La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (6 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Travis temía que, después de todo, no pudiera cumplir la palabra que le dio a Mel.

Alguien apagó las luces del comedor y todos empezaron a cantar. El fulgor amarillo de las velas bailó ante el rostro de Jessica mientras esta se inclinaba para apagarlas. La oscuridad reinó momentáneamente, a lo que todos respondieron con virotes.

—¿Levantáis vuestras copas, por favor? —Instó el señor Lane a los invitados tras encender la luz superficial—. Me gustaría proponer un brindis. Por Jessica, nuestra preciosa hija, y por el precioso futuro que tanto ella como todos vosotros tenéis por delante. ¡Por Jessica y el futuro!

Y si la cumpleañera tenía algún tipo de recelo con respecto a la segunda parte del deseo de su padre, se cuidó mucho de que no se notase.

Mientras tanto, a su alrededor, todo el mundo vitoreaba y aplaudía al unísono.

—¡Por Jessica y el futuro! —gritaban a coro.

Hasta Simon. Hasta Mel.

—¡Por Jessica y el futuro!

2

Los hijos de la Naturaleza se reunieron en el claro, como siempre, para recibir el amanecer.

—La llegada de un nuevo día ha de ser alabada y celebrada —decía siempre Roble—. Es como el nacimiento de un bebé, el comienzo de una vida, la promesa de un futuro que desconocemos.

Pero del que te puedes hacer una idea, pensó Tilo Darroway. Como aquella mañana, por ejemplo, en la que los treinta y tantos Hijos de la Naturaleza se congregaban, embutidos en sus chubasqueros, bajo un cielo plúmbeo y un follaje que no paraba de gotear. Si aquel día era como un niño, saldría arisco e infeliz. En momentos como aquel, y cada vez mayor intensidad, Tilo anhelaba una vida normal. Pero su madre, no dejaba de preguntar: «¿No es precioso?», así que quizá era la única.

Se largó de la ceremonia en cuanto pudo y caminó con dificultad hacia su tienda de campaña, atravesando un variopinto surtido de toscos refugios dispuestos en filas entre los árboles de aquel lugar que Roble había escogido para los Hijos de la Naturaleza. Ya se habían encendido varias hogueras para preparar el desayuno: el humo gris ascendía a duras penas artrítico a través de la llovizna.

Una vida normal, sí. Una casa hecha de ladrillos y cemento, con cimientos sólidos, que no cambiase de sitio. Una dirección a la que los carteros pudiesen enviar las cartas y amigas con las que reunirse a charlar, cotillear, escuchar cedés de música y ver telebasura (llevaba sin ver la tele desde que se unieron a los Hijos de la Naturaleza, hace dieciocho meses). Un lugar en el que la conociesen, un lugar al que pertenecer.

Filo recordaba vagamente la casa en la que vivía cuando era una niña pequeña… o, por lo menos, se la imaginaba. Pensó que debía de tener un patio trasero, ya que recordaba las interminables vueltas que daba en su triciclo sobre una superficie lisa de cemento, sin destino alguno, acompañada por su mejor amiga: una muñeca de trapo a la que, y de aquello sí estaba segura, llamó Margarita, por las flores con las que su madre solía hacerle aquellos preciosos collares. En una fatídica ocasión, Margarita se cayó del triciclo sin que Tilo se diese cuenta, por lo quo continuó alegremente su consagrada ruta hasta que, en la siguiente vuelta, pasó por encima de la cabeza de la muñeca, rompiéndosela y acabando con su vida. Recordaba que lloró de forma incontrolable, mientras acunaba el cuerpo sin vida de Margarita contra su pecho.

Tilo deseó que aquel momento fuese tal y como lo recordaba, ya quo concluyó con su papá preguntándole qué había pasado con un tono de voz mucho más dulce del que solía utilizar para hablarle a mamá. Ella le contó lo ocurrido, acongojada y sin esperanzas, y él se echó a reír, como si acabar con la vida de alguien no fuese algo de lo que preocuparse. Recordó haber mirado hacia arriba, en busca de consuelo, pero había olvidado los rasgos de su padre muchos años atrás. Sin embargo, recordaba sus manos (fuertes, cubiertas de vello negro, con las yemas de los dedos amarillentas) quitándole delicadamente la muñeca, a la vez que le decía que echaría un vistazo a Margarita por si pudiese hacer algo por ella. Pero Tilo le dijo entre lágrimas que una vez le has quitado la vida a alguien no puedes hacer nada por él, y que se iría a vivir con Dios y el Niño Jesús. Pero su padre le dijo que todo era posible si se quería de verdad, todo, y que Margarita no estaba muerta, sino que simplemente estaba durmiendo… y que la despertaría. Y así fue. Y Tilo recordó ser tan feliz quo no solo cubrió de besos a la ceja cosida de Margarita, sino también a su padre. Con el tiempo, se alegró de haberlo hecho. Resultó que aquella fue una de sus últimas oportunidades. Poco después, su padre se fue y no volvió a verlo jamás.

