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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (7 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—¿Qué? —Así que su fornido acompañante iba en serio. Tilo lo contempló con curiosidad: sus lacios mechones de pelo castaño estaban tan descuidados corno los de su padre, aunque lucía un vello facial mucho menos abundante; sus facciones eran más duras y podían hacerlo parecer hosco, hasta que sonreía.

El chico hizo un gesto que muchos hubiesen interpretado como una mueca de desprecio.

—Venga ya, Tilo, tú no te creerás todo lo que dice como el resto, ¿no? Todas esas chorradas de vivir en armonía con la naturaleza y que ella nos protegerá como protege a los animales y a los pajaritos, ¿no? —Desde luego, la astilla había salido muy distinta al palo—. Los animales se comerían a los pajaritos, y entre ellos, si tuviesen la oportunidad. No me creo todo ese buen rollo. La naturaleza es sangre y muerte, no bondad y piedad como dice mi padre, y él lo sabe. Así que, ¿quién está siendo un falso?

—Entonces ¿no crees que podamos aprender nada de la naturaleza?

—Oh, claro que podemos aprender una lección, la única que importa: los fuertes sobreviven y los débiles no. Eso es todo. Tienes que aprender a ser fuerte.

—Si eso es lo que piensas —dijo Tilo—, ¿por qué sigues con los Hijos de la Naturaleza? ¿Por qué no te marchas? Ya tienes edad para conseguir un trabajo o algo así.

—¿Y por qué no te marchas tu?Sé que no eres feliz en el asentamiento. Lo noto.

—¿Ah, sí? —La voz da Tilo denotaba tristeza, pero, no obstante, ella quería seguir con el tema—. Fresno, es que… pasar el rato en el bosque todo el día, vivir… existir… con tan poca cosa es algo que no voy a poder hacer eternamente. Tiene que haber algo más. Creo que merezco algo más. Un desafío. Un objetivo. Algo que superar cuando todavía puedo. No sé… Vale, sí, Arco Iris y Cielo nos enseñan cosas y los últimos años he ido de vez en cuando al colegio. No me dan envidia los chicos de nuestra edad que van a tener que hacer el examen de secundaria este año, pero en parte sí que me siento un poco celosa, porque al menos sus exámenes les abrirán oportunidades para llevar su vida por caminos nuevos. Eso es lo que quiero: algo que me ponga a prueba, que le dé significado a mi vida. Vivir con los Hijos es muy lineal, muy restrictivo. Quiero ver más allá. Quiero viajar más allá de los árboles.

—¿No crees que tu madre te echará de menos si te vas? —dijo Fresno.

—No creo ni que se dé cuenta. —Tilo sonó resentida. Demasiado.

— Entonces ¿qué te lo impide?

—Supongo que el miedo a buscarme la vida. Es un paso tan grande que impresiona. Y quiero darlo, pero… —Tilo buscó las palabras para expresar, aunque fuese aproximadamente, lo que sentía—. Dicen que saberse parte de un grupo da seguridad, ¿no? Si me quedase con mamá, con tu padre y los demás, los tendría a ellos; si me marchase, no tendría a nadie. Estaría sola, y no quiero estarlo jamás.

—Pues no lo estés —le dijo Fresno.

Tilo se paró en seco y levantó la mano para detenerlo a él también.

—¿Qué quieres decir? —Le miró a la cara, intentando adivinar sus intenciones—. ¿Vendrías conmigo? ¿Nos iríamos juntos?

—Me da igual despedirme de toda esta mierda: solo estoy buscando el momento oportuno. Y puede que ya haya llegado.

—¿Funcionaría, Fresno? —preguntó Tilo—. ¿Tú y yo?

—Oh, yo creo que sí —dijo Fresno—. Creo que nos iría bien juntos—, en más de un sentido.

Le acarició la mejilla y el cuello con los dedos. Eran cálidos y fuertes. Tilo tembló al sentir su tacto.

