Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
Era algo que solía decir su madre cuando, siendo él un niño, hacía añicos la ventana de los vecinos o le gritaba obscenidades a la chica que vivía al final de la calle.
—Mi Richie no es ningún ángel —decía su madre—, pero en el fondo es un buen chico. —Pese al entumecimiento de su cerebro, pensó que hacía mucho tiempo (años) que no expresaba aquellos sentimientos hacia él. Como si hubiese cambiado de opinión.
Pensó que la mayoría de chicos se hubiesen echado a llorar de encontrarse en su situación. Y si no fuese porque Richie Coker tenía una reputación de tío duro que mantener, lo más probables es que también él hubiese llorado.
¿Qué hay que hacer cuando uno entra en casa y se encuentra con su cadáver? ¿A quién hay que llamar? ¿Cómo se dispone del cuerpo? ¿Se lo llevan en una ambulancia o en un coche fúnebre? Cuando preparas el funeral, ¿tienes que elegir el ataúd? Y en ese caso, ¿tienes que elegirlo en un catálogo, como los que solía coger para elegir qué quería por Navidad?
No podía quedarse allí. Tenía que encontrar un lugar en el que poder pensar, lejos de la acusadora mirada perdida de su madre. Un lugar en el que se sintiese a salvo, fuerte. La calle.
Richie retiró los dedos del rígido y gélido agarre de la mano de su madre. ¿Debería incorporarla o tumbarla con los brazos cruzados sobre el pecho. Como los cadáveres de las fotos? No, mejor dejarla recostada de lado. Mejor no volver a tocarla. ¿Y ni siquiera darle un beso de despedida? Su frente y mejillas estaban cubiertas de anillos rojos.
Richie le dio un beso en el pelo.
—Lo siento, mamá —susurró.
Fuera, la noche había cambiado. Sentía la transformación en el aire. La ciudad parecía más tenebrosa y cuando se adentró entre las calles descubrió que, efectivamente, así era. Había menos luces encendidas en las casas. Filas y filas de casas estaba a oscuras, como si guardase luto por la muerte de la que solo ellas estaban al corriente. ¿Cuántas de ellas acogerían un cadáver en su interior? ¿Cuántas habrían recibido la visita de la enfermedad? Richie se puso la capucha y caminó con discreción más allá de la luz que proyectaban las farolas. Aquel día no había visto las noticias, pero era obvio que las cosas había ido a peor… mucho peor. Necesitaría de todo su ingenio para seguir siendo un ganador.
En cuanto llego a la cima de Canter’s Hill, oyó un grito. La calle descendiente conducía al parque, que se extendía carente de luz como un lago de obsidiana. De noche, aquel no era u lugar apropiada para la gente impresionable o de actitud sumisa, pero el grito no venía de allí. Parecía originarse aún más lejos, al final de la calle, como si emanase del fondo de una mina o un abismo, solitario. Una voz… ¿era un hombre, una mujer o un niño? A Richie le resultó imposible determinarlo, pues el dolor y el terror expresados en aquel escalofriante chillido hacía que cualquier otro detalle resultase superfluo. El grito se extendió como una llama negra de casa en casa, prendiendo en todas ellas. Otras voces se le unieron: carentes de cuerpo y dueño, desgarradoras, abismales, multiplicándose hasta formar un coro de dolor. Y conforme se sumaban más gritos, aquel desgarrador crescendo de histeria, rabia y terror, desquiciado, inarticulado y libre de palabras, aumentó y creció desde el final de la calle hasta alcanzar a Richie y engullirlo por completo.
Él también quiso gritar. Quería mezclar su voz a todas aquellas, unírseles. Pero, desde la cima de la colina, se sentía igual que si se tambalease al borde de un precipicio. Si se rendía y gritaba, si dejaba que el dolor escapase a través de su garganta sin que nada se lo impidiese, no estaba seguro de que pudiese parar. Caería. Estaría perdido. Sin retorno.
