colin y el otro, Nigel. Os hemos estado buscando.
—¿A nosotros? —Travis estaba perplejo.
—A pobres niños como vosotros. Hemos estado dando vueltas buscándolos: algunos huían, pero hemos pedido ayudar a otros. ¿Habéis perdido a vuestros padres?
—Si se refiere a que están muertos —contestó Mel con amargura—, entonces sí.
—Oh, pobrecitos —se lamentó la mujer—. Pobres huerfanitos…
—Son los primeros adultos que encontramos desde hace tiempo—dijo Travis—. Tiene… ¿tienen la enfermedad?
—Todavía no, por suerte… y puede que no la tengamos nunca.
—¿Quieren decir que hay una cura?
—Trav, ha dicho que pueden ayudarnos —Le recordó Simon, animado—. ¿No es así, Daphne? Por cierto, yo soy Simon. Ha dicho que pueden ayudarnos.
—Así es, Simon—dijo la mujer con una sonrisa—. Podemos ayudaros.
—¿Cómo? —preguntó Mel, arisca.
—Somos un grupo, un grupito de adultos sanos. Nos hemos reunido en el Club Conservador. Tenemos una radio operativa y hemos estado recibiendo transmisiones de las autoridades. Han desarrollado medicinas, tratamientos para la enfermedad, y han movilizado a lo que queda del ejército. Hemos conseguido ponernos en contacto con las autoridades locales y van a empezar a evacuarnos por la mañana. ¡Por la mañana!
—Travis—dijo Simon, exultante—, todo va a salir bien.
—Por eso estamos recorriendo las calles, buscando a chicos que se nos quieran unir para venir con nosotros y esperar al ejército. ¡Rápido, no hay tiempo que perder! —dijo mientras abría la puerta del vehículo—, ¡Subid!
Simon ya estaba de camino. Por algún motivo, Travis se acordó de una película infantil que vio hace años: Chitty Chitty Bang Bang. El atrapaniños. «Piruletas, maravillosas piruletas, y gratis. » Y la esperanza era aún más seductora que los dulces.
—Simon —dijo súbitamente—. Espera.
—¿Ocurre algo? —preguntó la mujer.
—Trav—dijo Mel—. Cuando llegue el ejército, quizá pueden ayudar a Jessica a recuperarse.
—¿La bella Jessica está traumatizada? No se la puede culpar. Pero sí, cielo, estoy segura de que los médicos la dejarán como nueva.
—Venga—le apremió Mel pero Travis se mantuvo en sus trece.
—En nuestro pequeño grupo tenemos un policía —reveló la mujer—. En el club. So lo que os preocupa es venir con nosotros…
—Mi padre era policía. ¿Cómo se llama ese agente?
—Pues… no me acuerdo de cómo se llama exactamente —suspiró la mujer—. Le he conocido hace unas horas. Creo…
—¿Se apellida Peck? —preguntó Mel. Se moría de ganas de meter a Jessica en el monovolumen.
—Creo que sí —recordó la mujer, alegremente.
—¡Tu tío Phil, Trav! —dijo Mel, jubilosa—. ¡Está vivo!
—Sí, eso es: Phil Peck. Ese es su nombre. ¿Es tu tío, Travis?
—Es un amigo de la familia. —¿Por qué se molestaba en repasar los detalles biográficos? La situación se estaba volviendo surrealista, irreal. Pero si el tío Phil estaba vivo… Dios, quería creerlo con toda su alma. Quería tener algo a lo que aferrarse. Alguien que aún conservase un vínculo con su propio pasado. Y gratis.
—Venga, Trav —dijo Mel sin dejar de acompañar a Jessica, siguiendo a Simon.
—Vale, vale. —Y Travis se subió al monovolumen. ¿Por qué no? Sus vagas sospechas eran ridículas, fruto de la paranoia. Tenían que serlo.
Daphne, Colin y Nigel eran miembros respetables de la comunidad, era evidente con solo mirarles. Sus amigos y él iban a ser conducidos al Club Conservador, donde nunca ocurría nada más peligros que una partida de dardos o un debate sobre política económica del gobierno. Las autoridades estaban de camino. El tío Phil le esperaba.
—Todos a bordo —rio la mujer.
Y cerró la puerta de golpe.
El Club Conservador de Wayvale se encontraba en un edificio georgiano que había sobrevivido, inmaculado, a dos siglos de agitación social y cambios. Y, por lo que parecía, también había resistido a la enfermedad. Las grandes y elegantes ventanas y el pórtico de la entrada parecían ajenos a los acontecimientos que azotaban a la comunidad. En su interior titilaban los destellos de varias luces, la única fuente de iluminación de una calle completamente a oscuras.
Tras bajarse del monovolumen, Travis creyó ver de reojo unas siluetas oscuras rondando por la noche. Pero, al igual que las persistentes dudas que merodeaban por su mente, no pudo corroborarlas.
—Pasad —dijo Daphne, apremiándolos—. Venga, deprisa.
Colin aporreó la puerta y dijo su nombre en voz alta. La puerta se abrió. Condujeron a los adolescentes al interior.
