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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (14 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—Voy a volver a llamar a Jessica. —Mel no creyó que a nadie le fuese a importar que utilizase el móvil. Y así fue, aunque una vez más, su intento fue inútil. Aún estaba mandando mensajes en vano cuando apareció la directora Shiels.

Travis contuvo la respiración: la directora había contraído la enfermedad. Era evidente. El contorno de sus ojos estaba enrojecido, como si se los hubiese maquillado; saltaba a la vista que tenía fiebre, temblaba y respiraba como una asmática. Apenas tenía fuerzas para andar, se tambaleaba hacia el escenario y ayudada por el señor Greening. Los demás adultos mantuvieron distancia, lo cual no dejaba de ser comprensible. La piel de la mujer parecía más rosada de lo habitual. La directora Shiels no tenía que haber salido: debería estar en la cama o en un hospital.

—Total, para lo que iba a servir —dijo Travis para sí, abatido. Pensó que la muerte de aquella mujer, su directora, iba a ser la primera a causa de la enfermedad que veía con sus propios ojos. Le recorrió un escalofrío al pensar si sería la última.

Gestapo Greening la ayudó a subir los peldaños que conducían al escenario, al estrado. No había palabras de la directora. Un silencio propio de un funeral se extendió por la estancia.

Mel sujetó la mano de Travis con fuerza.

—Buenos días a todos —dijo Greening con intensidad—. La directora Shiels tiene un anuncio que hacer.

Apenas se la podía oír.

—Buenos días, estudiantes. Qué pocos sois hoy. Qué poco somos. —Una débil y triste sonrisa apareció en sus labios—. Por lo tanto, intentaré ser breve, aunque se os debe informar acerca de ciertas cuestiones. El gobierno… a las ocho de esta mañana, el gobierno ha declarado el estado de emergencia… lo ha declarado en todo el Reino Unido para controlar el contagio de… el contagio de la enfermedad y combatir sus… efectos.

Es demasiado tarde para algunos, se temió Travis. Nunca había pasado mucho tiempo con la directora Shiels, que era la clase de directora que llevaba a cabo sus funciones desde su despacho y a través de sus subordinados en vez de en primera línea, pero en aquel momento pudo ver su valor, la fuerza de voluntad que requería cumplir con su deber y organizar aquella última reunión.

—Está previsto… está previsto que impongan toques de queda entre las seis de la tarde y las seis… las seis de la mañana. Los pueblos y ciudades van a estar en cuarentena, y las autoridades velaran porque esto se cumpla. Los colegios… los colegios permanecerán cerrados hasta que el periodo de emergencia haya pasado. Esperemos que pronto —dijo la directora en voz baja—. Pero hasta entonces, está escuela, nuestra escuela, permanecerá cerrada.

Si alguien quiso celebrarlo, no se notó. Algunas chicas de doce años parecían a punto de llorar.

—Tenéis que… tenéis que volver a casa. Rápidamente. Poneos a salvo en vuestras casas. —La directora Shiels parecía más alterada—. Quedaos en vuestras casas con vuestras familias, con vuestros seres queridos… el gobierno aconseja que os quedéis en casa. El señor Greening y yo dejaremos el colegio abierto por si alguien necesita… necesita recoger algo, pero después… Cuidaos mucho. Os deseo lo mejor en estos tiempos…, estos tiempos…

Se aferró al señor Greening con la mano derecha, como si hubiese perdido súbitamente el equilibrio, y aunque el subdirector la sujetó no pudo evitar que se desplomase. La directora Shiels se precipitó hacia adelante con brusquedad y derribó el estrado, que cayó con un estruendo sobre los tablones de madera. Su cuerpo empezó a convulsionar.

La mayoría de los estudiantes se echaron a llora, aterrados. Otros gritaron, alguien dejó escapar una carcajada histérica.

Travis fue el único que subió los peldaños del escenario. Le acompañaba Mel, ya que, si bien no quería acercarse mucho a la directora Shiels, tampoco quería alejarse de Travis.

El señor Greening se arrodilló al lado de la mujer, sujetándole la cabeza en intentando incorporarla.

—¿Directora Shiels? ¿Directora Shiels, me oye? —La mujer parecía a punto de quedar inconsciente.

Era la enfermedad. Travis intentó, sin éxito, contener un instintivo gesto de repulsa.

La directora estaba cubierta, de los pies a la cabeza, de círculos rojos.

* * *

—Y entiendo perfectamente el significado de todo esto. —Roble había reunido a los Hijos de la Naturaleza en el claro del campamento para compartir con ellos su sabiduría—. Si la policía ha desestimado la historia de Tilo y Fresno con tanta rapidez, si se han negado en redondo a llevar a cabo una investigación inmediata, solo puedo concluir que estaban al corriente del suceso. Sabían exactamente qué había ocurrido. Nuestras mal llamadas fuerzas de la ley y el orden eran parte de ello. Del encubrimiento. De la conspiración.