Un sonido menos estridente y más mecánico llamó su atención desde el cielo: era el zumbido, parecido al de un insecto, de las aspas de tres helicópteros que sobrevolabas Wayvale a poca altura iluminando las calles con luces rastreadoras, acechando, buscando.
Richie no se había dado cuenta de que el término «toque de queda» existía en su vocabulario.
Bajó la colina a paso ligero, sumergiéndose en los aullidos, y ya fuese por el miedo a que los helicópteros lo avistasen o por el pavor que le provocaban los gritos, para cuando llegó al parque corría como si su vida dependiese de ello. La dura tierra y la hierba irregular que se extendía bajo sus pies le dieron esperanzas. Se sentía más seguro en el parque. Sabía quién rondaba la zona y qué se esperaba de él. Cuando los helicópteros pasaron de largo sin el menor interés, se sintió fuerte de nuevo.
Los suyos lo estaban esperando.
Estaban en el apartado grupo de álamos en el que solían quedar, aunque eran menos de los habituales: solo estaban Lee, Russ con tres de sus amigos y un puñado más, incluyendo a algunas chavalas que los seguían a todas partes. El único veterano era Terry Niles, vestido con la misma chupa de cuero de siempre, de espaldas a los árboles y a sus colegas. Bebía metódicamente de una botella, aunque no era la primera.
—Eh, Coker, ¿a qué viene tanta prisa? —Russ rio como si hubiese dicho algo gracioso. Las chicas que lo acompañaban también debieron de creer que lo era.
—¿Qué? —dijo mientras cogía aliento hasta detenerse del todo. Le faltaba fondo.
—Que no hace falta que corras. Ahora tenemos a saco de tiempo libre. Venga, echa un trago, que parece que te hace falta. Pete, enséñale el bar a Richie.
Pete abrió ante las narices de Richie una bolsa de plástico llena de vino y licor. Ningún mago hubiese sacado un conejo de su chistera con más orgullo.
—¿Has vuelto a «coger prestado» de la tienda, Russ?
—Qué va, han vaciado todas las tiendas, es increíble. Las han saqueado todas mientras la gente decente se muere en sus camas. No está bien, ¿verdad que no? Hay quienes se toman la enfermedad como una licencia para mangar. —Russ se echó a reír—. Nah, Pete, los colegas y yo hemos ido puerta a puerta.
—¿Puerta a puerta? —Richie se agenció una botella medio vacía de vodka de marca y cogió el cigarrillo que le ofrecía Pete. Para calmar los nervios.
—Sí, como una colecta. Hemos estado recogiendo priva y pitis de las casas en las que ya no los querían… ya sabes, porque han pillado la enfermedad y todo eso. Nos lo llevamos. Es como un servicio público. La verdad es que en la mayoría de sitios en los que hemos estado podríamos haber cogido lo que nos apeteciese, ¿verdad que sí, tíos? Por eso te he dicho que no hace falta que corras, Richie, colega. Si no tienes que preocuparte por la enfermedad y no, no tenemos que preocuparnos, entonces no tienes que preocuparte de nada. Ya no hay polis. No hay ley. No hay orden. El mundo nos pertenece. Mola, ¿qué no?
—Bueno, y… —Richie decidió que lo mejor era no parecer blando o sentimental—. ¿Qué tal la familia?
—Bah, ¿qué más da? —Russ pegó otro trago de brandi—. Ni la menciones. Ya no necesito familia. Ninguno la necesitamos. Las familias son cosa del pasado. Ahora tenemos que buscar relaciones nuevas, ¿verdad que sí, chicas?
Las chicas parecían estar de acuerdo. Dejaron que Russ vaciase la botella en sus bocas y solo dos de ellas vomitaron el líquido.
—Rich. —Era Lee, tirándole de la manga de la sudadera.
—Eh, Lee. ¿Estás bien? —Parecía petrificado.
