La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (19 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Tuvo mejor suerte en casa de los Patrick.

—Travis. Gracias a Dios. —Mel lo abrazó—. Me alegro mucho de que estés aquí. —Intentó contener las lágrimas. Travis pensó que, por una vez, su habitual indumentaria oscura era de lo más apropiada.

Le devolvió el abrazo con fuerza, casi con desesperación. El contacto humano no solo le agradaba: lo necesitaba tanto como respirar. Se quedaron en el vestíbulo, abrazados, y ninguno de los dos dijo una palabra durante un buen rato. Pero Travis sabía que, para su madre, cada segundo contaba.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó con delicadeza.

—No muy bien. ¿Qué tal la tuya?

—Igual. ¿Y tu padre?

—Peor. Han cortado la corriente.

—Ya.

—Bueno, entonces ¿qué pasa? Ahí fuera, quiero decir.

—Ni idea.

—Ayer por la noche dijeron que vendrían médicos para vacunarnps.

—Ya.

—Pero no van a venir, ¿verdad? No va a venir nadie.

—Voy a ir al hospital. Por eso he dejado a mamá en casa. Puede que me entere de algo… merece la pena intentarlo. ¿Quieres venir?

—Travis, me encantaría, pero no puedo. —Mel miró hacia las escaleras.

—No pasa nada, en serio —dijo Travis mientras le acariciaba el pelo—. Si encuentro ayuda, haré que la envíen aquí también.

—Por mamá. Papá no se lo merece. —Mel se mordió el labio superior rabiosa.

—Él tampoco se merece la enfermedad. Nadie se la merece, ni siquiera tu padre.

—No. —Mel miró hacia abajo—. ¡Travis! —Volvió a mirarlo—. ¿Y Jessica?

Travis no se había olvidado de ella.

—Le pegaré un toque para comentárselo. Llámale por teléfono; si puedes.

—Vale. Pero llámame desde el hospital si hay, no sé, buenas noticias.

—Claro.

—¿Trav? —-Mel se enjuagó las lágrimas—. ¿Crees que habrá buenas noticias?

La estrechó una vez más.

—Ya veremos.

Mel solo se permitió echarse a llorar después de haber cerrado la puerta. Apoyó la cabeza sobre la jamba y lloró como no lloraba desde que era una niña pequeña.

—Melanie, ¿no estarás lloriqueando? —Era su padre, que apareció en el rellano con su bata y los pantalones de pijama. Su voz sonaba burlona sarcástica y por una vez, libre de la influencia de la bebida—. Déjate de monerías. ¿Y quién ha llamado? Me ha parecido que ha llamado alguien a la puerta. —El hombre bajó las escaleras a trompicones sin soltar el pasamanos, tambaleándose como si estuviese a bordo de un barco—. ¿Quién era?

—Era Travis. Creo que ya le conoces. —Aquella pulla secó las lágrimas de Mel mejor que cualquier pañuelo.

—No se rinde, ¿eh? —Gerry Patrick llegó al vestíbulo resoplando y sudoroso. Era evidente que estaba enfermo, pero la enfermedad aún no lo había envuelto en su red carmesí—. ¿Qué quería? Cree que puede que puede hacer guarrerías contigo mientras tu padre está en la cama, ¿a que sí?

—Eres repugnante —contestó Mel, asqueada—. Déjame pasar. Voy arriba, a ver cómo está mamá.

Pero su padre no se apartó.

—¿Qué quería tu heroecito? Si es que era él. —El señor Patrick entrecerró sus ojos enrojecidos, como si sospechase algo.

—¿De qué hablas?

—Eran los médicos, ¿verdad? Los médicos que prometieron por la tele.

—Estás chalado, papá. La enfermedad te está afectando al cerebro… o lo que queda de él.

—No, no. —El señor Patrick se abalanzó sobre Mel y la sujetó al segundo intento—. Eran los médicos. ¿Para qué iba a venir tu heroecito? Eran los médicos, con las vacunas. Por eso has hecho que se vayan. Has hecho que se vayan cuando podrían haberme salvado. Porque quieres que tu viejo sufra.