A Tilo le daba impresión de que pasó muy poco tiempo después de aquello hasta que su madre y ella también se marcharon: hicieron las maletas y abandonaron la casa con el patio trasero para siempre. Su viaje había comenzado.

De hecho, «viaje» era el término que empleaba su madre para descubrir en qué se habían convertido sus vidas, ese, o «misión» Y decía en plural el pronombre que acompañaba a la palabra por necesidad, más que por elección: Tilo tenía la persistente sospecha de que, en realidad, no se trataba de un viaje compartido, sino exclusivo de su madre; una misión para como solía decir con visionario orgullo, «encontrarse a sí misma». A juzgar por los años trascurridos recorriendo el país, viajando de comunas a campamentos, de una comunidad New Age o nómada a otra en busca de la auténtica Deborah Darroway, aquella no se trataba de una tarea sencilla, ya que todavía no lo habían conseguido. Sin embargo, parecía encajar dentro de los Hijos de la Naturaleza. Deborah había pasado a ser Marjal, fiel a la costumbre del grupo de cambiar sus nombres por el de uno de los milagros de la naturaleza, como prueba de su fidelidad (por suerte, el nombre de pila de Tilo la eximió de tener que cambiárselo) La nueva Marjal Darroway había empezado a escribir poesía: loas naturaleza y a las mujeres que reunían el suficiente valor para dejar atrás el pasado y «encontrase a sí mismas». Independientemente de las consecuencias sufridas por sus hijos, pensó Tilo.

De seguir sintiéndose como aquellos días, era cuestión de tiempo que fuese ella la que dejase atrás el pasado.

Gateó al interior de su tienda y cerró la cremallera de la entrada para aislarse de la gente y el clima. El problema era que no tenía con quien hablar de sus sentimientos y sus miedos. Con mamá no, eso desde luego… En aquellos días, los únicos sentimientos que le importaban a Marjal Darroway eran los suyos. ¿Los demás adultos? Estaban satisfechos viviendo en el bosque, no entenderían que alguien quisiese algo más. ¿Roble? Ni de coña. El día que llegaron al asentamiento de los Hijos de la Naturaleza, Tilo le preguntó:

—¿Y la comida? ¿Y la ropa? ¿Y Las medicinas? ¿Y el dinero?

—Ah, mujer de poco fe —respondió Roble, con tacto—. Mira los animales y pájaros que comparten este bosque con nosotros. ¿Cuál de ellos se preocupa de tales asuntos? Y, sin embargo, la naturaleza, en su generosidad, cuida de todos. Los pensamientos materialistas son propios de mentes materialistas. Libera la tuya para descubrir la belleza que nos rodea. La madre naturaleza conoce las necesidades de sus hijos y las satisfará.

Las ayudas sociales que la comunidad recibía en la oficina de correos de Willowstock también ayudaban, pero Roble nunca hablaba de ellas. Siempre parecía metido en su papel de Juan el Bautista en un remake de Jesús de Nazaret. La verdad es que su aspecto encajaba: greñudo, barbudo, asilvestrado y convencido de estar siempre en lo correcto. No, Tilo no conseguiría nada del autoproclamado padre de los Hijos de la Naturaleza. Pero ,¿y su hijo? Fresno tenía dieciséis años como ella. Eran los único chicos de aquella edad en todo el asentamiento, por lo que habían pasad el último año y medio juntos. De vez en cuando, Tilo tenía la impresión de que Fresno quería estar aún más unido a ella, y en ocasiones le gustaría permitírselo. Pero, en cualquier caso, si había alguien con quien podía compartir sus conflictos y anhelos más íntimos, ese alguien era Fresno. Casualmente, aquella mañana les tocaba a ellos recorrer los casi dos kilómetros que los separaban de Willowstock para ir a por provisiones. Quizá podrían charlar por el camino.

Tilo se miró en el pequeño espejo que conservaba entre sus escasas pertenencias. Todavía entraba poca luz en la tienda, pero bastaba para concluir que la llovizna no había terminado de arruinar su aspecto… aunque quizá solo estuviese esperando el momento oportuno. En cualquier caso, se pasó un peine par su enmarañado cabello. En el pasado lo llevó largo, pero los rigores de la vida al aire libre y el limitado suministro de productos de belleza anunciados por supermodelos que había en el campamento la convencieron para cortárselo. Aquel cambio hizo que sus ojos miel pareciesen más grandes, que sus labios destacasen más y que se acentuase el aspecto delicado de su rostro, dándole la apariencia de un elfo: quizá, después de todo, pertenecía al bosque. O quizá no. En cualquier raso, era ella quien debía tomar esa decisión.

Una mano dio unos golpecitos sobre la tela de la tienda de campaña.

