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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (2 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—Por Dios, papá, por favor, no te vayas. No nos dejes, por favor. Por favor. Quédate.

Pero padre negaba con la cabeza, resignado, afligido, con el desánimo de quienes han de partir impreso en la voz.

—Tengo que irme, Travis. Sé que quieres que me quede, pero no puedo. Ya no pertenezco al mismo lugar que tú. —Una fría racha de viento resopló por el mundo de tinieblas de más allá de la puerta—. Adiós, hijo. Tendrás que seguir sin mí.

—No puedo. No puedo. —Extendió los brazos hacia su padre, pero no llegó a alcanzarlo. No podía tocarlo.

—Pero debes. Por tu madre. Por ti —dijo mientras desaparecía paulatinamente a través del umbral. El viento lo arrastraba, alejándolo—. Travis, yo fui tu padre y te quise. Recuérdalo.

—Papá, no quiero que te vayas…

Pero el sueño no lo escuchaba. Había terminado y despuntaba un amanecer… real.

Travis se quedó tumbado, mirando la vacía blancura del techo de su cuarto. No necesitó palpar la parte superior de su pijama para saber que no había rastro de sangre: las pesadillas no solían dejar un rastro tangible a su paso. Sin embargo, aquella visión le había enseñado una difícil, irrevocable e irrefutable lección: su padre se había ido para siempre.

Una vez que se había perdido algo, jamás podía recuperarse.

Seis días antes

El capitán Gavin Hooper odiaba el desierto. Lo supo al contemplar aquella extensión árida y rocosa a través de la ventana del helicóptero: el desierto era su enemigo.

Hooper se sentía más que cualificado para hablar de enemigos. Durante su carrera como miembro de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, se había enfrentado, y había derrotado, a muchos de ellos. Algunos habían adoptado la forma de hombres que corrían hacia él con una maldición en sus labios y un arma en sus manos: aquellos eran fáciles de despachar, incluso cuando, en ocasiones, en vez de hombres resultaban ser poco más que niños o, como una vez, una mujer. Otros estaban hechos de acero, cable y dinamita, y moraban en aparcamientos y en el arcén de carreteras polvorientas. Esos eran de los que costaba más defenderse: el cuerpo lacerado de Hooper y su pierna izquierda, a la que le faltaba el pie, eran testigos de ello. Su experiencia como soldado le había enseñado que los enemigos más letales, más peligrosos, eran aquellos que permanecían escondidos en secreto, calculando su momento, aquellos que no podían ser vistos hasta que era demasiado tarde. O, como había empezado a creer durante su último destino, aparentemente inofensivos, pero que te mataban acabando con tus ganas de vivir.

—El desierto —murmuró Hooper, apesadumbrado. El desierto era así. El desierto era su enemigo.

—Señor —dijo el piloto que lo acompañaba a su lado, un muchacho lo bastante joven como para tener un caso severo de acné—, detrás de nosotros se está formando una tormenta de arena.

—¿Cuánto queda hasta llegar a la base?

—Veinte
klicks
[2]
, señor.

Hooper hizo un gesto de aprobación.

—No nos alcanzará hasta que aterricemos, hijo. ¿Hemos podido contactar con la base?

—Todavía nada, señor —dijo con evidente tensión en la voz.

—Siga intentándolo. Lo está haciendo muy bien —añadió el capitán para tranquilizarlo.

El cumplido hizo sonrojarse al joven piloto. Demasiado joven, pensó Hooper. Como muchos de los chicos con los que había combatido en Iraq, como aquellos a los que había visto morir. Pero a los políticos de casa no parecía quitarles el sueño la media de edad de aquellos que eran enviados a arriesgar sus vidas en las guerras en el extranjero. Hooper se acordó de los dos muchachos que murieron durante el mismo incidente que le costó parte de una extremidad: uno de ellos llamaba a gritos a una madre a la que jamás volvería a ver. Políticos. Habría que mandarlos al paredón.

Iraq también había acabado con su carrera como militar sobre el terreno. Un hombre con un pie protésico no podía someterse a los rigores del combate. Así que lo transfirieron y lo reasignaron como enlace militar con una de los pocos países árabes del Golfo que aún tenía buenas relaciones con el Reino Unido. Lo bastante buenas como para aceptar su asistencia militar y tecnología, sin reparos. Lo bastante buenas para permitir que se estableciese alguna que otra instalación científica en mitad de ninguna parte, como aquella a la que se aproximaban Hooper y sus tres helicópteros de transporte de tropas.

Por supuesto, aquella cuestión planteaba una pregunta: ¿por qué exiliaba el gobierno británico a grupos enteros de científicos a unos terrenos perdidos en el desierto imposibles de rastrear, en vez de tenerlos trabajando en laboratorios de primera línea en casa? ¿Qué hacían allí? Aquella información estaba clasificada, incluso para alguien herido en el servicio a su patria. Pero, independientemente de la tarea que desempeñasen, Hooper dudaba que esta fuera legal. Los proyectos legales no tenían por qué llevarse a cabo en solitario y en secreto. Sospechaba que se trataba de nuevas tecnología armamentísticas… Los investigadores militares estaban desarrollando nuevas formas de matar a jóvenes soldados con mayor virulencia, con mayor eficacia. Formas que un soldado no vería venir hasta que fuese demasiado tarde.

