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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (10 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—Le dije que ni te lo mencionase. Me dijo que no lo haría. —Travis sintió que sus puños se cerraban.

—Pero no puedes confiar en mi padre, ¿no lo sabías? —Mel se rio de la inocencia del chico. No fue un sonido agradable—. Y ahora tampoco puedo confiar en ti. Gracias Trav.

—Puedes confiar en mí.

—¿En quién? ¿En mi novio, el paladín resabido y metomentodo? Porque que eso fue lo que te llamó mi padre. Y te digo una cosa, acertó tres de cuatro. Y eso fue antes de que empezase a ridiculizarme por hacer que luche mis batallas por mí, por ser una niñata patética y llorona. Pero lo dije, y se lo deje bien claro, que a Mel Patrick no le hace falta Travis Naughton para defenderse. Puedo defenderme sola. No necesito a Travis Naughton para nada.

—Mel, no tienes que ser así. Sé que te prometí…

—Sí, Trav —le acusó Mel, con amargura—. Me lo prometiste.

—Pero no podía quedarme de brazos cruzados sin hacer nada. Si no haces nada, los matones ganan, los malos ganan. —Aquellas viejas convicciones le daban a Travis la pasión para justificar sus actos. Siempre le habían dado fuerza—. Entiendo por qué estás enfadada conmigo, pero tu padre tenía que enterarse de que alguien lo sabía. Había que advertírselo. No tenía otra opción, Mel. Era lo correcto.

—¿Sí? —Mel negó con la cabeza, bamboleando sus mechones negros—. Pues entonces, Travis, espero que lo correcto y tú os lo paséis muy bien juntos. Sin mí. —dio media vuelta.

—Mel…

Pero ya se estaba alejando.

* * *

—¿Estáis de broma? —el sargento escudriño con incredulidad a Fresno y Tilo, que se encontraban al otro lado de la mesa.

No es ninguna broma, pensó la chica de pelo enmarañado. Solo una pérdida de tiempo. El sargento no los creía.

—Decís que queréis informar de un asalto… —su mirada viajaba de los adolescentes que estaban sentados ante él a sus respectivos padres, que se encontraban tras ellos. Roble, que parecía Robinson Crusoe recién sacado de una isla desierta; Marjal, con su pelo rubio rojizo trenzado en rastas, su pecosa carne cubierta de piercings y su ropa desteñida por el uso, parecía haber confundido la modesta comisaría de
Fordham
con
Glastonbury
[5]
—. Decís que queréis informar de un asalto, ¿y me venís con esto?

Tilo detectó en los ojos del policía el mismo rechazo (hostilidad, casi) que ella y los Hijos de la Naturaleza estaban acostumbrados a percibir cada vez que abandonaban el asentamiento para aventurarse entre la población civilizada. En los muchos colegios a los que asistió siempre oía que no se debe juzgar a alguien por su aspecto. Pero era exactamente lo que la gente hacía.

El sargento no los creía.

—Los jóvenes le han dicho lo que nos contaron ayer, sargento —dijo Roble—. Eso fue lo que ocurrió.

—Eso es lo que dicen que ocurrió —replicó el policía—. Pero, por lo que tengo entendido, ninguno de ustedes estaba presente durante el supuesto… incidente. ¿Correcto?

—Mi Tilo es una buena chica —aseguró la madre—. Nunca miente.

—Sargento —dijo Roble—, uno no tiene por qué presenciar un suceso personalmente si ya lo ha visto alguien digno de confianza.

Tilo sonrió para sí. Por primera vez en aquellos días, su madre daba la cara por ella. Y Roble podía ser tan como decía Fresno, pero al menos confiaba en los suyos: no cuestionó su historia del soldado ni lo más mínimo y ni siquiera había reaccionado con asombro o sorpresa. Quizá esperaba brotes de paranoia, suicidios irracionales o misteriosas operaciones militares por parte de los materialistas, como llamaba a aquellos que rechazaban llevar una vida en armonía con la naturaleza. Roble podría haber ignorado del todo aquel suceso pero, como Tilo se encargó de recordar, cabía la posibilidad de que los soldados enmascarados regresasen. Por lo tanto, aquella mañana temprano se dirigieron a Fordham, el pueblo con comisaría más cercano, para informar del suceso.