—He ido a casa de Wayne. Sus padres están muertos. Estaban tumbados en la cama y los había tapado con una sábana. Estaba llorando y todo eso. También su hermana… ¿Gemma? —Richie conocía a la hermana de Wayne por su nombre. Tenía catorce años y era guapa. Tenía previsto, alguna noche, saber algo más que su nombre. Pero ya no iba a ocurrir—. Su hermana lloraba como una Magdalena, estaba como loca. No sabía qué decir. No sabía qué… así que vine aquí. Pero mi vieja también ha pillado la enfermedad y tengo que cuidar de los gemelos. No sé, igual tendría que estar en casa. ¿Tendría que estar en casa, Richie? ¿Qué debo hacer?
—¿Y cómo quieres que lo sepa, joder? —¿Es que Lee no se daba cuenta de que Richie ya tenía sus propios problemas?—. ¿A mí qué coño me cuentas?
—No sé… —Lee parecía descorazonado—. Pensé que igual… Bueno, ¿y tu madre?
—Está bien —mintió Richie—. Pero bueno, ¿y a ti qué te importa cómo esté? Haz lo que te salga de los cojones, pero quítate de mi vista.
Se alejó de Lee y bebió un buen trago de vodka. Puede que aquella noche fuese mejor estar borracho que sobrio (aunque en aquella mierda de mundo, estar borracho antes que sobrio siempre era la mejor opción). Pero Richie sintió que su organismo iba a revelarse contra sus deseos y que expulsaría el brebaje de Russ sin llegar a sufrir ninguno de sus efectos, negándole la dulce y profunda inconsciencia. ¿Y Lee de qué iba, intentando cargarle a él el muerto de cosas que no eran su responsabilidad? Tuvo que darle la espalda; no le quedaba otra opción. En la vida no se llega a ningún lado a base de ayudar a los demás. Para ser fuerte e infundir respeto, hay que ayudarse a uno mismo. Como hacía Russ. Como hacía Terry Niles. Como estaba haciendo entonces.
—¿Qué tal, Terry?
—¿A ti qué te parece, gilipollas? —Niles, que estaba sentado al pie de un árbol, miró hacia arriba hasta encontrar su mirada con la de Richie. Su piel, que siempre había tenido un aspecto insalubre, portaba la marca escarlata dela enfermedad. Terry Niles tenía veintiún años.
Richie dio un paso atrás de forma involuntaria.
—Dios…
—Tengo buena pinta, ¿verdad, Coker? —Los contornos de varios círculos carmesíes había empezado a grabarse en la carne del joven y sangraban, goteando sangre en su frente y en el dorso de sus manos. Solo entonces se dio cuenta Richie de lo mucho que temblaba Terry Niles.
—Terry, ¿no tendrías que…? No sé, ¿ver a alguien? ¿Cómo… a un médico? Y que te dé algo, no sé, en vez de…
—No hay medicina que valga, subnormal. Espabila. —El resoplido de desprecio de Terry Niles evidenciaba que no quería su compasión—. Por lo que sé, tampoco quedan médicos. Por eso han decretado el toque de queda. Por eso hay una cuarentena a nivel nacional. No necesito ir a un hospital, lo quiera o no. —Alzó su botella hacia Wayvale—. Que venga el hospital a mí.
—¿Has dicho cuarentena?
—¿No lo has oído? ¿Qué llevas haciendo todo el día?
—Bueno, entonces ¿qué vas a hacer exactamente? —dijo Richie,, esquivando la pregunta.
Terry Niles dejó escapar una lúgubre carcajada.
—Voy a seguir bebiendo hasta desmayarme, eso es lo que voy a hacer. No será la primera vez. Aunque lo más seguro es que se la última. Quiero saber cuál de las dos se me lleva primero: la priva o la enfermedad. ¿Quieres apostar, Coker?
Terry, no puedes rendirte. Tiene que haber algún modo…
Richie de acordó de cuando Terry y sus amigos le dejaron jugar a fútbol con ellos cuando solo tenía trece años: primero el partido y luego a montarla. Buenos tiempos. Buenos tiempos que ya no volverían.