Científicos. Habría que mandarlos al paredón.

—¡Señor! —El piloto sonaba más optimista y señalaba hacia delante con algo parecido al alivio.

El campamento.

—Aterrice, hijo —dijo Hooper.

Lo cierto es que, en el fondo, al fin y al cabo, no le importaba qué tramasen aquellos empollones con sus batas blancas y sus gafas en aquellas misteriosas bases, siempre y cuando no afectasen a su existencia, tal y como había sido hasta hacía tres horas. Pero tres horas antes, todas las comunicaciones entre la base y el mundo exterior se habían interrumpido total e inexplicablemente. Desde entonces, no habían podido contactar con el personal de las instalaciones. Hooper y sus hombres habían sido designados para esclarecer el motivo.

Sin embargo, era extraño que hubiese ocurrido justo entonces. El día anterior habían designado un nuevo contingente científico para apoyar a los que ya residían allí. O aquella era la versión oficial. Hooper había echado un vistazo al equipo a la espera de ser trasladado, y dudó que cualquiera de ellos se hubiera enfundado alguna vez una bata de laboratorio. Gafas oscuras. Trajes aún más oscuros. Aquellos nuevos reclutas tenían más pintas de miembros del MI6 que de doctores, lo que encajaba con el rumor que había oído de un compañero de control aéreo: al parecer, un objeto de origen digital había aterrizado en las proximidades de la base. Lo más probable era que se tratase del fragmento de un satélite que no ardió al atravesar la atmósfera. Dado que era obvio que aquel equipo había sido enviado ex profeso a analizarlo, concluyó que no era de origen británico. Quizá al gobierno le preocupaba que otros estuviesen interesados en lo que se estaba cociendo en aquel lugar olvidado de la mano de Dios.

Hooper frunció el ceño a medida que el helicóptero descendía hacia el complejo de la base. Desde su perspectiva todo parecía normal, tranquilo. Las filas de barracones prefabricados y edificios de una sola planta se erguían respetuosamente y en silencio, como tropas a la espera de una inspección: nada fuera de lo habitual. Los camiones y los todoterrenos del campamento también estaban alineados en una impecable orden y el helicóptero reposaba en perfecto estado sobre la plataforma de lanzamiento. La verja del perímetro (dado lo remoto de la ubicación, uno podría considerar superflua) ofrecía un aspecto impoluto. Sin embargo, no había rastro de seres humanos. Aquel escenario era como una fotografía, y quizá fuese eso lo que alarmó al capitán Gavin Hooper. En aquella fotografía no había nada. En cuanto a la base… que no hubiese un enemigo a la vista no significaba que no existiese. Hooper sintió sus músculos tensarse.

El aterrizaje del piloto fue ejemplar, incluso cuando las primeras ráfagas de una inminente tormenta de arena azotaron aquella extensión del desierto. Hooper le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que se quedase donde estaba.

—¿Señor? Con todo el respeto, señor, no creo que sea una buena idea despegar con esta tormenta.

—Con suerte, no tendremos que hacerlo —dijo Hooper—. Ahora póngase en contacto con el cuartel general por radio e informe de que ya hemos llegado a la base.

Los tres helicópteros descargaron a sus ocupantes: seis soldados cada uno, todos ellos equipados con armas automáticas.

—¿Qué opina, señor? —preguntó el cabo Kent al unirse a su superior—. Un poco
Mary Celeste
[3]
, ¿no le parece?

—¿Cree que aquí no hay nadie?

—Creo que, de ser así, hubiesen enviado a alguien fuera a investigar después de habernos oído.

—Parece que alguien sí lo ha hecho, cabo —dijo Hooper mientras señalaba.

Un perro mestizo apareció de improviso tras la esquina de un barracón cercano. Tenía la cola y las orejas gachas y gimoteaba.

—Ven, chico, ven —lo animó Kent. Sin embargo, el perro se encogió de miedo y en cuanto el cabo dio un paso para dirigirse hacia él, huyó.

—Hum. Veo que se le dan de miedo los animales, Kent —observó Hooper.

—Algo lo ha asustado —dijo el cabo—. Me pregunto qué.

Hooper echó un vistazo al cielo. Era del color de la ictericia. El polvo y la arena empezaban a cubrir a los soldados del complejo, lo que quizá explicaba por qué los hombres estaban empezando a agruparse, por instinto. Hooper pensó que, independientemente de lo que encontrasen o no en los próximos minutos, iban a tener que ocuparse personalmente de ello.

—Muy bien, vamos a hacer nuestro trabajo. —Su voz, forjada por años de vida castrense, resonó como un disparo—. Por parejas. —Mencionó unos nombres—: Empiecen por este extremo del campamento. —Más nombres—: Empiecen por el final. Inspeccionen todos los edificios, por turnos. Sean meticulosos y precavidos. Se encontrarán con el cabo Kent y conmigo en la mitad.

