Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
—Yo os detendré — declaró Travis de forma automática… y quizá un poco precipitada.
No vio el enorme puño de Joe Drake hasta que le acertó en la mandíbula, tras lo cual se quedó mirándole desde el suelo. Su pandilla de idiotas vitoreó divertida por la escena.
—No puedes detener a nadie, Naughton —dijo Drake, despectivo—. No puedes hacer nada al respecto. Las cosas esta fuera de control. Y voy a hacer lo que voy a hacer para que todo el mundo lo sepa. El colegio va a arder. —Se dirigió a sus colegas—. Caballeros, pongan los motores en marcha.
Travis se esforzó por ponerse en pie, pero apenas pudo sentarse. Cheryl se arrodillo a su lado.
—¿Estás bien, Travis? No deberías hacer enfadar a Joe. Pierde el control cuando se enfada.
—No vayas con ellos, Cheryl. —Ella nunca le cayó bien, pero continuó igualmente—. Quédate conmigo. Ven conmigo. Me asegurare de que estés a salvo.
—Pero ahora estoy con Joe. Joe es fuerte.
—Joe es un matón. Te arrastrará con él. —Los ojos de la chica se abrieron sin que lo pudiera impedir—. Cheryl, ¿qué dirán tus padres?
—Mis padres están muertos —grito Cheryl Stone, y Travis se dio cuenta de que había cometido un error. La chica se puso en pie y el comprobó que estaba totalmente perdida.
—Espera. Espera —dijo mientras se levantaba—. Drake, pedazo de…
—Si quieres continuar esta discusión, Naughton —dijo Joe Drake mientras cerraba ambos puños—, ya sabes dónde encontrarme.
—Espera…
Pero no esperaron. Joe y Cheryl se metieron en el coche y el convoy se alejó tocando el claxon y burlándose de Travis, que finalmente consiguió ponerse en pie.
¿Así iban a hacer las cosas de ahora en adelante, tras la enfermedad? ¿Violencia y brutalidad? ¿Ignorancia y miedo? ¿El fin del orden, la corrupción del bien? Ya era así. Ya había empezado, mientras el cadáver del viejo mundo apenas había empezado a enfriarse en su tumba. ¿Cómo de cerca había estado la sociedad de la anarquía y el caos todo este tiempo para que la degradación hubiese empezado tan rápido? La línea que separaba la ley del caos había resultado ser tan fina como la hoja que atravesó el pecho de su padre y le arrebato la vida. Y el mundo entero acababa de cruzar esa línea. ¿Quién la restauraría?
Travis pensó en regresar a su casa y nada más. Mamá lo necesitaba. No quería que estuviese sola en el momento de su… Y en el gran orden de las cosas, ¿qué importancia tenían los crímenes que Joe Drake y su ejército de palurdos cometiesen? Pero tenía que verlo. Si el colegio ardía como un mártir en la hoguera, tenía que estar ahí para ver la ejecución con sus propios ojos.
El fuego ya había empezado cuando llego. El edificio de ciencias. El de música. El de preescolar, donde estaban las clases de niños pequeños. Todos ellos ardían, las ventanas rotas y las puertas arrancadas vomitaban un humo negro mientras las llamas arrasaban el interior a su antojo como vándalos, algunos habitantes inanimados del edificio habían conseguido escapar, aunque no indemnes: los pupitres y sillas arrojados por las ventanas y hechos añicos parecían miembros amputados. Los libros arrojados al viento tenían los lomos rotos y la piel ajada. Libros, pensó Travis. El punto de partida de la educación. La piedra de toque de la civilización. Tirada como basura. Páginas de conocimiento y aprendizaje, tan inútiles como hojas de otoño, crepitando y plegándose en hogueras sobre el césped.
Travis pensó que debía ser el único que veía las cosas de aquella manera. A juzgar por las miradas fijas, las expresiones enloquecidas de sus rostros, los aullidos, gritos y carcajadas histéricas, la mayoría de los chicos que rondaban por el colegio y los alrededores parecía estar pasándoselo de miedo. Pero en aquella escena, así como sus participantes, reinaba una locura, un caos, una demencia propias de un mundo en el que ya nada de lo que ocurría parecía real.