—No lo hay —dijo Nile, categórico—. Y no pierdas el tiempo apiadándote de mí, Richie Coker. Total, tampoco quiero envejecer. Los viejos huelen y se olvidan de su propio nombre. Apiádate de ti mismo. Tienes… ¿cuántos? ¿Dieciséis años? Te queda algo de tiempo. Pero en unos cuantos años, si es que duras tanto, acabarán como yo.
De pronto, uno de las chicas gritó. Richie se volvió rápidamente hacia ella. Se había alejado del grupo hasta adentrarse entre los árboles, por lo que apenas se la podía ver, pero parecía estar señalando, petrificada, hacia la profunda oscuridad del parque, como si hubiese visto algo siniestro. O si lo hubiese oído. Richie también pudo oírlo: un crujido engrasado, como el de las orugas de un vehículo pesado en marcha. Richie pensó, por absurdo que pudiese parecer, en un tanque.
Tampoco iba tan descaminado.
Primero se encendieron las luces, brillantes, cegadoras. La chica no ve la única en gritar. Richie tiró la botella de vodka y se tapó los ojos.
—¡Quédense donde están! ¡Quédense donde están! —decía una voz, más mecánica que humana, amplificada hasta hacer daño a los oídos. Era como si reverberase a su alrededor—. Han quebrantado el toque de queda. Están arrestados. —Desorientado, Richie se apoyó sobre un álamo parpadeando intensamente. Necesitaba ver—. Quédense donde están. No intenten resistirse. Han quebrado el toque de queda. —Necesitaba ver si quería salir de allí.
Tres vehículos blindados, separados unos de otros por la misma distancia, rodeaban a los jóvenes. A medida que los ojos de Richie se ajustaban a la luz, pude ver más allá de los focos: eran la clase de vehículos blindados que se veían en las manifestaciones o en películas de ciencia ficción en las que la policía de un futuro próximo patrullaba las calles para inspirar terror, intimidando a los ciudadanos inocentes. Tres vehículos. Tantos como helicóptero, pensó Richie. Cooperaban con los helicópteros para identificar a aquellos que quebrantaban el toque de queda. Para luego arrestarlos.
¿Necesitaba tecnología militar de última generación para ello?
—Repetimos: no intenten resistirse. Están arrestados.
Aparecieron del interior de los vehículos. ¿Antidisturbios? ¿Soldados? Eran hombres cubiertos hasta la cara por ropa de protección plateada y máscaras con ojos electrónicos, como los de un insecto, y un filtro en boca. Hombres que se movieron implacables, en silencio, hasta rodear a los infractores. Hombres armados con fusiles como Richie nunca había visto hasta entonces. ¿Y todo aquello para arrestar a una panda de chicos medio borrachos?
Lee gimoteaba. Pete se movía de un lado a otro, sin ir a ninguna parte. Russ estaba arrodillado. Algunos se abrazaban entre ellos, como si se estuviese preparando para el último adiós.
Terry Niles era el único que los desafiaba, puesto en pie. Estrelló la botella contra un árbol para convertirla en un arma de filo.
—¿Queréis cogerme? —rugió—. ¿Queréis cogerme, cabrones? ¡Pues venga, venid a por mí!
Richie pensó en gritarle «¡Terry, no!». Pero entonces se dio cuenta de que Niles había creado, sin pretenderlo, una distracción que Richie podía aprovechar para sus propios fines. Así que cerró la boca. De todos modos, Niles nunca escuchaba.
Niles blandió la botella y se abalanzó hacia los soldados profiriendo obscenidades.
Estos respondieron con disparos.
Los perdigones alcanzaron el cuerpo del joven, tirándolo hacia atrás con tanta fuerza que parecía que alguien le hubiese cogido del cuello de la camiseta. Terry Niles dio una vuelta en el aire antes de caer de bruces contra el suelo, inconsciente. No estaba muerto. No había sangre. Querían a los infractores vivos. Por eso disparaban perdigones en vez de balas. Richie pensó en los guardabosques que salían en los documentales que le gustaban a su madre, tranquilizando animales con dardos antes de llevarlos a sus laboratorios («Estáis arrestados») para operarlos o para investigar con ellos. Para experimentar.