Acabó siendo una completa pérdida de tiempo, como vaticinó Tilo.

—El principio, señor Roble… —empezó el sargento.

—Roble está bien —dijo el hombre.

—Sí. En principio, señor lo que dice es cierto, pero los detalles de la historia de estos jóvenes son… bueno, para ser honesto, son increíbles.

—Lo son —aseveró Roble—. Pero que sean increíbles no quiere decir que no sean ciertos.

El sargento chasqueó la lengua, desesperado, como si prefiriese estar atendiendo a ciudadanos buenos, honestos, decentes, que pagasen sus impuestos y que, por lo tanto, tuviesen derecho a que la policía les dedicase parte de su valioso tiempo. Estos hippies…

—Pero eso de los soldados enmascarados… no hay una sola base militar permanente a cientos de kilómetros del bosque de Willowstock. Ni siquiera hay un campamento, y tampoco se nos ha informado de que hubiese maniobras. Incluso si lo que han visto los jóvenes fuese unos juegos de guerra, se nos hubiese notificado previamente.

—Aquello no era un juego —dijo Tilo, inclinándose hacia delante—. Un hombre se pegó un tiro, se suicidó. No era un efecto especial. Había sangre por todas partes.

—Comprendo —dijo el sargento, aunque más bien sonaba como todo lo contrario—. Un joven soldado aparece en el bosque y apenas dice una sola cosa con sentido, aparte de que «ya viene». ¿El qué, me pregunto?

—No lo sé —dijo Tilo—. Se disparó antes de que nos lo pudiese contar. Pero, si tenemos en cuenta que fue eso lo que le llevó a suicidarse, no creo que se refiriese a la Navidad ¿no cree?

—Tilo —la advirtió Marjal.

—Señorita —protestó el sargento—, no hace falta que sea sarcástica. —¿Y por qué no se pone manos a la obra, entonces? —preguntó Tilo—. Ya le hemos dicho lo que ocurrió para que pueda hacer algo al respecto… no sé, enviar a alguien al bosque, buscar pistas, descubrir quiénes eran esos tíos.

—Me temo que es cuestión de prioridades —dijo el sargento, con tono rutinario—. Ignoro a qué se refería su supuesto soldado suicida con su supuesta advertencia, pero lo que sé que viene con toda certeza es la enfermedad que es el motivo por el que la policía de Fordham y del distrito está operando con un personal mínimo. Y es el motivo por el que mis agentes y yo no tenemos tiempo para andar perdiendo el tiempo peinando el bosque solo porque así lo dicen unos y perdón si sueno grosero, testigos poco fiables.

—Lo sabía —dijo Tilo molesta—. Si viviésemos en un adosado mono al otro lado de la calle nos creería, ¿a que sí? Si fuésemos convencionales, si fuésemos conformistas. Entonces sí nos tomaría en serio.

—Tilo, no conseguiremos nada enfadándonos —la aconsejó Roble, calmado.

Era posible que no, pero a Tilo no le importaba.

—¿Qué se cree, que estábamos fumando hierba o alucinando? Porque eso es lo que hacen los bichos raro como nosotros, ¿verdad? Fumar hierba todo el día.

Sin embargo, su ira no inmutó al sargento. De hecho parecía sonreír, como si esperase esa reacción y se sintiese satisfecho de haber visto su expectativa cumplida.

—Gracias por informarme de este suceso —dijo—. Lo investigaremos cuando contemos con el personal adecuado. Buenos adiós.