Conductores primerizos arrasaban los patios con sus coches. Uno de ellos atravesó la portería de futbol y desgarro la red limpiamente de los postes, yendo a acabar como un pez de cristal y metal atrapada fuera del mar.
Pero el coche de Joe Drake estaba aparcado, Joe Drake y sus matones, y Cheryl, se estaban dirigiendo hacia el edificio principal, portando las restantes latas de gasolina. Un pequeño ejército de chichos obnubilados y enloquecidos fue tras ellos. Quedaba un edificio por prender. El más grande de todos. Allí donde se encontraba el despacho de la directora. Donde el personal del colegio se tomaba el café durante las pausas. Una última declaración por hacer.
El señor Greening apareció tras las puertas dobles.
Su aparición fue como si el tiempo se detuviera. Todo el mundo se quedó quieto, todos permanecieron en silencio al unísono, absortos. Gestapo Greening. Vivo. Inalterado. Cuando dijo que no tenía otro sitio a donde ir, lo dijo en serio. Tras él había un grupo de niños pequeños. Quizá buscaban refugio en el colegio. Quizá era el único lugar seguro que conocían, además de sus casa. Confiaban que le señor Greening los protegería y eso era precisamente lo que estaba haciendo.
—Drake. Debí suponerlo —dijo Gestapo, tan brioso y autoritario como en cualquier reunión matinal. Movió el bigote—. Y Roland. Y Stanley. Y Collins. Y… ¿Stone? ¿Qué creen que están haciendo? ¿Qué creen que han hecho? Debería darles vergüenza. Se están comportando como salvajes, como bestias. Se acabó. Se acabaron sus provocaciones infantiles. Disuelvan esta banda y vuelvan a sus casas. Dense la vuelta y abandonen el colegio inmediatamente.
Y, por increíble que fuese, parecía que así iba a hacer. Travis estuvo a punto de gritar, triunfante. Uno o dos de los miembros más jóvenes y menos curtidos de la banda agacharon la cabeza, otros movieron los pies nerviosamente, avergonzados. Algunos parpadearon como si acabasen de despertarse de un sueño y se encontrasen en una realidad más familiar, hasta Joe Drake reculo, no sabiendo muy bien que hacer o cómo actuar. El señor Greening hablaba como un hombre acostumbrado a que se le obedeciese. Se alzaba ante ellos, alto, inexpugnable, encarnando un pasado que había existido hasta hacia bien poco, el mundo de profesores y estudiantes, de adultos y niños, de estructuras, límites y normas. La última escena de El señor de las moscas, pensó Travis.
—Ya no… ya no puedes darme órdenes… Gestapo.
—¿Cómo te atreves a llamarme así, chaval? —dijo el profesor, dando un paso al frente. El grupo retrocedió, asustado—. Me llamo señor Greening. ¡Señor Greening! Ya sabes quién soy y harás lo que yo te diga. Y ahora, dispersaos e idos a casa.
—¿O qué? —se rebeló Joe Drake por segunda vez. Después de todo él también jugaba con su autoridad—. ¿O qué… Gestapo?
Y durante una fracción de segundo, el profesor no tuvo respuesta. Y Travis supo, angustiado, que en aquella fracción de segundo, el señor Greening perdió.
Joe Drake también lo sintió, del mismo modo que los depredadores saben que su presa no puede resistir sus colmillos y garras por más tiempo.
—Gestapo —gritó, intentando instigar un coro—. Gestapo. Gestapo.
Roland se le unió. Y Stanley. Y Collins. Y Stone. Mientras el colegio ardía a su alrededor.
—Gestapo. ¡Gestapo! ¡Gestapo!
—¡Basta! ¡Basta de una vez! —El señor Greening levanto las manos y la vox mientras los niños que se refugiaban tras el sollozaban y gemían—. ¡Piensen en lo que están haciendo! ¡Compórtense como seres humanos! —Pero ya era demasiado tarde. Nadie podía oírle. Nadie escuchaba.