—No tengo tiempo para escuchar tus delirios, papá, así que quítame las manos de encima. —Mel se libró del agarre con facilidad de un empujón… parecía que le costaba mantener el equilibrio. Empezó a subir las escaleras.

—No te atrevas a darme la espalda, jovencita. —Intentó sujetarla de nuevo, pero en aquella ocasión falló—. Quiero que me expliques por qué has hecho que se vayan los médicos.

—No había ningún médico: era Travis. Por Dios, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?

—Te estoy hablando —dijo mientras subía las escaleras, persiguiéndola con esfuerzo—. Vuelve aquí. —Corrió tras ella—. Contesta, maldita sea. —Su húmeda mano se cerró en torno a la muñeca de Mel, por pura suerte—. Contesta a tu padre.

—¡He dicho que me quites las manos de encima! —Mel se volvió rápidamente, liberando el brazo del agarre de su padre mientras le daba un manotazo con el que tenía libre. Pero, al quitárselo de encima, le hizo caer hacia atrás. Su padre lanzó una absurda y cómica bofetada al aire… pero él era el único que no le vio la gracia. No alcanzó a sujetar el pasamanos que le hubiese salvado la vida. La gravedad tiró de él de forma irresistible, como de un árbol talado. Sus pies enfundados en unas zapatillas se despegaron de la alfombra. Gerry Patrick se precipitó escaleras abajo mientras dejaba escapar un grito de incredulidad.

—¡Papá! —gritó Mel, horrorizada pese a todo. La forma en la que quedó postrado su padre echó más leña al fuego.

En otras circunstancias, la torpeza con la que había aterrizado (cada extremidad estaba orientada en una dirección y solo tenía una zapatilla puesta) hubiese resultado graciosa, al igual que la caída. Pero su cuello formaba un extraño ángulo. Estaba roto. Y en el momento del impacto debió de morderse la lengua, porque de su boca manaba sangre. Sus ojos estaban fijamente clavados en su hija, con la mirada perdida, abiertos de par en par.

—Dios mío. Dios mío. —Mel se hincó de rodillas en las escaleras.

Aunque Travis regresase con un ejército de médicos y una cura para la enfermedad, no podrían salvar a su padre.

* * *

No encontrarían la salvación en Willowstock. Aquello le resultó rotundamente obvio a Tilo en cuanto alcanzaron a ver sus calles, llenas de tiendas y casas, desiertas. El pueblo nunca había sido lo que se dice un hervidero de actividad, pero allí vivía gente, discreta y modesta. Ahora aquel lugar tenía un aire obsoleto, como si fuese la galería de un sin visitas.

Tilo y Fresno caminaron por la mitad de la carretera con impunidad.

—Parece desierto —observó el chico—. ¿Crees que habrán evacuado el pueblo para llevar a todo el mundo a un lugar seguro?

—Sus habitantes están aquí. —Tilo observó las puertas y ventanas cerradas con recelo—. Solo que no podemos verlos. —Y nunca más los volveremos ver, pensó.

—Entonces no perdamos el tiempo. —Fresno parecía tratar a los mismos edificios con despecho, como si aquella permanente quietud fuese un insulto hacia su persona. La oficina de correos. La tienda de alimentación. El bar. Inútiles, todos ellos. Reliquias—. ¿Y si vamos a Fordham? Igual en Fordham hay supervivientes, alguien que sepa qué hacer.

—También deberíamos pasar por el médico, ya que estamos. —Tilo se dirigió hacia la casita en la que el doctor Parker tenía su lugar de trabajo (en la planta baja) y su residencia—. Puede que descubramos algo, aunque…

—Vale —gruñó Fresno, sin entusiasmo. No dejó de mirar a la carretera durante todo su trayecto a través del pueblo, hasta dejar  Willowstock atrás.