De entre sus seguidores brotaron murmullos de aprobación. Marjal reaccionó a sus palabras asintiendo con firmeza y Fresno, con unos espontáneos y efusivos aplausos. Hasta Tilo estuvo de acuerdo en que a Roble no le faltaba parte de la razón, pero lo que le importaba no era en qué lio se habían metido las autoridades, sino cómo se iban a proteger los Hijos de la Naturaleza de las consecuencias.

—Los soldados que los jóvenes vieron y el terrible suceso que presentaron están vinculados a la enfermedad, eso está claro. —Y si Roble lo hubiese dejado ahí, Tilo estaría completamente de acuerdo. Pero, cómo no, no lo hizo—. Y la enfermedad es un síntoma de todos los terribles males que azotan al mundo. Las autoridades quieren ocultar la verdad, pero a nosotros no nos engañan con sus mentiras y triquiñuelas. Esta epidemia que afecta a los materiales es el resultado de su propia locura, su propia ciencia, su obsesión dual por la tecnología y la muerte. Por las armas biológicas, hermanos y hermanas, por experimentación biológica. Los materialistas han escogido mancillar a la madre naturaleza, profanarla en el nombre del progreso. Creen que pueden doblegar a la poderosa naturaleza a su voluntad, moldear y manipular la vida para sus retorcidos y salvajes fines, pero su vanidad los ciega y los engaña. Esta peste no puede ser más que el resultado de un error biotecnológico, una plaga creada por ellos mismos. Lo he dicho en el pasado y se que algunos dudasteis de mi palabra. —Tilo no quiso mirar a Roble a los ojos, pero supuso que el líder se refería a ella—. Pero ahora que el origen de la enfermedad es evidente, estoy más convencido que nunca. Nosotros, los puros, los Hijos de la Naturaleza, no tenemos nada que temer de esta enfermedad. No tenemos que preocuparnos de ella.

No, protestó Tilo para sí. Tenían motivos de sobra para tener miedo. Deberían estar muy preocupados, más que preocupados. Sus vidas estaban en juego.

—La enfermedad puede atacar a los materialistas, pero nosotros, los que nos refugiamos en los amorosos brazos de la naturaleza, nos salvaremos. Os lo prometo, hermanos y hermanas.

* * *

—Tienes que hablar con él, mamá —le rogó Tilo a su madre cuando la reunión de los Hijos de la Naturaleza hubo concluido.

—¿Con Roble? ¿Por qué?

—Porque se equivoca. —La adolescente sabía que la probabilidad de convencer al líder era nula, pero Marjal, sin embargo…—. Mamá, las enfermedades no hacen distinciones. Las creencias no son vacunas. Tenemos que sacar la cabeza de la tierra o de los árboles, en nuestro caso. La enfermedad nos afectará del mismo modo que afecta a los demás.

—Tilo, Tilo —dijo Marjal mientras negaba con la cabeza, comprensiva—. Roble no se equivoca. Nunca se equivoca. Tienes que confiar en él igual que el resto.

—Si hablase de dónde hacer una fogata, sí, confiaría en él. Si hablase de que champiñones se pueden comer, pues también. Pero esto es cuestión de vida o muerte, mamá. Roble tiene la mente cerrada a la realidad, a las consecuencias de la enfermedad.

—No creo que se la mente de Roble la que está cerrada —dijo Marjal, socarrona.

—¿Qué… qué quieres decir con eso, mamá? —Pero cuando Tilo se encontró con la condescendiente, casi piadosa mirada de la mujer, no vio la de una madre en ella.

—Ya sabes lo que quiero decir, cariño. Aunque nos defendieses ante el sargento en Fordham, a veces creo que no te terminas de integrar con nosotros. A veces creo que aún no valoras la sencillez de la vida que llevamos aquí, la calma que proporciona a la mente, la satisfacción que puede lograrse a través de la comunicación con la naturaleza. Abre tu mente a la naturaleza igual que yo, Tilo. Sé una con el mundo. —La mirada de Marjal era igual que la de aquellos a los que se les había lavado el cerebro, o que estaban en trance. Su sonrisa era tan inane como la de un idiota. Fue Deborah Darroway la condujo a Tilo hasta los Hijos de la Naturaleza, pero había desaparecido. Solo quedaba Marjal.

—Así que… no vas a hablar con Roble —dijo Tilo, abatida y desganada.

Marjal le acarició el pelo, un gesto automático propio del pasado.

—Le diré a Roble que hablé contigo —dijo. Y entonces, se marchó.

De pronto, Tilo se vio invadida por una insoportable desazón. Se sintió impotente, débil, como si sus piernas estuviesen hechas de agua. Se dejó caer contra un árbol, de modo que no se desplomó sobre el suelo (un punto para la naturaleza), pero le costaba mucho respirar. Su madre se había ido. No tenía madre. Estaba sola en un asentamiento de lunáticos. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento.

—¿Estás bien, Tilo? —Fresno apareció no se sabe de dónde, o quizá de los matorrales tras los que se ocultó durante la conversación que mantuvieron ella y la ausente Marjal. Los adolescentes se quedaron solos en los límites del campamento.

—Claro… Estoy… estoy bien… —Derrotada, Tilo cambio el áspero apoyo del árbol por el acogedor brazo del chico—. No, no lo estoy. Para nada.