—¡Que arda! —grito Joe Drake, y sus jóvenes seguidores entraron en trova en el edificio principal. Hacia el señor Greening.
—¡No! —Travis echó a correr hacia el colegio a toda prisa, desesperado—. ¡No! ¡Parad!
Pero no se detuvieron, las hordas de Drake eran como una ola, como la marea. Arrollaron al profesor y se adentraron en el colegio, tan implacables e imparables como el futuro. Travis vio caes el señor Greening, puede que incluso se le oyese gritar (era difícil discernir entre el escalofriante griterío) hasta perder de vista al subdirector, después, la marabunta lo hizo visible de nuevo: un montón de manos adolecentes sostuvieron en todo lo alto al señor Greening, transportándolo sobre las cabezas de los jóvenes como si flotase sobre un mar embravecido, como un trofeo. O como un sacrificio. Sus forcejeos fueron tan valientes como inútiles. Sus ojos brillaban desafiantes. Pero aquel día había llamas más poderosas.
El profesor fue conducido hacia el interior contra su voluntad.
En cuanto se esfumo, también lo hizo la convicción de Travis. Solo llego a recorrer unos metros, de mala manera, antes de caer de rodillas en el primer escalón del edificio principal. No podía hacer nada. Era demasiado pequeño y llegaba demasiado tarde. Era superfluo. Irrelevante. Los niños pequeños que se habían refugiado con el señor Greening rondaban por todas partes, consternadas. Otros, arrasados por el alboroto e intensidad de la multitud, miraban hacia arriba, hacia el edificio, jaleando como la haría un público a la espera de que comenzase el espectáculo.
Joe Drake no le decepcionó.
Las ventanas de la primera planta se hicieron añicos casi al unísono. Quienes se encontraban abajo chillaron y gritaron cuando la lluvia de minúsculos cristales cayó del cielo. Atrás. Apartaos. Travis sabía que debería vocalizar su advertencia, pero no le quedaba voz. Ni siquiera pudo seguir su propio consejo. Los pedacitos de cristal se le enredaron en el pelo y perlaron su sudadera como el roció. Algunos le hicieron pequeños cortes en el dorso de las manos.
Después empezaron a caer mesas y sillas, arrojadas desde el interior del edificio. Travis consiguió ponerse en pie justo a tiempo, esquivando por los pelos una taquilla de metal que se estrelló sobre el cemento en el punto exacto en el que se encontraba arrodillado. Luego aparecieron las puertas, arrancadas de cuajo. Libros manando como órganos internos. Un estuche, una revista de coches. Un par de zapatillas de futbol cubiertas de tierra.
Los pupitres y taquillas se hacían añicos al aterrizar. Las sillas rebotaban un poco más, lo que desemboco en una aclamación general de los niños que estaban mirando.
Asomaron cabezas por donde antes había ventanas. Los puños golpearon el aire. La revolución estaba en marcha, imparable.
Más tarde la revolución estaba en marcha. Ventanas. Mesas. Taquillas. Sillas. La misma rutina. Pero para el último piso del edificio principal había algo especial preparado. Como un clímax, una traca final. ¿Por qué si no iba asomarse tanto Joe Drake, como si fuese un dictador en el balcón, mientras le gritaba algo a la masa reunida a sus pies? ¿Qué decía? Travis apenas podía oírle. ¿El señor Greening? ¿Estaba diciendo algo sobre el señor Greening?
—Gritad si lo queréis. Gritad si queréis a Gestapo.
Con la mirada perdida, como si estuviese en trance, en una pesadilla, la muchedumbre gritó.
Pero Travis no. Si fuese consiente del sonido que dejo escapar, lo hubiese identificado como un gemido. Entonces lo comprendió. Se imaginaba adonde conduciría a Joe Drake toda aquella violencia, como culminaría. Pero no quería verlo. No soportaría verlo. Se volvió en el mismo momento que Joe Drake desaparecía, regresando al interior de la clase.