De la puerta colgaba una placa de bronce con el nombre del doctor Parker, sus títulos y el horario de atención grabados en ella. Por lo que ponía, el doctor debería encontrarse en su consulta en aquel momento. Tilo rezó con todas sus ganas porque así fuese, para que tras la puerta estuviese el doctor Parker reclinado en su silla para tranquilizarlos con sus sonoras carcajadas y su buen humor, para asegurarles que todo iba a ir bien y que la enfermedad estaba bajo control. Que no había nada que temer.

—Bueno, ¿entonces entramos o qué? —preguntó Fresno con brusquedad—. No tiene sentido que esperemos aquí.

Tilo giró el pomo y la puerta se abrió, obediente. Por un momento, la esperanza hizo que su pulso se acelerase: había alguien sentado tras el mostrador de la sala de espera.

No era el doctor Parker.

La recepcionista debía de tener unos sesenta años, aunque parecía haberse vestido con la torpeza de un niño de menos de seis: su pelo gris y despeinado hasta el ridículo estaba completamente de punta, como si aún no se le hubiese pasado un susto. Pero la mujer no parecía reparar en su aspecto. Revolvía, sin razón aparente, carpetas de lo que parecían ser registros médicos. Sin embargo, la ansiedad de su rostro se tornó alegría cuando vio entrar a Tilo y a Fresno.

—Ah, buenos días, buenos días. ¿Habéis venido a ver al médico?

—Bueno… algo así. —Aquella escena pilló a Tilo por sorpresa. La estrafalaría apariencia de la mujer mitigó el alivio de ver a un adulto que no estuviese afectado por la enfermedad.

—¿Queréis pasar los dos o solo uno? —Su sonrisa era enérgica profesional, eficiente.

—Los dos, supongo, pero…

—¿Tenéis cita?

—¿Cita? —preguntó Fresno con exagerada sorpresa a la vez que adelantaba a su compañera con brusquedad—. ¿Estás de coña?

—Fresno —le reprendió Tilo, volviéndose a colocar ante él.

—Me temo que no podéis ver al médico sin cita previa. Los médicos son gente muy ocupada. Pero mucho, mucho, mucho.

—Entonces, el doctor Parker… ¿está bien? —preguntó Tilo—. Usted, señora… ah… Wilson, se encuentra bien? —dijo después de leer a duras penas la tarjeta con el nombre de la mujer que pendía de su solapa.

La tenía puesta boca abajo.

—Pero tenéis suerte. —La recepcionista sonreía con tanta intensidad que parecía a punto de provocarse un tirón en los músculos de la cara Alguien ha cancelado la suya. La señora Tillotson. Ha… Vaya, hoy, tenemos muchas cancelaciones.

—Perdone, ¿podemos ver al doctor Parker?

—Me temo que el doctor Parker no va a poder venir hoy. Está indispuesto. Me temo que hoy no podrá ver a ningún paciente. Ni uno.

Tilo se apoyó en el mostrador.

—¿Dónde está?

La recepcionista se quedó petrificada, con un rictus de miedo en rostro y el temor brillando en sus ojos.

—Está arriba —susurró, temerosa—. El doctor Parker. Está arriba. No podéis verlo.

—¿Ha cogido la enfermedad? Señora Wilson, ¿sigue vivo el doctor Parker?

—Está arriba. No podéis verlo. Está arriba.

Tilo sintió la mano de Fresno en su hombro.

—Esto es una tontería, Tilo —dijo—. El médico está muerto y la vivid está loca, ¿no lo ves? Estamos perdiendo el tiempo.

—Vale, pero… dame un segundo. —Tilo sintió un arrebato de compasión por aquella traumatizada recepcionista—. Señora Wilson, ¿no crees que estaría mejor en su casa? No tiene ningún motivo para estar aquí.

—Puedo daros una cita para mañana—. La mirada de la mujer estaba tan perdida que hubiese visto lo mismo estando ciega—. O pasado mañana, o al otro. Puedo daros cita para la semana que viene ¿Os vendría mejor? Puedo hacerlo.