—Entonces vámonos juntos. -Rió ante aquella idea tan valiente. El corazón le iba a cien por hora—. No hay motivo por el que no podamos hacerlo.

Fresno se inclinó hacia delante. Iba a besarla. Aquel gesto sellaría su unión, que era lo que Tilo deseaba. Ella también se inclinó hacia él. Pero no se besaron. Un estrépito procedente de la maleza los alertó a ambos. Venía alguien. A toda prisa, siguiendo sus pasos. ¿Uno de los suyos? ¿Alguien del pueblo, quizá? Tilo descartó esa posibilidad. Una oscura silueta apareció en el follaje.

—Fresno… —le cogió de la mano con fuerza. De entre los árboles surgió un hombre, avanzando a trompicones. Pese ser un hombre, no parecía mucho mayor que los dos adolescentes, y su rostro llevaba grabado el miedo irracional de un niño acosado por las pesadillas. Pero llevaba el uniforme de combate de un soldado. Y un fusil. Y lo apuntaba hacia Tilo y Fresno.

—No os mováis —advirtió—. No os mováis o disparo.

Algunos hábitos del desayuno de Travis no habían cambiado en absoluto con el paso del tiempo. Todavía se sentaba ante la tele mientras comía un bol de cereales. Mamá seguía advirtiéndole desde la cocina que, si no se daba prisa, llegaría tarde al colegio. Pero Travis había dejado de ver los dibujos animados. Durante los últimos seis años, veía un informativo matinal. También veía los informativos a las seis, y una vez más a las diez, y de vez en cuando ponía el canal de noticias entremedias, para asegurarse. Era importante, vital incluso, estar al corriente de las acciones de los hombres malos. De hecho, se había convertido en una obsesión para él, una obsesión que nació después de perder a uno de los elementos principales de las mañanas de los Naughton: su padre.

En el informativo de aquella mañana, Natalie Kamen lucía una expresión completamente seria.

—La reciente epidemia de gripe continúa su avance, asolando el país —decía—. Contaremos con el ministro de Sanidad en nuestro estudio y recibiremos informes de hospitales de toda la nación. También viajaremos aún más lejos, a Europa, Estados Unidos y China, para conocer cómo están enfrentándose a la que se está convirtiendo en una de las pandemias más extendidas de la historia. Pero, si ya está sufriendo los síntomas en casa tenemos un remedio: en breves instantes, podrán escuchar a Melody Summers cantar la canción con la que representará al Reino Joido en Eurovisión, «Despierta con el mundo».

Travis pensó que, ya puestos, preferiría despertarse con Natalie Kamen, si a ella no le importaba. Sin embargo, no terminaba de parecerle bien que una presentadora fuese tan atractiva. Las presentadoras deberían ser como bibliotecarias: con pinta de estudiosas, correctas, con grandes gafas y un poco grises. ¿Cómo puñetas iba a concentrarse en los titulares con Natalie Kamen distrayéndolo?

—Es demasiado mayor, demasiado rica y demasiado guapa para ti. —Jane Naughton asomó la cabeza por la puerta del salón. Travis solía preguntarse si todas las madres tenían poderes psíquicos, o solo la suya-. Y si no llegas al colegio Travis, también estará demasiado formada para ti.

—¿Nunca has pensado en dar discursos de motivación, mamá? —dijo con una sonrisa.

—Ya tengo bastante con asegurarme de que estás listo para irte por la mañana —contestó su madre—, como para… —Sonó el teléfono—. ¿Quién será a esta hora?

—Natalie Kamen —predijo Travis—. Está loca por mí.

Lo cierto es que si quería llegar a tiempo a casa de Mel, no tenía tiempo para interesarse por quién llamaba, así que se bebió el café de un trago.

—Es la abuela —anunció Jane Naughton—. Quiere saber si estás bien ¿Tienes síntomas de la enfermedad?

—¿La enfermedad? ¿Ahora es su nombre propio? —En la televisión, un reportero informaba desde el pasillo de un hospital en alguna parte de Leeds—. No es más que una gripe, ¿no? No es una plaga bíblica. ¿Y Cómo están ellos?