¿Se traiciono a sí mismo al echar a correr? O peor aún, ¡traiciono el recuerdo de su padre? ¿Acaso no había prometido hacer el bien y defender sus principios?
Se alejó del colegio tan rápido como le permitían sus piernas mientras la muchedumbre congregada ante el edificio principal profería un extraño y desconcertante aullido, un primitivo grito de pánico, miedo y curiosamente, perdida. Por encima de este, una solitaria voz de protesta insumisa incluso entonces, ante el aciago final.
Y entonces, algo hizo detenerse a Travis contra su voluntad. Algo le hizo volver la vista hacia el colegio en llamas, hacia el tumulto, hacia el caos. No estaba seguro de qué. Quizá era la necesidad de ser testigo. Quizá era el mismo impulso profundo, poderoso, que sacudió su cuerpo con sollozos y emborrono su visión con lágrimas.
No pudo ver con claridad a quien había tirado desde la ventana del último piso. Pero claro, no necesitaba verlo para saberlo.
Más tarde, desde las calles que rodeaban el centro, pudo ver las llamas devorando el edificio principal, como la pira funeraria de un hombre pata el que el colegio había sido toda si vida y de la propia institución.
Para entonces, la expresión de Travis se había tornado amarga y sus ojos se habían secado. Había estado pensando hasta llegar a una serie de conclusiones tan desagradables como inevitables. Siendo realista, no pudo hacer nada para detener a Joe Drake y a la muchedumbre: si uno está en inferioridad numérica lleva las de perder, independientemente de la buenas que sean sus intenciones. No pudo salvar al señor Greening. Al colegio de Wayvale, eso era evidente. Pero no a Travis. Traicionaría a su padre si se rindiese, si aceptaba lo que le estaba ocurriendo al mundo. No lo hizo. No lo haría. Y si no podía defender el bien y lo que es correcto allí, en la ciudad en la que habría crecido, Travis Naughton cumpliría con sus responsabilidades en otra parte.
Hora de ponerse en marcha.
—¿Travis?
—Tranquila, mamá, soy yo. —Su madre le reconoció (algo es algo). Por desgracia, era la única buena noticia, los círculos rojos que cubrían su cuerpo cada vez eran más profundos. Supo que su madre, insensibilizada y entumecida por el implacable y posesivo abrazo de aquellas marcas, no le quedaba mucho tiempo.
—¿Dónde has estado, Travis?
—Fui al… fui a buscar ayuda.
—¿Y la encontraste, cariño? ¿Encontraste ayuda?
—Claro —mintió Travis, intentando consolarla—. Esta de camino. Llegará en cualquier momento, ahora mismo. Intenta… intenta no preocuparte, mamá.
—No estoy preocupada, cielo. —Jane Naughton sonrió desde la cama, como si soñaste despierta—. Mientras estabas fuera, he tenido una visita.
—¿Qué? ¿Un intruso? Como alguien se haya atrevido a…
—Era tu padre, Travis —dijo su madre en voz baja, con adoración.
—¿Papá? Pero…
—Era él. Era Keith. Estaba ahí mismo. —La mujer, enferma, señalo débilmente con la mano hacia la puerta del dormitorio—. Estaba en el umbral. Llevaba su uniforme y estaba vivo de nuevo.
—Mamá… Por Dios, ojalá.
—Estaba ahí, Travis. Sonriendo. Perfecto, impecable. Le dije que pasase, que se sentase a mi lado, que me abrazase otra vez después de tantos años. Quería que me abrazase de nuevo. Pero dijo que no podía. Dijo que se quedaba ahí porque ya no pertenecía a este lugar. Pero me dijo que podía ir con él, si quería. Ay, y eso era lo que quería, Travis, estar con mi querido Keith una vez más. Y lo intenté, intenté levantarme de la cama y cruzar la habitación hasta la puerta, pero no me quedaban fuerzas, Keith estaba ahí, esperándome, y no pude alcanzarlo. —Se puso nerviosa, moviendo la cabeza de un lado a otro de la almohada.