—Tilo —dijo su madre cuando los cuatro Hijos de la Naturaleza hubieron abandonado el edificio— estoy orgullosa de ti. Has dicho lo que todos estábamos pensando, ¿verdad que sí, Roble? Ese policía tenía prejuicios contra nosotros desde el principio, como todo el sistema.

Roble estudio el cemento que se extendía bajo sus pies, como si lo estuviese juzgando.

—Volvamos al asentamiento —dijo.

—Por ahora, ¿eh? —le susurró Fresno a Tilo al oído.

No obstante, la experiencia de la comisaría le había hecho preguntarse sí, después de todo, el gran y vasto mundo no resultaba ser mucho mejor que los limitados horizontes de los Hijos de la Naturaleza. Su rabia se enfrió hasta convertirse en una especie de miedo. ¿Y si el sargento había dado, de forma accidental, con la verdad? ¿Y si aquel soldado muerto de miedo se refería a aquella nueva gripe, a la enfermedad? Pensó en sus perseguidores, enmascarados como si quisiesen protegerse de un gas mortal… o de un ataque biológico más sutil pero igualmente letal.

¿Y si lo que se avecinaba era la enfermedad?

* * *

Simon Satchwell caminaba intentando pasar inadvertido por los pasillos del colegio de educación secundaria de Wayvale, preguntándose por qué se había molestado en ir a clase aquel día. Lo cierto es que eso mismo se preguntaba todos los días. Para Simon Satchwell, ir a clase era como aterrizar tras las líneas enemigas durante una guerra y tener que pasar desapercibido y sin llamar la atención para regresar a casa con vida. Aunque tenía mucha práctica, la tasa de supervivencia de Simon no era buena: le pillaban casi todos los días y sufría por ello. Los matones daban con el continuamente.

Así que, ¿por qué se exponía al tormento y la humillación con tanta regularidad teniendo la opción de vagar por el centro comercial Marlin con el resto de los que hacían pellas? Lo hacía por sus abuelos. Si se saltaba las clases las autoridades darían con él, tan seguro como Richie Coker le quitaría hasta el último céntimo. La encargada de asistencia podía no dar con nadie, pero a él siempre lo encontraba. Simon Satchwell no tenía un sitio en el que esconderse. Y entonces ella les contaría a sus abuelos que no había ido a clase cuando debía, y por qué. Y se vendrían abajo. Les rompería el corazón enterarse del acoso y la soledad que sufría. Precisamente por eso les dijo lo bien que so lo había pasado en la fiesta de Jessica y cómo había bailado con esa chica tan maja, Cheryl Stone. Simon apenas tenía algún control sobre su vida, pero por lo menos tenía lo bastante como para ocultarles la terrible verdad. Prefería sufrir él que hacer sufrir a sus abuelos.

Resulta irónico que fuesen ellos los que, inadvertidamente, dieron comienzo a toda aquella situación, ¿no es así? Hace muchos años. Simon pasó a vivir con sus abuelos después de que sus padres muriesen en un accidente en la carretera. Por aquel entonces tenía cuatro años, así que apenas se acordaba. Sus abuelos lo acogieron encantados de la vida e hicieron todo lo que estaba en sus manos por él, y Simon lo sabía. Pero su idea de cómo debían vestir los niños en su primer día de clase (y los siguientes, todo sea dicho) no encajaba con la de los padres treinta años más jóvenes. Estaba, por así decirlo, un poco anticuada. Así que Simon destacó desde el principio, y no en el buen sentido de la palabra.

También estaban las gafas, claro, del modelo típico de los años treinta. Y, por aquel entonces, Simon se echaba a llorar con frecuencia al ver a las madres dejando a sus hijos en la puerta del colegio, yéndolos a buscar al final del día, sabiendo que su madre no estaba en condiciones de proporcionarle esas atenciones. Y los ocasionales incidentes tipo «no voy a llegar al baño a tiempo» tampoco contribuían, que se diga. Y los niños, al no conocerlo personalmente, tampoco conocían su tragedia: el colegio era una vasta y abrumadora experiencia para todos, una aterradora novedad, así que ocultaban sus inseguridades yendo a por aquel que llevaba aquella situación aún peor que ellos. Y convirtiendo su vida en un infierno.

