Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
—Por favor —rogó—, no nos maten. No tenemos nada que ver con… todo esto.
Quizá la creyeron. Quizá por eso, después de haber recogido el cuerpo del joven del suelo y haberlo llevado al interior del bosque hasta hacerlo desaparecer, los restantes soldados se marcharon sin mediar palabra, como si sus lenguas hubiesen desaparecido junto con sus rostros. Se fundieron con el entorno. Desaparecieron como fantasmas. Unos segundos después, fue como si nunca hubiesen estado ahí, como si aquel incidente no hubiese sido más que un espeluznante sueño.
—Dios mío —exhaló Fresno.
* * *
La madre de Mel abrió la puerta, dejando entrever algo de nerviosismo. Pero bueno, todo lo que hacía su madre estaba impregnado de nervios. Era una mujer extremadamente pálida, lánguida, que parecía hecha de papel.
—Travis —dijo con una rápida sonrisa.
—Buenos días, señora Patrick. Otro lunes.
—Pasa —le invitó la mujer—. Mel ya está casi lista.
—¡No, no lo está! —Mel estaba subiendo las escaleras. Su ropa era tan oscura, amplia y cubría tanto como solo la más creativa interpretación del código de vestimenta podría concebir—. ¿Qué horas son estas, Trav? ¿Esta semana empiezan las clases antes, o qué?
—No podía dejar de pensar en ti —bromeó Travis.
—Ugh. Discúlpame un momento, tengo que ir a vomitar. —Mel subió las restantes escaleras.
Bien, pensó Travis. Estaría ocupado con otra cosa durante cinco minutos. Pero no necesitaba ni uno más.
—¿Quieres… pasar a la cocina, Travis? —le preguntó la madre de Mel.
—¿Podría esperar en el salón, con su permiso, señora Patrick? —dijo Travis.
—Gerry está en el salón —menciono la mujer, como si no se lo recomendase.
—Ya.
En el salón. En el sofá. Viendo el canal de deportes, con una botella de cerveza en la mano y colillas recientes en el cenicero, justo enfrente. Sin afeitar y pasado de peso. Si hubiese que escoger a un hombre para ilustrar la definición de «gandul», ese hombre sería Gerry Patrick. Era la prueba definitiva de que los clichés están basados en hechos reales. Muy reales.
Travis recordó una línea de Shakespeare que su profesora de inglés alabó en una ocasión. De El rey Lear. El anciano rey lloraba sobre el cadáver de su hija predilecta: «¿por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti no hay aliento?». En aquella ocasión, Travis supo exactamente a qué aludía el bardo: a la arbitrariedad de la existencia, a lo injusto de la vida y la muerte. Su propio padre había muerto luchando por traer orden a la sociedad, asesinado mientras intentaba hacer el bien. Y escoria como Gerry Patrick seguía vivita y coleando, abusando del concepto de la paternidad. Casi no lo podía soportar.
Tuvo que hacer un sincero esfuerzo por no mostrar su desprecio.
Patrick no se anduvo con tantos miramientos.
—Tú otra vez —gruño después de que Travis entrase en el salón y cerrase la puerta—. Veo que sigues rondándole a nuestra Melanie.
— Buenos días, Gerry —dijo Travis sin apenas separar los labios.
—¿Gerry? A mí dirígete como «señor Patrick», chaval. Muestra un poco de respeto.
—El respeto hoy en día hay que ganárselo, ¿no lo sabías, Gerry? Y tú no te lo has ganado.
—Niñato de los… —Si lo que el hombre quería era ponerse en pie de un salto, fracasó. El prominente lastre que le colgaba de la tripa no le permitía incorporarse con rapidez, por lo que tuvo que conformarse con levantarse torpemente, como una morsa furiosa.
A Travis no le impresionaba. No retrocedió.
—¿Qué, quieres pegarme, Gerry? ¿Igual que le pegas a Mel?
El hombre permaneció en silencio un instante.
—No sé de qué hablas.
—Sí, sí que lo sabes. Ambos lo sabemos. He visto las marcas.
Gerry Patrick resopló con desprecio.
—Seguro que sí —murmuró—. Se tropezó con la puerta. Siempre se tropieza con las puertas. Es muy patosa.
—¿Sí? Bueno, pues entonces ¿por qué no te vuelves a sentar? No tenemos mucho tiempo, pero creo que podríamos tener una charla acerca de la «torpeza» de Mel.
Gerry Patrick se quedó mirando a Travis, pero volvió a sentarse. Era un bruto, pero no era tonto.
—Di lo que tengas que decir y lárgate.
—Será un placer hacer las dos cosas. Verás, Gerry —dijo Travis—, me gustaría que Mel se volviese un poco menos, como decías, patosa. Por su propio bien. No quiero volver a oír que se ha chocado con una puerta, o que se ha caído por las escaleras, o de la silla. Quiero que viva sana y segura en esta casa, y espero que hagas algo al respecto. Porque – Travis se sentía cada vez más furioso –, si vuelvo a verle alguna marca encima, algún moratón, cualquier prueba de que le han pegado, que es lo que yo creo que pasa, denunciaré al responsable a las autoridades. Y no quieres que haga eso, ¿verdad, Gerry?