El interior del bar estaba iluminado por varias lámparas de gas y parafina colocadas sobre las mesas y la propia barra. Nadie bebía. Las ocho o nueve personas que allí se encontraban, todos adultos, languidecían sobre los taburetes y las sillas, como refugiados con el alma hecha pedazos después de vivir insoportables experiencias. Sin embargo, cuando vieron a los recién llegados, al ver a aquellos jóvenes, su estado de ánimo cambió. Radicalmente. De pronto, sus ojos brillaron de júbilo. Sus mustios labios pasaron a reflejar una grata expectación. Súbitamente, se pusieron en pie; aquellos que podían, ya que varios de ellos padecían un avanzado estado de la enfermedad y eran incapaces de moverse.
Travis echó un vistazo a los parroquianos del bar. El tío Phil no estaba entre ellos.
La sonrisa que había iluminado el rostro de Simon hasta entonces pareció congelarse. Mel miró tras de sí: Colin y Nigel estaban bloqueando la salida.
—Ha encontrado a más. Ha encontrado a más —dijo un cuarentón barbudo, con los primeros síntomas de la enfermedad dibujándose en sus mejillas, mientras se acercaba hacia los adolescentes para estudiarlos con un brío perturbador—. Bien hecho, señora Spears.
—Trav… —Mel soñaba nerviosa.
—Um… hola. Hemos venido porque nos han dicho que aquí había un policía —dijo Travis. Sus palabras despertaron risas nerviosas entre los adultos… que los tenían rodeados—. Nos dijeron que estaban ustedes en contacto con las autoridades. —Los ojos de los adultos transmitían un mensaje muy distinto. El barbudo negó con la cabeza y sonrió—. Se suponía que mi tío Phil debía estar aquí —dijo Travis.
—Pues no está —dijo el barbudo—. Pero te ha dejado un mensaje.
Por segunda vez aquel día, Travis no vio venir el puñetazo.
Y perdió el conocimiento. Quizá se golpeó la cabeza contra la barra o el suelo al caer. Debía de estar inconsciente, soñando o algo así, porque de repente, estaba sentado en el sofá con su padre, que llevaba puesto el uniforme y tenía la pechera cubierta de sangre coagulada. Incluso con aquel aspecto, Travis se alegró de verle.
—Has vuelto —le dijo.
—No puedes volver atrás, Travis —le contestó su padre—. Lo que pierdes una vez se pierde para siempre. No puedes recuperarlo. Tienes que seguir adelante. Tienes que continuar.
—Pero ¿y si no puedo? Es muy difícil —dijo Travis.
—Tienes que hacerlo o te perderás —respondió su padre—. Sigue adelante, Travis. Sigue adelante.
Entonces, un fuerte dolor en la cabeza le arrastró de vuelta a la realidad.
—Travis. Travis. —Era la voz de Mel, que sonaba aterrada.
—Ya está de vuelta. —El barbudo.
—Tranquila, Mel. Estoy… bien. —Relativamente.
Seguían en el bar. Estaban atados a unas sillas, dispuestos en fila y con la espalda pegada a la pared. Mel, Jessica y Simon estaban a la izquierda de Travis. Sus bolsas estaban reunidas en un montón cercano, aunque tampoco parecía que los adolescentes fuesen a necesitarlas en aquella situación. Los adultos se cernían sobre los cautivos relamiéndose y frotándose las manos. Había un hambre malsana reflejada en sus rostros, rostros que hacía una semana hubiesen pasado por los de agentes de bolsa, empleados de banca y esposas de políticos, rostros que encarnaban la respetabilidad y la rectitud moral, corruptos ahora por unos males mucho más primitivos que la enfermedad. Por el odio. Por la maldad. Por la envidia. Por el miedo.
No parecía probable que el Club Conservador de Wayvale hubiese acogido escenas similares muy a menudo en su larga historia.
Travis forcejeó por liberarse de sus ataduras, pero supo al instante que no sería capaz de deshacerlas. Necesitaría un cuchillo para ello.
—Nigel era monitor de los boy scouts —dijo el barbudo—, cuando aún había jóvenes con la decencia y la disciplina para querer ser scouts. Sabe muy bien cómo hacer un nudo, así que yo que vosotros no malgastaría fuerzas.
—¿Qué demonios pasa aquí? —Travis intentó disfrazar su miedo de rabia—. ¿Por qué estáis…? ¿Quiénes sois?
—Dejad que Jessica se marche, por lo menos —rogó Mel—. Da igual lo que nos hagáis a nosotros… ¿no veis que no está bien?
Jessica, pese a estar atada del mismo modo que el resto, se mostraba igual de pasiva que cuando era libre.
—Por favor. No hemos hecho nada. Por favor —gimió Simon a todo volumen, desgañitándose—. Suéltennos. Haré lo que sea…
—¡Silencio! —ordenó el barbudo—. Tanta cháchara sin sentido… típica de los adolescentes de hoy en día. Cuánta palabrería para decir tan poco. ¿No está de acuerdo, señora Spears?
—Siempre podemos cortarles las lenguas, señor Hoskiss —sugirió Daphne Spears—. He traído mis tijeras de cocina y las de jardín.
—Quizá… más tarde —sopesó el barbudo—. Recuerde, tenemos que votar.
—Miren, miren —dijo Travis—. No sé quiénes creen que somos o qué creen que están haciendo, pero todo esto no es necesario. Si creen que somos una amenaza, pues no, no lo somos. Desátennos y nos marcharemos de aquí: ni siquiera miraremos atrás.
—¿Que os dejemos marchar? —preguntó el barbudo—. ¿Después de lo mucho que les ha costado a la señora Spears, a Colin y a Nigel traeros aquí? No, no lo creo.