—Tilo, no te frustres. —Imitó el gesto de su madre y le acarició el pelo. Aunque, a decir verdad, también se estaba tomando unas libertades con los dedos que una madre no se tomaría—. Todo va a ir bien. Créeme.

—Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Y la enfermedad?

—Pero eso que no escuchan: mi madre, tu padre, los demás… No escuchan. No piensan. No razonan por sí mismos.

—Lo sé. Tranquila.

Tilo agradecía que Fresno le permitiese expresar sus inquietudes y le agradaba que estuviese de acuerdo con ellas… y eso que nunca lo había considerado alguien muy profundo. No le importaba que siguiese abrasándola, o que sus manos recorriesen su espalda como si estuviesen en un bar con la melodía del Titanic de fondo (en vez de bajo de un toldo de ramas, con el intenso pero lejano cantar de los pájaros como única melodía). De hecho, no solo no le importaba, sino que disfrutaba de las atenciones de Fresno. En aquel momento, necesitaba algo así. Calor humano. Contacto humano. Menos mal que podía contar con él.

—Estamos solos, Fresno —dijo lastimera—. Estoy sola.

—No tienes por qué estarlo. Estoy contigo, ya lo sabes. Quiero estar contigo.

Sus palabras la confortaron y la consolaron. Ella lo abrazó con fuerza y, en aquel momento, Tilo se sintió más cercana a Fresno que a nadie en toda su vida.

—No es justo que la enfermedad tenga lugar ahora, en este momento de nuestras vidas, cuando somos jóvenes. Puede que todo cambie. El soldado dijo que iba a ser el fin de todo. Fresno, ¿y si tenía razón? Si se acercara el fin…

Los ojos de Fresno brillaban con resolución y algo más.

—Entonces, vamos a vivir mientras podamos.

—No sé a qué te… —comenzó Tilo, indecisa. Pero su sonrojo sugirió que sí lo sabía.

—Me gustas, Tilo. Siempre me has gustado. Ya lo sabes. Y quiero decir que me gustas mucho.

—Fresno. —Su corazón latía con fuerza. Sintió mariposas en el estómago. Una ráfaga de viento hizo crujir las hojas de los árboles bajo el brillo del candoroso sol de mayo.

—¿Quieres saber lo mucho que me gustas? ¿Quieres que te lo enseñe? Tilo, puedo enseñártelo, si quieres. Si estás lista. Si quiere que te lo enseñe dímelo…

En aquel momento era vulnerable, se sabía vulnerable, y otros tíos con pocos escrúpulos podrían aprovecharse de ella, pero confiaba en Fresno. El folleto que había traído de Fordhanm afirmaba que los adolescentes y los niños parecían inmunes a la enfermedad, pero si se equivocaba, si ocurría lo peor, Tilo Darroway no quería morir sin probar… bueno. Y Fresno era tan, tan…

—Enséñamelo, Fresno —dijo.

Él sonrió. La cogió de la mano y la adentró en el bosque. Tilo fue con él, libre, dispuesta.

No soportaba la idea de estar sola.

* * *

Travis y el señor Greening consiguieron llevar a la débil directora Shiels a la enfermería (donde podrían tumbarla en una cama) apoyándola sobre sus hombros. Mel iba tras ellos, aunque no necesitasen su ayuda. Los restantes compañeros de la directora, aquellos con los que había trabajado (durante años, en algunos casos) estaban completamente ausentes: incluso era posible que ya hubiesen abandonado el colegio. Ese era el motivo por el que las enfermedades eran unos enemigos tan terribles, pensó Travis, ese era el motivo por el que triunfaban: aquellos que debían permanecer unidos haciendo un frente común se volvían contra ellos mismos, dividiéndose a causa del miedo. Los desastres y las tragedias no cambiaban a la gente, sino que los despojaba de la imagen que les gustaba proyectar, de su fachada, de su imagen pública, escarbando más allá de la superficie hasta sacar a relucir sin ninguna piedad la auténtica naturaleza del individuo. No siempre era algo agradable de ver. Las crisis dejaban las almas al desnudo.

La directora Shiels se agitaba entre espasmos, le ardía la piel y estaba empapada de sudor. Sus ojos y labios temblaban, sus dedos buscaban objetos invisibles a tientas. El señor Greenin la tapó con una manta.

—¿No deberíamos darle algo? —preguntó Mel, afligida, desde la puerta de la enfermería.

—Aquí no hay nada con lo que tratar la enfermedad, Patrik —dijo el señor Greening—. Llamaré a emergencias. Necesita una ambulancia. —Marcó el número en su teléfono móvil. Cuando, inmediatamente después, vio que su ceño se fruncía (del mismo modo que en las numerosas ocasiones en las que el subdirector adjudicaba uno de sus famosos castigos a quienes se retrasaban), Travis supo que se avecinaban malas noticias—. Me han puesto en espera. Llamando a emergencias. Increíble.

—Voy a probar. —Pero el móvil de Mel cosechó los mismos resultados.

—Las líneas deben estar saturadas —dijo Travis—. Hasta reventar. Hay una emergencia en cada calle.

—Igual hasta están enfermas las operadoras —añadió Mel.

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