Patrick lo contempló, inexpresivo, durante unos segundos. Después dejó escapar una breve risa socarrona.
—Me importa una mierda lo que hagas, chaval. Denúnciame si quieres. Te reto. Nadie te creerá, ¿y sabes por qué? Porque Melanie nunca dice nada malo de su viejo. Como mi encantadora esposa. Lo sé. Y seguro que tú también lo sabes. No me acusarían de nada. —Ya veremos. ¿Quieres arriesgarte?
—Y Melanie no volvería a dirigirte la palabra. ¿Eres tú el que se quiere arriesgar, Travis, chavalote? – Gerry Patrick estaba convencido de que tenía la sartén por el mango –. Estoy seguro de que no tiene ni idea de que estás amenazando a su papá con esa actitud de listillo tan tuya, ¿verdad? Claro que no. No le gustaría.
Travis intentó ignorar la verdad que contenían las palabras de Patrick. Tenía que centrarse en lo que era correcto.
—No quiero que le vuelvas…
—Chaval… —se burló Patrick—. Te estás metiendo en asuntos que no te conciernen. Como tu viejo, el madero. Y mira cómo acabó. Metió las narices donde nadie le mandaba y se llevó un navajazo a las costillas, por las molestias. Es una pena y todo eso, pero…
—Cállate —gruño Travis entre dientes. Sus ojos azules brillaban de ira—. No tienes derecho a hablar de mi padre. —Seguía albergando dolor y cólera en su interior, que bullían hasta el punto de que, en ocasiones, creía que la rabia y el resentimiento iban a adueñarse de él. ¿Por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti no ha aliento?
Gerry Patrick rio con frialdad mientras bebía de la botella y cambiaba el canal de la televisión.
Pero Travis se tranquilizó. Se controló. Se volvería loco si se dejaba consumir por la pérdida y abatir por el dolor, si intentaba pelear contra un pasado que no podía cambiarse o si se preocupaba eternamente por aquello que no podía comprender. La muerte de su padre había sido una tragedia sin sentido, una afrenta a la justicia, pero papá no querría que también acabase con Travis. Travis no se dejaría vencer. Sobreviviría. Sería fuerte.
Y no aguantaría chorradas de gente como Gerry Patrick.
—Quizá tengas razón… —admitió.
—¿Qué? ¿Sigues aquí, chaval?
Se sintió más confiado.
—Puede que tengas razón: Mel y su madre no testificarían acerca del pedazo de mierda que eres, Gerry. Has tenido años para aterrorizarlas e intimidarlas, así que no las voy a culpar por ello. Te culpo a ti. Y te prometo una cosa: si vuelves a tocar a Mel aunque sea una vez, no informaré a los servicios sociales ni te denunciaré a la policía. Tendré una pequeña charla con algunos de los amigos de mi padre que siguen en el cuerpo, a los que no les gusta la gentuza como ti, Gerry. Y les gustarás aún menos cuando se enteren de lo que piensas de mi padre y su sacrificio. Estoy seguro de que, entre todos, estarán encantados de acusarte de algún delito que no necesite el testimonio de Mel. Y entonces, despídete de tu sofá y di hola a la cárcel. Lo haré. Lo prometo.
Gerry Patrick miró a Travis a los ojos y vio algo en ellos: valor, decisión. Ni un ápice de miedo. Y dejó de reír, de jactarse y de burlarse.
—Vale —claudicó, a regañadientes—. Vale. Me hago a la idea.
—Ponle un dedo encima y verás.
—Lo que tú digas.
—Y que no se entere Mel de nuestra pequeña charla.
Gerry Patrick asintió, tenso.
Mel entró corriendo en el salón, con los zapatos y la chaqueta puestos. Miro con preocupación a Travis y a su padre, como si anticipase problemas.
—¿Estás bien, Travis? —preguntó con cautela.
Travis se volvió hacia ella y sonrió.
—Como nunca —dijo.
El autobús escolar llegaba tarde. Demasiado.
—Me da que no va a venir —observó Mel.
—Sí, eso parece —dijo Travis, que seguía un poco absorto pensando en la confrontación que había tenido con el padre de su amiga. ¿Había hecho lo suficiente? ¿Había conseguido poner fin a los abusos de Gerry Patrick? ¿O solo había empeorado las cosas? Lo preocupante de esa última posibilidad es que ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.
—Supongo que el conductor habrá pillado la gripe y no habrá venido a trabajar. —Mel miró alrededor—. Y puede que no sea el único. —El número de estudiantes congregados en la parada era más escaso de lo habitual, incluso para ser lunes.
—Quizá. —De pronto, a Travis se le ocurrió algo, una curiosidad—. Pero fíjate, el sábado la gente hablaba de que los padres y los dueños del establo ese al que va Alison están enfermos, igual que los profesores… pero ningún joven. Todos los enfermos son adultos. ¿No te parece raro?
—Los jóvenes tienen mejor salud que los adultos —dijo Mel—. Es gracias a la dieta que llevamos: rica en grasas y azúcares, y a la fruta y la verdura, ni mirarlas.
