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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (3 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Quizá el agente siguiese activo.

—Señor…

—Kent, llame a los hombres. Tenemos que evacuar in…

El cabo Kent parecía haber sufrido una quemadura solar de primer grado. Se sostenía en pie a duras penas.

—No me encuentro…

Soltó el arma. Intentó agacharse para recogerla, pero en cuanto se inclinó, cayó de bruces contra el suelo y no volvió a hablar ni a moverse.

—¡Kent! —Hooper estiró la mano hacia su compañero caído: estaba cubierta con unos círculos escarlata apenas visibles—. Dios mío…

Tenía al enemigo cerca, como hacía unos meses en una carretera iraquí. Pero el capitán Gavin Hooper había evitado la muerte entonces y la volvería a evitar ahora. El buen criterio siempre era la mejor parte del valor.

Corrió hacia la puerta y encendió la radio.

—Rogers, Smith, Bernard ¿pueden oírme? — No lo parecía—. ¿Pueden oírme? —Solo respondió el perro, que ladraba tras él como si le rogase que se quedara—. Si alguien puede oírme, regresen a los helicópteros. Nos largamos.

Si es que la tormenta de arena se lo permitía. Esta lo golpeó como un boxeador en cuanto salió del complejo, sacudiéndolo y haciéndole perder el equilibrio. Al protegerse los ojos con la mano comprobó que los círculos eran cada vez más intensos, más profundos, como si estuviesen echando raíces.

La muerte ya estaba en él. Podía sentirla corrompiendo sus células, atacando sus órganos. Podía sentir la contaminación extendiéndose en su interior. Pero podía combatirla. Podía contenerla. Su voluntad era más fuerte que la carne. Siempre lo había creído así. Hooper se abrió paso a través de una ventisca de arena como si nadase a contracorriente por aguas profundas. No había señal del resto. Estarían muertos, todos muertos. Como Kent. Pero él era el último. Él viviría. Los barracones se desdibujaron a su alrededor. Ante él se encontraban los helicópteros, como trazados a carboncillo. El joven piloto esperaba. Le llevaría de vuelta al cuartel general, donde los médicos lo curarían, lo salvarían. Viviría aunque tuviese que cortarse el brazo él mismo. Pero si los oficiales al mando estaban al corriente de los experimentos biológicos que estaban teniendo lugar allí, ¿por qué no los equiparon a él y a sus hombres con máscaras antigás? ¿Es que no les importaban?

Oficiales al mando. Habría que mandarlos al paredón. Eran como los políticos, como los científicos. Al paredón con todos. Hasta el último de ellos. A todo el maldito mundo.

La piel le ardía, como si estuviese envuelta en llamas. Pero estaba a punto de llegar. Caminó a tientas a través de aquel torbellino de arena y polvo. El helicóptero. El piloto estaba donde lo dejó, a los mandos. El chaval se merecía una medalla.

Abrió las puertas del cielo.

—Despegue, rápido.

Pero no fue así. Los cadáveres no pueden pilotar helicópteros.

Entonces, el capitán Gavin Hooper gritó. Se tambaleó hacia atrás y el vendaval desatado por la tormenta lo zarandeó como si no fuese nada, como si fuese polvo, y gritó de rabia, frustración y desesperación.

Pero no por mucho tiempo.

1

Poco después de las ocho de la que más tarde consideraría la última noche del mundo tal y como lo conocía, Travis Naughton se plantó ante la puerta de casa de los Lane y tocó el timbre.

Apenas había apoyado el dedo cuando la puerta se abrió con energía. Luz, música y voces se derramaron a través del hueco, formando una animada sinfonía.

—¡Travis! —Jessica, cómo no, se ocupaba de recibir a los invitados. Lo más seguro es que se hubiese pasado el día entero rondando la puerta por si alguien llegaba antes–. ¡Llegas tarde! –dijo, disfrazando su entusiasmo inicial con un fingido reproche.

–Sí, lo sé. Perdón. Pensé que tenía que ponerme con los deberes atrasados que nos ha dado el viejo Thompson, me conecté a internet y se ma pasó el tiempo volando.

–No —bufó Jessica, cruzando los brazos—. No quiero oír no una excusa, especialmente si tienen que ver con el cole o con el trabajo: esas dos palabras están totalmente prohibidas en mi cumpleaños. En la invitación ponía claramente que era a las siete y media, Travis.

—¿Y si te compenso por esos trágicos treinta y cinco minutos de retraso? —Travis le entregó su tarjeta de felicitación y su regalo como uno de los tres reyes ante el pesebre de Jesús—. Feliz cumpleaños, Jess.

Travis esperó no decepcionarla, solo había podido permitirse unos bombones.

—Entonces ¿me perdonas? ¿Puedo entrar?

—Sí, te perdono, y sí, puedes entrar —dijo Jessica con una sonrisa—. Con una condición.

—¿Implica algo de auto-humillación?