—¿Y nosotros adónde vamos? —preguntó Kent.

El mestizo apareció de nuevo. En aquella ocasión ladró, con un tono que parecía debatirse entre el miedo y la necesidad de comunicarse con urgencia con los recién llegados.

—Adonde nos lleve el perro —dijo Hooper.

Los soldados se adentraron en la base, perdiéndose de vista de unos a otros paulatinamente entre los silenciosos edificios, accediendo al interior de los barracones para no volver a salir. Hooper los vio desaparecer, como si nunca hubiesen existido en primer lugar.

—Señor. —Kent se había estado fijando en el perro. El perro se había colado a través del estrecho espacio que dejaba una puerta entreabierta para dirigirse a uno de los grandes edificios, un laboratorio, quizá. El cabo y el capitán lo siguieron.

—¿Hola? —gritó Hooper en el umbral—. ¿Hay alguien? ¿Doctor Lansburg? ¿Profesor Fielding?

Si estaban ahí, desde luego, no respondían. El lugar en el que se adentraron con el sigilo de una pareja de consumados ladrones no era un laboratorio, sino una sala de descanso. Había un bar, una cantina, una máquina de
pinball
, una tragaperras de palanca, una mesa de billar y otra de pimpón. En aquel momento nadie jugaba, aunque era evidente que en el pasado sí lo hicieron. Los soldados lo adivinaron porque aún había un hombre en la máquina de pinball, aunque tal y como estaba, despatarrado sobre ella, no es que fuese a conseguir una buena puntuación. También había un hombre y una mujer con raquetas de pimpón, aunque su juego no parecía dar muchos frutos, puesto que estaban tirados en el suelo. Había media docena de ocupantes más, distribuidos en dos grupos a lo largo de las mesas que ocupaban el centro de la habitación, tan relajados que se habían quedado completamente dormidos, con la cabeza apoyada hacia atrás o apoyada sobre la mesa.

Solo que no estaban dormidos.

Hooper se puso tenso y abrió los ojos de par en par. Había otra presencia en aquel lugar, la de una entidad invisible, el enemigo más despiadado e implacable de todos.

—Muertos —dijo Kent, sorprendido—. Están todos muertos.

No había señales de violencia. No había signos de lucha. No había heridas a la vista. Era como si todo el personal de la base hubiera acordado morir de forma colectiva y hubiesen llevado a cabo aquel acto con total discreción.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

Hooper negó con la cabeza. ¿Qué no había heridas visibles? Bien, no había agujeros abiertos manando sangre, pero podía verse desde la puerta el rubor en los rostros de los científicos muertos, hasta el punto de que parecían haber sido hervidos. Hooper miró hacia abajo: las manos, aquellas que estaban a la vista, presentaban el mismo aspecto. El perro lamía una mano que colgaba del brazo inerte de un hombre barbudo cuya cabeza estaba reclinada hacia atrás con la boca totalmente abierta, como si estuviese esperando la revisión del dentista de un momento a otro.

Hooper pudo oír los chillidos de la tormenta de arena en el exterior. El perro se giró hacia él y ladró.

Hooper caminó hacia los cadáveres.

—¿Señor, cree que deberíamos…? —Kent permaneció quieto.

—No tenemos opción, cabo.

Hooper se aproximó al cuerpo del hombre que, al parecer, había sido el dueño del perro. De cerca, era fácil (a la vez que macabro) comprobar el motivo del enrojecimiento de los científicos: Hooper sintió un nudo en el estómago cuando vio que la piel de aquel hombre había sido lacerada con multitud de círculos carmesíes, como si un lunático le hubiese grabado anillos en la carne con un cuchillo. O como si lo hubieran envuelto con una red de malla circular que, de tanto apretar, había acabado por cortarle.

Pero fue una enfermedad lo que lo mató. Una infección.

Pese a los gemidos del perro, Hooper se aproximó al siguiente cuerpo. Se encontró con unos ojos vacíos orientados hacia él, dos esferas blancas en una máscara roja. No sintió la necesidad de seguir investigando. Era obvio que todos habían muerto del mismo modo.

—Señor…

Ignoró a Kent. La muerte había debido de sobrevenirles con rapidez. De golpe. Mientras jugaban, creían, hablaban y tomaban café. La muerte se les unió y se puso cómoda.

—Señor…

Pero ¿cómo? En silencio. A través de mortales e innumerables ejércitos de bacterias. Invadiendo a través de las fosas nasales, de los poros, conquistando desde el mismo aire que sus víctimas respiraban, asesinándolas desde el interior. ¿Algún tipo de agente vírico letal, quizá? ¿Un arma biológica? ¿Una que solo afectase a los humanos? La supervivencia del perro corroboraba dicho punto. Puede que los científicos estuviesen desarrollando nuevos tipos de enfermedades, lejos de población inocente. Quizá habían sufrido un accidente. Quizá habían liberado el veneno por la base, como si se hubiesen derramado cápsulas de cianuro.

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