—En serio, Mel —dijo Travis—. ¿Conoces a alguien de nuestra edad o menor que haya contraído la gripe?
—¿Y los chicos que no están aquí ahora?
—Estarán cuidando de sus familiares enfermos. O haciendo pellas con la gripe como excusa. —«La enfermedad»—. ¿Conocemos algún caso?
Mel se encogió de hombros.
—Pido el comodín del público.
—Mel… —Travis negó con la cabeza, apremiante.
—Vale. Bueno, ahora la cuestión es: ¡discutimos esas teorías tan raras mientras vamos andando al cole como estudiantes modélicos o las discutimos en tu casa, con un café y música, en vista de que el sistema nos ha dejado tirados en la parada del autobús…?
—Ninguna de las dos —dijo Travis—. Perece que ya vienen a rescatarnos.
Un coche se acercó, con los intermitentes puestos, a la parada del autobús: era el coche del señor Lane. Conducía él y a su lado iba Jessica, vestida con un conjunto que parecía comprado aquella misma mañana.
Jessica bajó la ventanilla mientras Travis y Mel se aproximaban al vehículo.
—¿No aparece el bus? ¿Queréis que os llevemos?
Subieron al coche y le dieron las gracias y los buenos días de rigor al señor Lane, recordándole una vez más lo bien que se lo habían pasado en la fiesta de Jessica.
—Hoy no esperéis ver muchos autobuses circulando —dijo el chófer después de que los jóvenes hubiesen terminado—. Ya lo han dicho por la radio: están en servicios mínimos. Los conductores están enfermos, dicen que a causa de la gripe. Una buena excusa para que los vagos se escaqueen. —El señor Lane era el director de una compañía de envases desechables. A veces se le notaba.
—Papá —le reprochó Jessica.
—Creo que puede ser algo más que eso, señor Lane —dijo Travis—. En las noticias decían que la situación es grave: la enfermedad se extiende por todas partes y hasta ha habido muertes.
Jessica se estremeció al oír la palabra. La muerte era un cambio impensable.
—Creo que las cosas van a empeorar mucho antes de empezar a mejorar.
—Eso es lo que dice todo el mundo, Travis —dijo el señor Lane—. Pero yo que tú no me creería todo lo que dicen. Los gobiernos tienen la costumbre de prepararnos para el peor escenario posible y así llevarse el mérito cuando las cosas resultan no ser tan graves como anunciaron. Dicho esto —admitió mientras se incorporaba a una carretera principal, sin la típica ayuda de un amable conductor que le indicase con las luces cuándo hacerlo—, parece que esta mañana hay menos tráfico de lo habitual.
—El periódico de papá ha empezado a llamar a la gripe «la enfermedad» —dijo Jessica, mientras un escalofrío le recorría el cuerpo—. Al principio es como una gripe: los primero síntomas son tos, dolores, fiebre y cosas así…, pero no es una gripe. O eso dice el periódico de papá. Con el tiempo, te salen unos círculos rojos asquerosos por todo el cuerpo, como un sarpullido. También según el periódico. Pero no sé hasta qué punto es así, ¿y vosotros?
—No sé de dónde saca el periódico esa información —dijo el señor Lane, escéptico.
—El informativo de la mañana no decía nada de eso —dijo Travis, ceñudo.
—Exacto. Lo más seguro es que se lo hayan inventado.
—O es una verdad que no quieren que oigamos. —Y no es que a Travis le gustase pensar que la exuberante Natalie le había ocultado información.
—Tu tranqui —dijo Mel—. Pongamos que lo del sarpullido es cierto. Todos hemos pasado por eso, ¿no? Quiero decir que podría ser peor. Podría ser como la peste negra, con las bubas apestosas, supurantes e hinchadas saliéndote en las axilas y, bueno, en otros lugares. Si cogías eso sí que te ibas al otro barrio. La gente creía que la llegada de aquella enfermedad significaba el fin del mundo, era el tiempo de la cosecha, en la que la parca, la muerte en persona, caminaría entre ellos y los castigaría por sus pecados. La peste negra, de 1348 a1350, barrió a la mitad de Europa.
—No sabía que te gustase la historia, Melanie —dijo el señor Lane fríamente.
—Solo las partes chungas —dijo Melanie—, que son la mayoría.
—Bueno, personalmente, no veo la relación entre la peste negra y esta situación —dijo el señor Lane—. Por una parte, estás en lo cierto: en el siglo XIV murió muchísima gente, Melanie, pero ahora estamos en el siglo XXI. La medicina ha avanzado: tenemos medicamentos, curas, medidas preventivas para emergencias médicas. Es inconcebible que hoy en día una enfermedad provoque tantas muertes como la peste negra. Imposible.
Eso quería pensar Travis. Pero ¿y el sida? Ya que el señor Lane había tenido el detalle de invitarlos a subir a su coche, optó por no mencionar la expansión del sida. Pero ¿y el ciclista al que acababan de adelantar? Llevaba una mascarilla. Travis solo pudo ver sus ojos. Había miedo en ellos.
La medicina había avanzado mucho desde 1340. Pero ¿y si también lo habían hecho las enfermedades?