—Eso depende de si tu idea de auto-humillación incluye besar a una chica en su cumpleaños.

—Bueno, creo que eso podemos hacerlo.

Se abrazaron. Se besaron. Travis recordó todos los besos de cumpleaños que Jessica y él habían compartido con el paso de los años. Los embarazosos besitos en la mejilla con cuatro o cinco años que casi los hacían llorar. El primer roce de labios a los once o doce, con la boca cerrada a cal y canto, como si quisiesen protegerla de los gérmenes. Los labios abiertos a los trece, las lenguas juntos a los catorce. A los quince, la cosa se complicó: citas, presión, hasta romper. A los dieciséis, aquella noche, la alegría casi inocente de estar juntos, de ser amigos, de tener los apasionantes misterios de la vida ante ellos.

—¿Cómo es esa vieja canción? —dijo Travis—. ¿«
Happy Birthday, Sweet Sixteen
[4]
» ? es un año clave, Jess.

—Sí tú lo dices. —Jessica de dio la vuelta y cerró la puerta después de que Travis entrase. A él le pareció verla un poco cabizbaja, pero quizá solo eran impresiones suyas. Cuando ella volvió a mirarlo, conservaba una radiante sonrisa—. ¿Qué opinas del vestido? ¿Te gusta? Es nuevo.

Pues claro que era nuevo: Jessica siempre tenía un vestido nuevo para su fiesta de cumpleaños. Sin embargo, cada año parecía hacerse más pequeño. El de aquel año era rojo chillón y dejaba los cuatro miembros al descubierto… también los hombros. Los zapatos de Jessica, su pintalabios y el color de sus uñas iban a juego, complementando con acierto su claro cabello rubio rojizo.

—¿Qué si me gusta? Claro —dijo Travis—. Es muy bonito.

Y Jessica Lane era preciosa, pensó cuando vio sus ojos verdes brillar de agradecimiento.

—Eso sí, yo no me lo pondría. ¿Con estás piernas?

—Oh, Trav. —Lo abrazó una vez más.

Quizá había sido un error romper de mutuo acuerdo. Quizá deberían haberlo intentado más.

—Bueno, ¿cómo te lo has montado? —Pensó que no sería justo complicarle las cosas a Jessica aquella noche.

—He puesto música en la habitación, se puede estar de tranqui en el salón, hay algo para picar en el comedor…

—Seguro que algún suertudo también encuentra algo para «picar» en el salón —observó Travis. La anfitriona optó por ignorar el comentario.

—Las bebidas están en la cocina.

—¿Esta el famoso ponche sin alcohol de tu padre? —preguntó Travis con una sonrisa.

—Por supuesto. —En aquella ocasión Jessica le devolvió la sonrisa—. Sigue con nosotros, aunque papá y mamá no lo estén. Eso sí, vuelven a las once.

—Así que se han ido a dar la vuelta, ¿eh? Genial. Cuando los adultos no están…

—Puede que pase de «sin alcohol» a «con alcohol» entretanto…

—Habría que probarlo para comprobar. ¿Te vienes, cumpleañera?

—En un minuto. Tengo que… —Jessica hizo gesto hacia la puerta—. Por si viene alguien más.

—Vale. Me pareció ver a un fotógrafo de una revista del corazón en la carretera preguntando la dirección de la fiesta del año. He estado a punto de dársela…

—¿En serio? —La chica se sonrojó al oír la enérgica carcajada de Travis. Pero supo cómo devolvérsela—: Mel está aquí —le dijo con una maliciosa calma—. Cruza los dedos por que no esté en una de las habitaciones que tienen la luz apagada o nunca la encontrarás.

No estaba en la cocina, desde luego. Allí estaban Trevor Dicketts y Steve Pearce, con la misma discusión interminable de siempre sobre fútbol que parecía ocuparlos desde que tenía diez años. También estaba Cheryl Stone, sirviéndose algo de ponche. Y Simon Satchwell. ¿Simon Satchwell? No era lo que se decía un invitado de lujo… pero Travis recordó que los padres de Jessica conocían a los abuelos de Simon. Lo más seguro es que la anfitriona no lo hubiese invitado voluntariamente. De hecho, Cheryl Stone hubiese preferido que nadie lo invitase: el gafotas de Simon hizo acopio de valor y quiso servirle algo de ponche, pero solo consiguió calarle la delantera del vestido; después empeoró la situación al sacarle un pañuelo e intentar secarle la zona mojada.

—Simon, ¿qué te crees que estás haciendo? Las manos quietas.

—Lo siento, Cheryl, yo solo… perdón —dijo mientras se limpiaba la nariz con el pañuelo–. Lo siento.

