Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
Travis la encontró tirada en la cama con una maleta abierta, medio llena de ropa, a sus pies. Estaba consciente, pero su respiración era dificultosa y superficial. Consiguió esbozar una débil sonrisa de disculpa para su hija.
Este llegó corriendo a su lado.
—Dios mío, mamá, ¿qué ha pasado? —Apenas llevaba fuera dos horas, poco más de lo que dura un partido de fútbol o una película, pero en aquellos escasos minutos la enfermedad atacó como si hubiese estado observándolo, a la espera de que saliese de casa. Investigó la piel de su madre en busca de las marcas escarlatas. No había ni rastro de ellas. Bueno, al menos aquella era una buena noticia.
—Y no aparecerán —se dijo Travis a sí mismo. Mamá no tenía la enfermedad. De algún modo era inmune. Y si la tenía, se curaría.
Tenía que curarse.
—Travis, ¿por qué no estás en clase? —Su vocecita era poco más que un susurro.
—Han cerrado el colegio, mamá—. Ahora quédate aquí y descansa. Iré a buscar ayuda.
—No. No hay tiempo que perder. Tenemos que… tenemos que ir con la abuela. En casa de la abuela estaremos más seguros. Tenemos que hacer las maletas y marcharnos. Está muy lejos. Pero… estoy tan cansada. Travis… —Intentó levantarse de la cama. Fracasó.
—Tranquila, mamá. No te muevas… quédate tumbada. —Aunque se encontrase en condiciones de viajar (lo cual era muy discutible), no era capaz de conducir. En cualquier caso, Travis dudó de que pudiesen ir más allá de la periferia de Wayvale: ya se habría llevado a cabo la cuarentena de la que les habló la directora Shiels. Las carreteras estarían cortadas para que los ciudadanos no huyesen al campo. Y también estaría la policía.
De pronto, Travis sintió que aún había esperanza: conocían a un policía.
—Mamá, voy a llamar al tío Phil. Él nos echará una mano. —No tenía sentido llamar a emergencias—. ¿Quieres algo? Ahora te traigo agua. Estaré abajo. —No quería que escuchase la conversación—. Todo va a ir bien, mamá.
Sorprendentemente, consiguió contactar con Phil Peck a la primera. El policía sonaba agotado y fatalista.
—Todo se está viniendo abajo tal y como te dije, Travis. La tercera fase.
—Tío Phil, creo que mamá tiene la enfermedad.
—Ella no… Jane no… —Hubo una larga pausa—. Marion murió ayer por la noche.
—¿Qué? —El terror dejó a Travis sin palabras. La tía Marion. Lo estrechó entre sus brazos el día del funeral de papá. Le dio un beso en la cabeza y le dijo que si alguna vez quería hablar, de cualquier cosa… Y ahora estaba muerta—. Lo siento, tío Phil, lo siento mucho…
—Lo sé. Yo también, pero tal y como están las cosas, Travis… Marion es una persona entre millones. Una entre millones de moribundos y muertos. No podemos impedirlo. No podemos hacer nada por ellos. Me he puesto el uniforme, pero ¿para qué? Haga lo que haga, somos demasiado pocos.
—Tío Phil —Travis intentó centrar la atención del hombre en su madre—, mamá está viva. Yo estoy vivo. Te necesitamos, como te hemos necesitado desde que papá…
—Keith. Sí. —Phil Peck sonó más calmado, más decidido—. Escucha, Travis, estoy en el hospital de Wayvale. Protegiéndolo, ¿entiendes lo que quiero decir? Los hospitales son un caos, la gente quiere un tratamiento que ya no existe. Podría haber disturbios de un momento a otro. Ni se te ocurra llevar a Jane al médico.
—No, ya he descartado esa opción. Pero si salimos de la ciudad y llegamos hasta el pueblo de los abuelos, puede que mamá tenga una oportunidad.