—Estamos bien, mamá —corroboró Jane Naughton—. ¿Y vosotros?

—… el número de pacientes es abrumador —decía el reportero—. El hospital tiene todas las habitaciones repletas desde ayer por la noche, pero no dejan de llegar enfermos a los que no queda más remedio que dejar en el pasillo dada la falta de espacio. —Los pacientes, vestidos con batas blancas, tosían y se quejaban mientras languidecían sobre sus camas colocadas contra las paredes del hospital, tal y corno había informado el corresponsal. Los médicos iban y venían a toda prisa, agobiados y confundidos—. Esta caótica historia se está repitiendo en todos los hospitales de la ciudad.

—La abuela dice que están los dos bien —dijo Jane Naughton—. Ya se han vacunado contra la gripe, pero el abuelo no cree que vaya a servirles para nada. No cree que se trate de una epidemia de gripe.

—Los padres de mis amigos piensan lo mismo —comentó Travis—. ¿Qué cree el abuelo que es, entonces?

—«La enfermedad.»

—¿Qué cree papá que es, mamá?

El informativo había devuelto la conexión al estudio. La exuberante Natalie entrevistaba a un experto en enfermedades infecciosas acerca de la enfermedad.

—El abuelo cree que es fruto de un accidente, o algo así, en unas instalaciones secretas del gobierno en el que desarrollan armas biológicas.

—Ah, ¿sí? —preguntó Travis, sin una pizca de sorna.

El experto en enfermedades infecciosas hablaba del porcentaje de muertes.

—Mamá, ¿de dónde saca esas ideas? —la regañaba Jane Naughton, divertida—. Dile a papá que debería leer menos libros de ciencia ficción y echarte una mano más a menudo con las tareas de la casa… Sí, mamá, ya sé que él hace su parte, solo estaba…

Muertes. Estaba muriendo gente. Y no solo en países en los que cualquier desastre bastaba para causar víctimas, sino también allí, en las ciudades, en las calles británicas. Un número reducido, según explicaba el experto. Un número reducido. La exuberante Natalie hizo hincapié en aquel dato, como si tuviese que tranquilizar a los espectadores. Pero Travis no se dejó engañar. Que el recuento total no fuese estadísticamente significativo no importaba en absoluto si un ser querido se encontraba entre los muertos. No había más que mirar al número de policías muertos en actos de servicio, por ejemplo… Ese era el problema de los expertos. Vetan Información, no gente.

—Mamá, no creo que sea necesario. Ya te he dicho que estamos los dos bien, ni siquiera tenemos mocos.

Muertes. A causa de la enfermedad. En todos los países del mundo. Por lo que comentaban, el plan del gobierno de administrar vacunas (almacenadas en grandes cantidades y protegidas por la policía de ciudadanos ansiosos) estaba en marcha. Se decía que incluso animarían las largas colas con espectáculos, aunque había vacunas de sobra para todos. Travis pensó, incómodo, en la banda de música que tocaba «Cerca de ti, Señor» mientras se hundía el Titanic.

—Travis —susurró su madre desde el otro lado de la estancia—. El abuelo y la abuela quieren que vayamos a Willowstock. —El pequeño pueblo en el que vivían, a casi doscientos kilómetros de distancia—.Creen que estaremos más seguros allí. —Negó con la cabeza—. Se preocupan por cada cosa

—Ya te digo, mamá —dijo Travis. Al parecer, la alegre actuación de Melody Summers y su «Despierta con el mundo» iba a posponerse. Por lo visto, Melody se encontraba un poro pachucha. La exuberante Natalie le deseó una pronta recuperación.

—De momento nos quedamos, mamá. —Jane Naughton intentaba poner fin a la conversación por todos los medios—. Si la situación empeora nos lo replantearemos, pero no quiero… Sí. ¿Travis? ¿Quieres , charlar un rato con la abuela?

Por desgracia, antes tenía que hablar con alguien. Sintió que se le encogía el corazón.