—Tilo, ¿estás ahí? —Era Fresno. Respondió que sí—. ¿Te apetece desayunar antes de ir al pueblo?

—Ya voy.

Avena y café. Ambos en cantidad, pero ambos carentes de sabor. Tilo solía decir que si cerrabas los ojos y dejabas que alguien te lo metiese en la boca, no podías distinguir la avena del café. Se lo hubiese dicho una vez más a Fresno aquella mañana, pero su enfado se vio apaciguado por el reparo: Roble había decidido comer con ellos.

—Me he fijado en que hoy te has marchado de la ceremonia matutina bastante… deprisa, Tilo —observó el líder de los Hijos—. Y sin tu habitual sonrisa. ¿Te encuentra mal?

A esos ojos brillantes no se les escapa nada, ¿verdad que no?, pensó Tilo.

—No, estoy bien. Gracias, Roble. He pasado una mala noche, eso es todo.

—Ah —asintió Roble, comprensivo—. Los sueños atormentados suelen ser fruto de una mente atormentada, ¿no lo sabías, Tilo? ¿Quizá haya algo atormentado en tu mente?

—No, estoy… —Pero sí. La pregunta acerca de su estado se lo recordó súbitamente. Se sorprendió de no haberse acordado de aquello hasta entonces—. De hecho, puede que Fresno y yo tengamos que hacerle una visita al médico cuando vayamos a Willowstock para hablar con el doctor Parker.

—Entonces, ¿te encuentras mal? —dijo Roble.

—No.

—¿Qué pasa, Tilo? —preguntó Fresno, preocupado,

—Nada, estoy bien —reiteró Tilo—. Pero creo que nos vendría bien a todos visitar al médico.

—¿Por qué, Tilo? —preguntó Roble con suavidad, como si supiese la respuesta.

—Para saber más de este brote de gripe. Para comprobar si se está expandiendo. El sábado me dijeron en la oficina de correos que está cebándose con las ciudades, y ayer, cuando Arco Iris y Cielo volvieron, dijeron que ha habido casos en Willowstock. —Roble se limitó a mirarla, con benigna condescendencia—. Quizá deberíamos tomar precauciones.

—Ya hemos tomado precauciones, Tilo —dijo el hombre con una sonrisa—. Nos hemos alejado de la mal llamada civilización. Hemos abandonado la carretera y nos hemos adentrado en el bosque. Somos los Hijos de la Naturaleza.

—Sí, ya lo sé —reconoció Tilo—. Pero, la verdad, no me explico cómo va a impedir eso que no nos pongamos enfermos.

—¿Cómo que no? —Roble parecía compadecerse de ella.

—Escucha a papá, Tilo —la aconsejó Fresno, lo cual no era una buena señal.

—Esta enfermedad, este virus —dijo Roble—, o sea lo que sea, no proviene de la naturaleza, eso es evidente. Si lo que hemos oído es cierto, es antinatural, un castigo contra aquellos que abusan de la naturaleza en su día a día, aquellos que le han dado la espalda. Solo afectará a los materialistas, no a los Hijos de la Naturaleza.

—Pero dicen que está muriendo gente —protestó Tilo—. ¿Quieres decir que es culpa suya?

—La naturaleza nos ha otorgado un regalo el libre albedrío, joven I —apuntó Roble—. Y por ello, debemos asumir las consecuencias de nuestros actos. Podemos rechazar a la naturaleza o podemos abrazarla

—Así que crees que seremos inmunes.

—Vivimos en comunión con el bosque, con armonía con la naturaleza —Roble cerró los ojos y alzó el rostro hacia el mustio cielo—. Esta enfermedad no puede causarnos ningún mal.

—Esperemos que tengas razón —murmuró Tilo.

—No entiendo por qué te has molestado en discutir con mi padre acerca de esta enfermedad —dijo Fresno mientras Tilo y él caminaban a través del bosque, en dirección a Willowstock—. Nunca escucha. Es mucho más fácil decir lo que quiere oír cuando lo tienes delante, y lo que realmente piensas a sus espaldas.

—Esa forma de actuar suena un pelín falsa —dijo Tilo, riendo. No estaba muy segura de si Fresno hablaba en serio o no.

El muchacho encogió sus anchos hombros.

—Bueno, una mentirijilla no hace daño a nadie.

—Así que, ¿vamos a ir a ver al médico? Entonces es obvio que no te crees eso de que pertenecer a los Hijos de la Naturaleza sea tan eficaz como una vacuna. Les resultaba extraño hablar de enfermedades y epidemias estando rodeados de la paz y tranquilidad del bosque. La llovizna matutina había amainado y, lo que era aún mejor, las nubes habían empezado a desaparecer, anticipando un día soleado repentino. Quizá Roble estuviese en lo cierto. En aquel momento, parecían a salvo de cualquier mal.

—No me creo ni una palabra de mi padre —protestó Fresno—. Miente más que habla.

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