—Y puede que tú también la tengas, Travis. Puede que los jóvenes seáis inmunes a la enfermedad, pero habrá que enterrar tantos cuerpos… ¿entiendes lo que quiero decir? Las ciudades se convertirán en osarios, en caldos de cultivo de enfermedades a las que sí sois vulnerables.
—Sí, pero mamá no está en condiciones de conducir —dijo Travis—. Y he oído que han impuesto una cuarentena.
—Puedo sacaros de aquí y que hagan la vista gorda, pero de momento quedaos donde estáis. Quedaos en casa. No… no tiene sentido que esté aquí. El hospital tiene los días contados. Solo estamos retrasando lo inevitable. Quedaos en casa, Travis. Iré a por vosotros. Os llevaré con tus abuelos.
—Gracias. Dios mío, gracias, tío Phil.
—Espérame. Estaré ahí cuanto antes.
Pero por la tarde seguía sin aparecer. Mel llamó por teléfono para comentarle que su adre estaba peor y que su padre empezaba a mostrar síntomas de la enfermedad. Jessica también llamó y le contó a Travis lo que les había pasado por la mañana: regresaron a su casa y ella se ocupó de atender a su padre mientras su madre pensaba qué hacer a continuación. Hasta la abuela llamó, llorosa y presa del pánico, aunque Travis la tranquilizó al decirle que irían enseguida y mostrándose optimista (puede que un poco más de la cuenta) acerca de la salud de su madre, Travis intentó llamar por teléfono móvil cada cuarto de hora. No lo consiguió ni una vez. Parecía que no le quedaba otra alternativa que esperar.
Esa era precisamente la directriz oficial: esperar. La transmitirían en todos los canales de televisión y en todas las emisoras de radio. Ya ni siquiera se molestaran en mantener la farsa de una programación normal. Incluso habían cancelado los culebrones, lo que evidenciaba un auténtico estado de emergencia. Y los presentadores, corresponsales y reporteros habituales, las caras y voces familiares con las que habían crecido los británicos, en quienes confiaban, o, al menos, a quienes reconocía, como si fuesen viejos amigos, habían desaparecido (Travis se preguntó si Natalie Kamen también habría contraído la enfermedad. Y, en ese caso, ¿habría alguien cuidando de ella?). Pero en semejante situación, que los rostros y voces fuesen familiares no parecía prioritario. Los dispares e inexpresivos hombres de las retransmisiones repetían el mensaje una y otra vez, como autómatas repitiendo mantras.
Los ciudadanos deberían permanecer en sus casas, a salvo, hasta que llegaran los médicos o representantes de los servicios de emergencia con una revolucionaria vacuna contra la enfermedad recién salida de los laboratorios del gobierno.
Travis no se lo creyó, por supuesto. Era pura propaganda diseñada para tranquilizar a las masa, para proporcionar una falaz esperanza a la que muchos, probablemente, aún se agarrarían como a un clavo ardiendo. ¿Y por qué no, de todos modos? La alternativa era perder toda esperanza. Incluso si se hubiese conseguido desarrollar esa innovadora medicina, ¿sería posible a nivel logístico enviarla casa por casa, calle por calle, a todos los pueblos, ciudades y metrópolis del Reino Unido? ¿Del mundo? Porque, leyendo entre líneas, era evidente de que la enfermedad estaba devastando cada país del planeta en una catástrofe global de proporciones apocalípticas. Y por esas, los ciudadanos de Gran Bretaña debían sentarse a esperar en sus sofás a que un hombre sonriente con una bata blanca llamase a su puerta para administrarle a través de una inyección.
No iba a ocurrir.
Travis trató de conectarse a internet en un intento por descubrir algo más a través de aquella inagotable fuente de sabiduría. Pero internet estaba desconectado; el ciberespacio, cerrado. Cómo no. la información estaba siendo controlada y denegada, el conocimiento, racionado y limitado. El hombre corriente (y la mujer, y el niño) no eran aptos para conocer la verdad, lo que significaba que la verdad era muy oscura. Y a su, pensó Travis, pesimista, aquello significaba el fin. El fin del mundo tal y como lo conocía. El fin de la vida que había llevado hasta entonces. El fin de todo lo que amaba. Oyó que su madre toser en voz baja en el piso de arriba.