Con el tiempo, acabó siendo como el fumador. Un hábito difícil de dejar. Simon confiaba, más o menos, en que aquel día sería distinto debido a la enfermedad, o como la llamase la gente. Quizá obligase a algunos chicos a quedarse en casa. O incluso mejor, quizá la hubiesen cogido Richie Coker y sus matones. Eso sí que sería motivo de celebración. Sobre todo si se los llevaba por delante.

Sin embargo, sus esperanzas fueron rápidamente reemplazadas por la decepción (la historia de su vida). Coker seguía allí, contoneándose por el lugar como si fuese de su propiedad, como siempre. El pelo erizado y moreno, como un cepillo (visible al tener prohibido llevar puesta su gorra de beisbol), la prominente mandíbula y la piel insalubre, cubierta de acné como si se tratase de un tarta mal decorada, los ojos claros, crueles, despiadados. Faltaba un montón de chicos, pero ninguna de aquellas ausencias favorecía a Simon. Lo que era peor, también faltaba un montón de profesores, lo que implicaba una menor protección, sobre todo en los descansos y el almuerzo. Los descansos y almuerzos eran los peores momentos, cuando los docentes daban la espalda como si nada a las víctimas de acoso, ajenos tras las puertas de la sala de profesores a lo que ocurría fuera, abandonando a los débiles a su suerte y dando a los fuertes carta blanca para hacer lo que les viniese en gana.

Simon se escondió durante los descansos en un armario que por suerte estaba abierto. No tuvo tanta suerte durante el almuerzo.

—Pero si es mi viejo amigo Simon. —Coker y su pandilla bloquearon la puerta de la clase antes de que pudiese ir. Simon retrocedió hasta chocar contra un pupitre. Hasta el mobiliario jugaba en su contra—. Cuidado por dónde vas, Simoncete —dijo Richie Coker en tono de burla.

—Claro, Richie. Me alegro de verte, pero si… si me dejas pasar… tengo que… necesito… —Simon intentó moverse hacia cualquiera de los lados del infranqueable matón, con la mirada clavada en la puerta como si, teniendo el cielo al alcance de la vista, estuviese siendo arrastrado al infierno.

—Parece que te quieres marchar, Simon —observó Richie—. Pero no hemos charlado en todo el día, ¿verdad que no, chicos? —Los tres amigos mostraron su acuerdo—. Y es una pena no poder tener una charla con nuestro viejo amigo Simoncete, ¿verdad, chicos? —¿Una pena? Era una tragedia—. Siento que no he aprovechado el día hasta que no hemos tenido una de nuestras pequeñas… charlas, Simoncete, viejo amigo.

Se escucharon risitas. Todavía había algunos alumnos presentes, tomándose la terrible experiencia de Simon como un entretenimiento durante el almuerzo. Por supuesto, no hicieron nada para detener aquella situación y estaban más que dispuesto a tolerarla, ya que al menos no les estaba sucediendo a ellos. Simon había aprendido por experiencia que la gente era capaz de cualquier cosa con tal de apartarse de la línea de fuego. Era muy raro que alguien interviniese. Deberían contagiarse todos con la enfermedad.

—Richie, déjale en paz de una vez

Excepto, quizá, Melanie Patrick. Estaba acurrucada contra la ventana con Jessica Lane, absorta en una conversación queda, seria y evidentemente privada con su amiga. Pero, de pronto, parecía dispuesta a plantear cara por Simon.

—Cierra la boca, Morticia —respondió Richie con toda cortesía—, o te dejo el ojo a juego con la ropa.

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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