—Lo siento, no puedo. Tengo que ir a casa de Mel.

—¿Ahora? —preguntó su madre, sorprendida—. Pero si solo son las…

—Ya, lo siento. Dile a la abuela que les daré un toque esta noche.

—Travis…

Apagó la televisión de camino al vestíbulo y Natalie Kamer desapareció. Travis no lo sabía, pero no volvería a verla jamás.

* * *

—Lo digo en serio. —El soldado contemplaba a los adolescentes con gesto desencajado—. Como os mováis, disparo. —Su dedo temblaba en el gatillo, al igual que todo su cuerpo.

—Vale, de acuerdo, tranquilo —dijo Fresno, intentando apaciguarlo—. No nos vamos a mover, ¿ves? —Tilo, desde luego, estaba quieta del todo—. Tranquilo.

—Bien, muy bien. No quiero hacer daño a nadie. —Los labios del soldado temblaban como los de un niño a punto de llorar.

Tilo fue perdiendo el miedo.

—¿Por qué no bajas el arma? Así…

—No. No. —Una urgencia febril volvió a adueñarse del soldado, que apuntó el arma hacia ellos, amenazador.

—Muy bien, Tilo —murmuró Fresno.

—Si bajo el arma os escaparéis, y si os escapáis no podréis escuchar, y tenéis que escucharme. Todo el mundo tiene que escucharme.

—Somos todo oídos —confirmó Fresno. La voz del soldado se entrecortaba por continuos sollozos.

—Ya viene. No podremos detenerla. Viene a por todos nosotros. Viene a por vosotros.

—¿Qué? —preguntó Tilo—. ¿Qué viene?

—Si supiesen que estoy aquí… Pero la gente tiene que escucharme. Ya viene, y será el fin.

—¿El fin? —Un escalofrío (aún mayor que el que sentía al estar siendo apuntada por un soldado fuera de sí) heló el corazón de Tilo.

—De todo. De to-do. —El soldado se encogió, como si lo abrumara un gran pesar—. Tengo que llegar a casa. Tengo que llegar a casa antes de que sea demasiado…

—¡Tilo! —la advirtió Fresno.

El soldado levantó la cabeza en una fracción de segundo y un alarido de desesperación manó de su garganta cuando, de entre las sombras del bosque, aparecieron más soldados, dejándose ver a medida que rodeaban a su joven compañero y a los dos Hijos de la Naturaleza. Eran unos doce y, pese a encontrarse a unos veinte metros de distancia, Tilo no les había oído acercarse. Llevaban ropa de combate. Armas automáticas. Rostros cubiertos por lo que parecían máscaras antigás. Y apuntaban hacia sus tres objetivos.

—Escuchen, no… no conocemos a este tipo —dijo Fresno a los mudos soldados—. No queremos problemas.

—No dejéis que me lleven —le rogó el joven militar a Tilo, desesperado—. Quiero ir a casa. No quiero volver. No servirá de nada. Decídselo.

 Pero Tilo se había quedado sin habla.

Los soldados avanzaron.

—¡Recordad lo que he dicho! —advirtió el joven—. ¡Ya viene!

Cuando le vio mover su fusil, Tilo estaba convencida de que iba a dispara a los soldados enmascarados, llevándose a quien pudiese por delante antes de morir. Después se dio cuenta de lo que realmente quería hacer: colocó el cañón del arma bajo su barbilla y apretó el gatillo. Un único disparo resonó por todo el bosque.

Tilo profirió un alarido que precedió al grito de terror de Fresno.

Los soldados no hicieron ni un ruido.

Los adolescentes se abrazaron y Tilo se alegró de haber cerrado los ojos justo a tiempo. Pero no se atrevía a seguir cerrándolos: mejor tenerlos abiertos, por si tuviese que rogar por su vida, lo cual parecía bastante probable. Algunos soldados se dirigieron hacia el cuerpo del suicida, pero el resto no dejó de apuntarlos a Fresno y a ella.

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