Volvió al vestíbulo. Y esperó.
* * *
Simon cerró las cortinas mucho antes de que oscureciese. Era lo único tras lo que podía esconderse, su única defensa frente a la cruel parodia del mundo exterior.
Sus abuelos habían contraído la enfermedad durante la noche. Cuidó de ellos lo mejor que pudo. Cuando llamó al hospital le respondió un contestador automático y cuando llamó a una ambulancia lo pusieron en espera. Quizá, de algún modo, sabían que era él el que llamaba, y al tratarse de Simon Satchwell elegían ignorar su llamada y priorizar otros casos más dignos de atención, dejando a los perdedores para el final. Por ello, pese a que le rompía el corazón ver a sus abuelos tan frágiles y febriles en su cama, desesperados, más envejecidos que nunca, lo que sentía era un profundo resentimiento, y eso le avergonzaba. Pero sus abuelos habían jurado que cuidarían de él y que se ocuparían de criarlo. De protegerlo. ¿Cómo iban a protegerlo yaciendo enfermos en la cama? Deberían haber resistido la enfermedad con más ahínco. Por él.
Le habían fallado.
Anocheció.
Simon se sentó a solas en la sala de estar mientras veía la tele. Era evidente que estaba muriendo mucha gente…, pero tampoco es que le importasen mucho los muertos. ¿Cuándo se habían preocupado por él quienes vivían más allá de las cuatro paredes de su casa? No tenían derecho a reclamar compasión. Y por lo menos habían cerrado los colegios. Deseó que fuese por mucho tiempo. Coker y sus amigotes no podían acosarlo fuera del colegio. No sabían dónde vivía. Al mal tiempo…, pensó Simon mientras se mordía las uñas. Todavía estaba asustado.
Sonó el timbre. ¿Quién podía ser? Al principio, Simon quiso permanecer callado y dejar que sonase, peor entonces se le ocurrió quién podía ser: uno de los miembros de los servicios de emergencia que prometían las retransmisiones. Un salvador con la vacuna contra la enfermedad de sus abuelos. Sintió las lágrimas de agradecimiento y alivio brotando en sus ojos. Corrió hasta la puerta.
Antes de sujetar el pomo tuvo una duda momentánea, fruto de años de acoso.
—¿Quién es?
—Somos médicos. Traemos las vacunas.
Simon optó por creer aquella voz. A alguien tenía que creer.
Y abrió la puerta.
Entraron de golpe, celebrando su éxito, en cuanto un fino rayo de luz se coló en la casa. Eran cuatro. Pudo ver sus crueles miradas bajo las capuchas de sus sudaderas. Salvajes. Hombres. Algo más mayores que Simon, pero no tanto como para contraer la enfermedad. Ninguno de ellos era médico.
Intentó plantar cara.
—Eh, ¿qué hacéis…? ¿Quiénes…?
Pero el que iba en cabeza lo empotró contra la pared y se rio en su cara. Su aliento apestaba a alcohol y, aunque no era Richie Coker, de algún modo lo era. Resultó que sabían dónde vivía.
—Cállate. Cállate, cuatro ojos. Buscamos priva. ¿Tienes priva en esta pocilga? ¿Y pitis?
El resto se puso a hurgar por las habitaciones del piso inferior, esparciendo fotografías, rompiendo adornos, tirando libros de las estanterías y la vajilla de los armarios, sacando cajones de cuajo como si fuesen dientes y vaciándolos sobre el suelo, desfigurando el hogar de Simon.
—¿Por qué hacéis esto? —gimió patéticamente (se sabía patético)—. No hemos hecho nada.