Eso mismo pensaba Travis, aunque con un matiz: lo que sentía era lástima hacia Simon Satchewell. A decir verdad, no es que él fuese ningún joven Brad Pitt, y nunca lo había sido. Su mata de pelo anodino color castaño estaba tan despeinada como siempre y sus rasgos, pese a estar proporcionados y estar ubicados correctamente, no le permitirían ni siquiera optar al premio de «tío bueno del mes». En alguna ocasión le habían llegado a decir que sus ojos azules tenían un punto, pero tampoco eran cautivadores: ninguna adolescente soltaría las páginas de una revista para fijarse en ellos. No obstante, Travis tenía una actitud confiada, lo que le ganó el respeto de los chicos y citas con las chicas. Sin embargo, por lo que Travis sabía, Simon Satchwell no había conseguido ni una cosa ni la otra en toda su vida.

No era solo por su cuerpo, por su expresión curvatura, su delgadez, su pelo sin vida, su expresión insípida, sus gafas… aunque todo aquello influía. La apariencia, como los primeros capítulos de una novela, solo daba lugar a ciertas expectativas: dependía del individuo corroborar o desmentir esas primeras impresiones y, por desgracia para él, en el caso de Simon siempre era lo primero. En caso de ser americano, le hubiesen puesto la etiqueta de friki, la clase de chaval cuya foto sale en los periódicos y en la tele después de que dispare a veinte compañeros de instituto durante un ataque de ira. Travis se negaba a atildarlo de friki: Simon Satchwell era, lisa y llanamente, uno de los perdedores de la vida. Y Travis recordaba lo que muchos compañeros parecían haber olvidado: que Simon había sufrido una gran pérdida, mayor incluso que la suya, y a una edad más temprana. Motivo más que suficiente por el cual no merecía el poco disimilado desprecio de gente como Cheryl Stone.

La cual, en aquel instante, le estaba gritando:

—Simon, ¿es que no te puedes quitar de en medio? ¿No crees que ya la has liado bastante?

—Perdona, Cheryl, pero… me preguntaba si… verás, en la otra habitación hay música y me preguntaba si querrías…

—No. No quiero. Nunca. —En aquel momento, la chica reparó en Travis. Gritó su nombre como si estuviese pidiendo auxilio y se lanzó hacia él como lo haría hacia un salvavidas—. Travis, ¿cómo estás? Me alegro tanto, tanto de verte.

—Cheryl.

—Baila conmigo, baila conmigo —dijo mientras lo arrastraba—. En el dormitorio, en el salón, fuera, si quieres, donde sea menos aquí.

—Bueno, la verdad es que iba por algo de beber.

—Toma mi copa. Para ti. Pero venga, vamos.

Cheryl Stone no miró atrás, pero Travis sí. Simon no se había movido. Miraba al suelo.

Cuando llegaron al dormitorio (las luces estaban apagadas y la música estaba al volumen adecuado) el entusiasmo de Cheryl había disminuido considerablemente. En treinta segundo. Con eso, a ella le bastaba.

Sin embargo, se mostró agradecida.

—Gracias por salvarme la vida. Trav. Ese Simon Satwell…

—¿Qué pasa? ¿Creías que iba ahogarte en la ponchera o algo así?

—¿Por qué no? —Cheryl sacó pecho y señaló las manchas, que ya estaban desapareciendo—. Por algo se empieza.

—Has sido un poco injusta con él —sugirió Travis—. Simon no están malo, ¿no?

—¿Que no es tan malo? —Cheryl gruñó, con desprecio—. Espera a que te pida salir. Que no es tan malo… Por lo que he oído, se está quedando sin chicas a las que perseguir, así que lo mismo es cuestión de tiempo que vaya a por ti. Deja que te diga una cosa, para que yo estuviese con Simon Satchwell, tendría que ser el fin del mundo.

—Bueno, creo que ya ha quedado claro tu punto de vista, señorita Stone —dijo Travis. Nunca le había caído bien Cheryl Stone—. Me alegro de haber sido de ayuda —añadió mientras se alejaba.

—¿No quieres bailar, Trav? No sé, ya que estamos…

No. No quiero. Nunca.

—Puede que luego —dijo—. Estoy buscando a Mel.

—La última vez que la vi estaba en el salón. —Travis le agradeció la indicación—. No —matizo ella—, gracias a ti.

A Jessica no le faltaba la razón cuando dijo que le haría falta encender las luces para ver a Mel. En el abarrotado salón, al otro extremo del sofá en el que Alison Grant y Dale Wrigh practicaban un boca a boca digno de una clase de primeros auxilios, estaba sentada Melanie Patrick con las piernas recogidas. Parecía una mancha de tinta: botas negras, medias negras, una falda larga y negra. También llevaba una especie de jersey varias tallas más grande que cubría su torso hasta ocultarlo por completo… quizá era lo que pretendía. En cuanto a las zonas visibles, lucía un cabello teñido negro, uñas pintadas de negro, pintalabios negro y rímel negro. Prácticamente todo era negro a excepción de su piel, cuya tez era del color opuesto. Sin embargo, y por curioso que pudiese parecer, ver a Melanie Patrick llenaba de color la vida de Travis.

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