—Tilo —la apremió Fresno.

Tilo asintió y suspiró.

—Lo sé.

—Si me dais vuestros nombres, puedo daros una cita.

— No, no pasa nada —dijo Tilo, triste—. Tenemos que… Gracias por su ayuda, señora Wilson. Cuídese.

Antes de que los adolescentes abandonasen la sala de espera, la recepcionista ya se había puesto a revolver las carpetas de nuevo.

Una vez en la calle, Tilo se pasó la mano por su pelo corto y enmarañado, consternada.

—Fresno, esa pobre mujer ha tenido una especie de crisis nerviosa. ¿No la podemos ayudar? No sé. Algo podremos hacer…

Fresno se encogió de hombros.

—Si todavía no ha contraído la enfermedad, la contraerá pronto. No podemos hacer nada.

—No lo digas así, Fresno —le reprochó Tilo, aunque sabía que tenía toda la razón.

—¿Cómo?

—Como si no te importase.

Pero Fresco respondió con un bufido.

—Es que no me importa. ¿Por qué debería importarme? Esa vieja no significa nada para mí. Y para ti tampoco, Tilo, y no finjas que sí. Ahora no hace falta fingir. Ya no.

—¿Qué quieres decir? —Normalmente, hubiese querido que Fresno la abrazase, que la consolase. Pero en aquel momento no estaba tan segura.

—Quiero decir que la enfermedad nos lo quitará todo hasta dejar solo lo básico. Nos librará de las chorradas, de fingir, de aparentar. De las mentiras. Eso es lo que está haciendo. En una semana, todas las normas que debían regir nuestras vidas has perdido todo su significado. Quizá hayan desaparecido del todo para mañana. Y las leyes también se han esfumado, salvo una: la ley de la naturaleza.

—Los fuertes prevalecen —recordó Tilo, apesadumbrada—. La supervivencia de los más aptos. No estoy segura de que sea un mundo en el que quiera vivir.

—Pues si queremos sobrevivir —dijo Fresno—, no nos queda otra opción. —Casi parecía gustarle aquella perspectiva—. Y ahora, en marcha. Ya llevamos demasiado tiempo en esta pocilga. ¿Vamos a Fordham?

—Seguro que es capaz de llegar a esa conclusión él solito. —Fresno hablaba a su compañera como si esta le decepcionase—. Tilo, ¿es que no te das cuenta? Y yo que pensaba que eras la más lista de los dos.

—¿Y si volvemos para avisar al resto y le decimos a tu padre que no hay nadie en Willowstock que pueda ayudarnos?

—No… —Ya está. Este es el momento. No voy a volver. Nunca.

—¿Qué? —Él la sonreía, pero su expresión le recordó a Tilo a la de un depredador, como la de un lobo, totalmente desprovista de afecto o amor.

—Espabila, Tilo. Van a morir todos, ¿no es así? Mi padre. Tu madre Arco Iris. Cielo. Todos los demás. Han vivido en el bosque y morirán en el bosque, así que supongo que se darán por satisfechos… la mayoría, al menos. El hecho de que vayamos a cogerles de la mano no supondrá ninguna diferencia.

—Fresno, no me puedo creer que…

—Habíamos planeado escapar, ¿o no? Pues este es el mejor momento.

Fresno estaba ante ella pero a la vez no estaba, o no podía estar, o un Fresno diferente: el auténtico Fresno.

—Creo recordar que dijiste que ni siquiera se daría cuenta si te marchabas. Es lo que dijiste. —Era como si la estuviese provocando. Con crueldad.

—Pero ahora es distinto: mi madre está enferma.

—Así que entrará en coma o algo así. Ni siquiera se dará de cuenta.

—Pero yo sí. —Tilo sintió que sus ojos se estaban llenando de cálidas lágrimas de rabia—. Todavía no me puedo ir, Fresno.

—Tú misma. Ya nos veremos. —Fresno se volvió hacia la despejada carretera.

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