—¿Por qué? —Parecía que aquella pregunta apenas se le había pasado por la cabeza al líder de la banda—. Porque nadie va a detenernos, cuatro ojos. Porque podemos. Por la enfermedad. A mal tiempo, buena cara, ¿no? Venga: priva, pitis. ¿Dónde?
Simon se rindió, por supuesto. Como siempre.
—En el mueble bar del salón. Pero no hay gran cosa… Y no tenemos cigarrillos, no fumamos.
—¿Quién más vive aquí? ¿Mami? ¿Papi? ¿Tienes hermanos o hermanas? ¿Alguien más?
—No. Mis abuelos. Pero no se encuentran bien. Están…
—¿Dónde?
—Están en la cama, arriba, pero…
—Pete, ve a por los viejales.
Uno de los matones subió por las escaleras.
—¡No! —protestó Simon. La rabia le proporcionó fuerzas—. ¡Ni se te ocurra! ¡Déjalos en paz, están enfermos!
—Entonces será un placer hacerles una visita. Y deja de revolverte.
Un puño se estrelló contra su tripa en dos ocasiones, poniendo fin a los forcejeos de Simon. Se dobló contra la pared y se echó a llorar. Vio la satisfacción en los ojos del vándalo, pero no le importaba y no podía contenerse. Desde la habitación de sus abuelos se escucharon los gritos indignados de un anciano y los débiles chillidos de una anciana. Y las crueles carcajadas del intruso.
—No vamos a hacerles daño. Solo queremos ver si tienen medicinas cerca de la cama, no sé si me explico.
—Espero que la palméis —dijo Simon, rabioso—. Espero que alguien os mate.
—Si eso ocurre —se burló el matón—, no serás tú el que lo haga. —Y diciendo esto, le propinó un soberano rodillazo en la entrepierna de Simon. El joven se desplomó, protegiéndose la zona dolida mientras se retorcía entre arcadas, como si se acabase de poner muy enfermo. Su agresor retrocedió, por si empezaba a vomitar.
—Nada —dijo Pete mientras bajaba de vuelta al vestíbulo con las manos vacías.
—Aquí tenemos algo mejor que nada. —Los otros dos miembros de la banda aparecieron de la sala de estar con el escaso contenido del mueble bar—. Pero no por mucho.
Su líder gruñó.
—Vamos a ver si en la casa de al lado les va más la juerga. Pero, primero, vamos a agradecerle su hospitalidad al cuatro ojos. —Y le propinó una patada a las partes nobles de Simon. Sus compinches hicieron cola tras él para esperar su turno—. Y nunca se sabe, colega —dijo su agresor mientras guiñaba el ojo—. Puede que volvamos mañana.
Pero por el momento se conformaron con marcharse entre aullidos y carcajadas. Simon aguantó el dolor el tiempo suficiente como para cerrar la puerta de una patada. Después se volvió a echar sobre la alfombra y sollozó.
—Cabrones —maldijo entre susurros—. Cabrones, idiotas, malvados. —Pero ¿qué podía hacer? Nada iba a cambiar. Nada iba a mejorar. Llevaría para siempre el cartel de víctima como la marca de Caín.
Pudo oír a su abuelo llamándolo. Había miedo en la voz del anciano, pero Simon no respondió. ¿Para qué?
El futuro que se extendía ante Simon Satchwell parecía tan oscura e implacable como la tumba.
* * *
A Richie le sorprendió que las luces que no había encendido durante el día acabasen siendo tan necesarias cuando la noche regresó, como la marea de un negro océano de desesperación. Había pasado el día entero (veinte horas en total) sentado al lado de su madre, sujetando su fría mano muerta, inmóvil. Sus necesidades físicas (comer, beber, dormir) parecías detenidas, al igual que su mente y su capacidad motriz. Era como una de esas estatuas de mármol que guardan una solitaria vigilia al lado de una tumba, con la salvedad de que los escultores solían caracterizar dichas estatuas como ángeles y Richie Coker no era ningún ángel.